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La unidad sudamericana desde Chile


No hará mucho, en un partido de fútbol se enfrentaban uno de nuestros equipos «grandes» con uno argentino del montón. Este dominaba claramente el juego. Desde un sector de las graderías, que dista mucho de ser la de su barra brava, un hincha les gritó molesto: «Ä„Pobretones!». La especificidad del «insulto» y su connotación evidente me pareció notable. Una joyita que mostraba nuestra idea de vecindad y cómo nos vemos los chilenos… Lástima que los ricachones, que casualmente están quebrados, hayan terminado perdiendo 2×0…



Mientras, en el Perú, el famoso «sueño bolivariano» ha vuelto a salir a la palestra. No obstante, a estas alturas pareciera que en Chile se le tiene precisamente por un «sueño». Un mero romanticismo inviable. Aunque el proyecto original del Libertador tenía un ingrediente ideológico-emocional, era de hecho muy práctico: América del Sur debería unirse en un sólo país para equilibrar las relaciones internacionales y para poder negociar de igual a igual con las potencias europeas y Estados Unidos. Los caudillismos, la ceguera, el afán de poder, terminaron con esos sensatos planes. Llevamos casi dos siglos pagando el precio de haber construido pequeños países de un peso insignificante a nivel internacional. Estados separados y hasta enemigos a pesar de que en general —si nos comparamos con la Unión Europea— al menos nos unirían el idioma, experiencias comunes, enemigos comunes y la religión.



Respecto del proyecto comunitario en un diario electrónico aparecían opiniones de lectores de diferentes países del continente. Tras leer unas cuantas, comencé a detenerme sólo en comentarios de chilenos. En su gran mayoría se oponían al plan. No por imposible, sino por indeseable. Sus argumentos olían al mito de la mansión en medio de una población callampa. Casi se podía palpar su aversión a que Chile se rebajara a mezclarse con esa gentecita de piel tan oscura, tan corrupta, de indicadores macroeconómicos tan mediocres cuando no negativos, tan pobres, de democracias tan inestables, tan poco modernos.



Lamentablemente, opiniones de ese tipo y carentes de toda autocrítica nacional no es algo extraño en Chile. En nuestro país de espíritu «nuevo rico» (pero en realidad con pocos ricos), está instalada hace tiempo la firme creencia de que no necesitamos a nuestros vecinos. Lo que se suma al creciente sentimiento de superioridad sobre ellos. De ahí se pueda decir, sin miedo a equivocarse, que es generalizada la opinión de que la unidad suramericana sería un plan que no nos incumbe. Sería algo así como un salvavidas para los fracasados, esos otros que no son exitosos por sí mismos como nosotros.



En ese contexto, no puede ser sorpresa el estudio de Unicef que mostró a un 46% de nuestros niños estima que hay una o más nacionalidades inferiores a la chilena (del total 32% respondió que los peruanos y 30% que los bolivianos). No pocos se preocuparán ante esos juicios. Pero la verdad es que indican la formación que los niños han recibido en sus familias y la escuela. Sus respuestas son reflejo de los patrones culturales del país. Pasada la breve inquietud políticamente correcta por las cifras de Unicef, muchos chilenos de cualquier clase social seguirán usando la palabra «indio» como insulto o etiqueta de inferioridad. Seguirán mirando por sobre el hombro a peruanos y bolivianos, seguirán diciendo que algo chabacano es «tropical» o explicarán la crisis argentina por la corrupción y la flojera transandina. En fin, seguirán saliendo airosos en cualquier comparación a que ellos mismos se sometan con otros suramericanos.



A nivel gubernamental, ante el proyecto comunitario, imaginamos que Chile seguirá expectante. La política de buscar negocios, no aliados, habría dado frutos y muchos… Al menos a ese pequeño grupo que monopoliza la riqueza del país. Para hacer pasable ese «detalle» nos alimentan con un premio de consuelo que se sirve de nuestro sustrato chovinista: somos un ejemplo para el mundo y la envidia de los vecinos. Ä„Y funciona!. Se ha construido una imagen «país» que ha tenido eco en un número no despreciable de chilenos, dándoles un sentido de unidad y de dignidad. Aunque no puedan acceder a salud decente, a educación superior gratuita o sea un hecho que la mayoría no participa de las ganancias del crecimiento económico, al menos están convencidos de que como «país» están «mejor» y/o como «chilenos» son «mejores» que ese o aquel otro.



(Interesante sería saber qué criterio se usa para determinar nuestra superioridad. Pues, por ejemplo, nuestros gerentes tienen un nivel de comprensión lectora semejante al de un obrero sueco, el porcentaje del PGB destinado a investigación científica es bajísimo, un 60% de los capitalinos no ha leído ni un libro en el último año, estamos entre los países con peor distribución del ingreso del mundo, tenemos un sistema electoral donde el que pierde empata o deportivamente ni hablar).



Me confieso culpable de ser partidario de una unidad basada en la «hermandad». Sin embargo, también la sigo sosteniendo en las mismas razones prácticas que ya enunció Bolívar en el siglo XIX. Es la sencilla conclusión empírica de que tarde o temprano todos necesitamos amigos, de esos tan cercanos que los consideramos hermanos. Con la salvedad que son hermanos que uno eligió. No es poco para un país pequeño y de poca población poder sumarse a nueve países y conformar una comunidad de más de 17 mil kilómetros cuadrados con unos 380 millones de habitantes.



Para empezar, sería difícil que desde el exterior nos intervinieran, nos presionaran, organizaran golpes y dictaduras en la región. No es poco para quienes algo conocemos la historia de América del Sur alcanzar una verdadera autonomía y fuerza de negociación. Tal unión es del mismo modo atractiva como bloque económico. Mas, cuando la megalomanía ataca a los tenderos se olvidan que los clientes lo son sólo hasta que encuentran precios más bajos. Los tecnócratas con su soberbia miopía han de haberse olvidado, a pesar de que se identifican a sí mismos como realistas, que la producción y los negocios necesitan de una base política. Con mayor razón cuando en este mundo globalizado que tanto los fascina, el que no se une a algún bloque político estará perdido.



Un chileno tipo clase media emergente (primera generación con zapatos, como diría alguna señora empingorotada, que hacía todo lo posible porque notaran su nuevo calzado) humillaba cada vez que podía al mozo peruano de un bar santiaguino. Relacionaba su nacionalidad a una mala situación económica. Lástima que él mismo estuviera metido en un bar de medio pelo… Así es Chile. Con una singular y complaciente autopercepción. Convencidos que la cordillera no nos aisla, nos salva. Así es Chile, un poquitín patético.





Andrés Monares. Antropólogo, profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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