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El desafío religioso en un mundo global y en América Latina


La modernidad supuso el «desencantamiento» del mundo. Se creyó que el hombre debía hacer progresivo abandono de los medios mágicos y sobrenaturales de salvación. Por el contrario, la humanidad debía dedicarse con mayor interés a la transformación del mundo, lo que la llevó a buscar las leyes de éste para cumplir el fin propuesto. Tal ciencia nos permitiría prescindir cada vez más del recurso a la divinidad y a las formas religiosas, que acabarían por ser extrañas a los imperativos centrales de la racionalidad moderna que girarían en torno a la ciencia y tecnología.



Además Europa Occidental había llegado a la convicción más profunda que la incapacidad de coexistir pacíficamente por parte de las religiones, y particularmente de la cristiana, fue causa de males sociales abominables como las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII. En palabras de Voltaire, si bien es cierto que la duda es un estado desagradable, la certeza es ciertamente una vivencia absurda. De ahí que había que «aplastar al infame».



La hipótesis de Dios no era más necesaria para explicarse el origen del universo ni su funcionamiento, como se lo señaló un orgulloso científico a un sorprendido Napoleón. Dios no era más que una proyección humana. Es el hombre quien lo creó a su imagen y semejanza. Karl Marx incluyó a la religión en la superestructura social surgida de las relaciones económicas y como parte de una justificación de los intereses de la clase dominante. Ella era el «opio del pueblo», «el corazón de un mundo sin corazón» que permitía dar algo de alivio al oprimido. Para muchos no se trataba más que de una necesidad infantil que iría desapareciendo con el progreso de la humanidad.



Sin embargo, el siglo veinte cerró con un renacer religioso. Tras 1979 las iglesias fueron claves para el desarrollo de la «Tercera ola de democracia en el mundo», en la Europa del Sur, Central y del Este, América Latina y África. Walesa en Polonia, Oscar Arnulfo Romero en El Salvador o Cory Aquino en Filipinas fueron claves en el ascenso de la idea de la igualdad y la libertad en sus países.



La caída del Sha de Irán en 1979 y el desarrollo del movimiento musulmán en las sociedades islámicas desde Marruecos a Malasia demostró la vitalidad de la religión de Mahoma, la que debió ser desalojada a balazos en Argelia o Turquía. La Nueva Derecha Cristiana en Estados Unidos demandando cambios políticos, sociales y morales fundamentales adquiere fuerza en los años sesenta y está participando hoy del gobierno de Bush Jr.



Las querellas entre protestantes y católicos en Irlanda del Norte; los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes en África; las batallas entre induístas y Sikh en India; el activismo budista en el sudeste asiático, Tibet y en China; el extremismo judío en Israel también dan cuenta de la fuerza religiosa en la política y lamentablemente en la guerra. Todo ello lleva a que en los medios de comunicación social, los científicos sociales, los analistas políticos y la ciudadanía mundial perciban que las religiones son un actor central de la vida pública. Se desmorona, quizás, el consenso occidental de un Estado secular y de una religión confinada al ámbito de lo privado. El mundo moderno empieza a vivir una posmodernidad donde el misterio y lo sagrado parecen resurgir.

Por su parte, en América Latina avanza el protestantismo y no el agnosticismo. Ello por diversas razones que tomamos de Jeff Haynes, «Religión en una política global». Las primeras son sociales, pues los protestantes en América Latina parecen haber surgido no para desarrollar la modernización, sino que a consecuencia de su fracaso social. Se extienden entre pobres urbanos, sobre todo mujeres; indígenas; mestizos y descendientes de africanos. Ante la crisis del Estado y del sindicalismo, los marginados de hoy reciben acogida en las iglesias evangélicas.



Las segundas son políticas, porque para algunos los protestantes irrumpieron en América Latina producto del activismo norteamericano y la reacción de sectores conservadores en contra de una Iglesia Católica muy activa en la promoción de cambios sociales. Por el contrario, otros dicen que surgieron como protesta de una iglesia católica de los ricos que sólo practica la limosna y jamás la justicia. Finalmente hay razones espirituales, pues los protestantes ofrecen comunidades cálidas, y una cercanía a Dios no mediada por jerarquías ni instituciones rígidas a veces en exceso por doctrinas y normas que se sienten lejanas por los feligreses.

Un laico, socialista y liberal, como Norberto Bobbio, se preguntó: ¿por qué el ser y no la nada? Contestó que porque «las grandes respuestas no están al alcance de nuestra mente es que el hombre continúa siendo un ser religioso, no obstante todos los procesos de desmitización, de secularización, de todas las afirmaciones de la muerte de Dios que caracterizan la edad moderna (…)».



En consecuencia, la tarea global de hoy es encontrar un nuevo trato entre la fe y la cultura, la religión y la ciencia. Un nuevo trato en que fe y razón iluminen la buena vida, complementándose en el servicio a la dignidad de la persona humana. Y para América Latina el desafío para los católicos es entender el surgimiento del protestantismo, escuchar sus razones y dejarse interpelar por éste. Y los protestantes deberán asumir la difícil tarea de integrarse maduramente a una sociedad nacida de la contrarreforma católica y que será enriquecida por ellos si surge un diálogo y convivencia centrado en el respeto y el amor evangélicos, y no en la intolerancia y el desprecio mutuo.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo (CED).


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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