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El honor de la Esmeralda


En las viejas tradiciones navales cuando el honor de una nave ha sido mancillado por una ofensa, solo queda una solución, hundirlo. Cuando la ofensa proviene de una infracción a las reglas y principios que rigen la conducta de los hombres de mar, es decir, es responsabilidad directa de aquellos que tienen la obligación profesional de cuidar su honor, se debe realizar un acto de reparación antes de hundirlo. Es decir devolverle el honor y luego sacarla de la circulación.



Este es el caso de La Esmeralda, buque escuela de nuestros marinos, y que fuera utilizada como centro de detención y tortura. La gente de la Armada sabe que esa nave perdió el honor por causa de un mando irresponsable o inmoral, incapaz de medir la gravedad de lo que hacía o directamente ajeno y prescindente del significado de los símbolos navales.



El acto reparatorio propuesto por el Comandante en Jefe de la Armada es absolutamente necesario para devolverle el honor a La Esmeralda. Pero el Almirante Vergara sabe también, como lo sabe cualquier oficial de cualquier marina de guerra del mundo, que un barco que ha sido prisión de compatriotas por voluntad de los mandos, no puede ser el símbolo de la formación profesional de una marina, ni menos expresar la continuidad histórica de la Armada de Chile.



Cuando se afirma que las fuerzas armadas son un componente esencial y permanente del Poder Nacional, existe un conjunto de consecuencias muy importantes para su legitimidad frente a la sociedad. Entre ellas, que jamás pueden hacer uso impropio de los símbolos institucionales, ni volver sus armas en contra de aquellos que han jurado defender.



No propongo que a un barco tan hermoso le pongan una carga de dinamita y lo hundan en la rada de Valparaíso después del acto de desagravio. Aunque ése sería el acto más consecuente y el ejemplo más fuerte de una vuelta a la correcta doctrina y tradición navales. Sólo digo que «ese» buque no puede seguir ostentando el blasón que tiene, y que necesitamos un nuevo buque escuela, posiblemente uno que se llame Arturo Prat.



El Almirante Vergara ha usado frases como «por sobre mi cadáver» para expresar su oposición a cualquier cambio en el sentido señalado más arriba. Hay que recordarle al Almirante que los símbolos son de la nación y no propiedad corporativa de la Armada. Y si la elite política de Chile se compenetrara un poquito más con los temas de la Defensa Nacional, bastaría con un decreto para hacer el cambio. Sin embargo, se trata de valores, símbolos e instituciones que se refieren a la identidad del Estado, y por lo tanto además de una alta legitimidad social, requieren que el principio de autoridad sea ejercido con prudencia, austeridad, claridad y firmeza.



Por lo mismo, tampoco debe comparase lo ocurrido en La Esmeralda con situaciones como la del Estadio Nacional. Todo el mundo sabe que no fue el Comité Olímpico de Chile el que transformó el estadio en un campo de concentración, ni los jugadores de algún equipo los carceleros o torturadores. El edificio fue usurpado por la fuerza militar golpista y utilizado para fines impropios. Por lo tanto ahí si que basta el acto de exorcizarlo con una celebración al día siguiente de asumido el gobierno de Patricio Aylwin.



El caso de La Esmeralda es diferente. Aquí, un símbolo militar fue usado de una manera que deshonra a toda la Armada. La memoria de su deshonor perseguirá al buque en cada puerto que recale, y si momentáneamente se llega a borrar con el tiempo, no faltará el periodista o investigador acucioso que de tanto en tanto traiga a la realidad el hecho. Y entonces se confundirá la memoria de Prat y su hazaña en Iquique, que engrandecen nuestra historia, con el episodio oscuro del año 73, cuando se manchó para siempre el nombre de La Esmeralda.



Los navales son hombres de tradición, y los capitanes se hunden con sus barcos o son los últimos en abandonarlos. Preferible que ella muera con honor para que se recuperen intactos los símbolos de la Patria.



Santiago Escobar S. es cientista político.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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