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Editorial: La Corte Suprema y la ética pública


La declaración de la Corte Suprema sobre el papel de ese Tribunal en la época de las graves violaciones a los derechos humanos testimoniadas en el Informe Valech sobre prisión política y tortura, adolece de pobreza moral y jurídica. Alega la fuerza mayor de la represión dictatorial como eximente histórica e instaura la doctrina de la irresponsabilidad y la discontinuidad de los cuerpos colegiados del Estado, basada en un relativismo que niega el principio de la personalidad moral de éste.



El hecho se da en el contexto de un debate muy profundo sobre la ética de las instituciones públicas en una democracia, y los principios y valores que sustentan al Estado y su accionar en todo momento. Incluso más allá de los penosos hechos que generaron la discusión.



La exigencia que se hacía a la Corte Suprema no era un mea culpa, concepto demasiado eclesial e impropio para el funcionamiento de una República que se declara laica en todos sus fundamentos. Lo que el país esperaba era una potente señal de juridicidad que hubiere permitido medir no el comportamiento histórico de ese alto tribunal bajo la dictadura, sino el modo de actuar institucional, que a juicio de uno de los tres poderes del Estado, debe tener un tribunal de justicia en cualquier circunstancia.



Lamentablemente, la Corte Suprema emitió una señal equívoca que podría servirle como soporte a cualquier juez de la República para volver a actuar de una manera genuflexa frente al poder cuando no cuente con la "cooperación efectiva de los organismos o autoridades correspondientes", o para ampararse en argumentos como "reconocer también que probablemente ello (se refiere a tratar de llevar una acción más eficaz) no habría tenido resultados significativos, tal como lo demuestra la experiencia universal sobre la real eficiencia del recurso de amparoÂ…"



Son muy pocos los momentos en la historia institucional de un país en que por alguna circunstancia, un debate, una controversia, un acto constitutivo, trasciende la voluntad de los actores políticos, para proyectarse como un momento fundacional de la nación. Que conlleva la explicitación doctrinaria de principios y valores que sostendrán y orientarán el funcionamiento del andamiaje institucional de la sociedad en su conjunto.



A ello hacen referencia los norteamericanos cuando acuden al ideario de los Padres Fundadores para debatir sus problemas. O la apelación inglesa al Bill of Rights. No se trata de la generación de elementos contractuales para el funcionamiento de la sociedad, ni siquiera expresión de acuerdos coyunturales, sino principios de amplia legitimidad que permiten trazar los límites, tanto en lo público como en lo privado, de lo que es correcto de lo que no lo es. Ese es el punto en que se encuentra el debate sobre ética y derechos humanos en Chile, y a ese sentido hay que remitir lo que los actores políticos digan o hagan, principalmente aquellos que representan los poderes del Estado.



La Corte Suprema, cabeza del Poder Judicial, no ha entendido esto, y se urge en un debate acerca de las responsabilidades iguales y el empate ético por lo actuado. Es más, con un realismo moral y jurídico ramplón, se ha echado a la espalda uno de los debates más trascendentes para el desarrollo del Estado moderno, especialmente el relativo a su personalidad moral, a su permanencia en el tiempo, y a la responsabilidad de su representación.



Así, ha dejado pendiente y abierto un pronunciamiento de fondo acerca de la doctrina que debe sustentar el comportamiento de los jueces y tribunales en situaciones de excepción, particularmente en el caso de violaciones a los derechos humanos.

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