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Editorial: El color de la política o la política vergonzante


El obsesivo travestismo político que parece haberse apoderado de los diferentes sectores ideológicos sólo puede confundir a los ciudadanos y restarle, cada vez más, confianza y credibilidad a la política como una actividad noble de representación de intereses sociales. No se trata ya de que en época de comicios los candidatos busquen que sus símbolos partidarios se noten lo menos posible o que simplemente desaparezcan de su publicidad política, tal como ocurrió en las elecciones pasadas.



Ahora esta tendencia es más profunda, con actitudes que intentan que las diferencias con los adversarios pasen desapercibidas por la ciudadanía, o, simplemente, adherir a posiciones con las cuales nunca se ha estado de acuerdo pero que, por los costos que implica no tenerlas, es preferible fingir.



Lo preocupante es que ello se manifiesta sin que exista nada sustantivo en materia de definiciones valóricas o de programas, sin una reelaboración política que pudiera percibirse como una renovación o una autocrítica sobre lo obrado, ni mucho menos como un esclarecimiento del proyecto institucional o democrático que se sostiene. Se trata de una cosmetología pura y simple, que prescinde del fondo, quedándose en los apelativos y las imágenes para la publicidad.



Eso es lo que ocurre con el proyecto de Alianza Popular, con el cual parte de la derecha trata de refundar su coalición política luego de la derrota experimentada en octubre pasado. Al magro resultado electoral, la derecha debió agregar los impactos negativos que el Informe Valech sobre Prisión Política y Tortura generó en la opinión pública respecto de su sector. Y, cuentas más cuentas menos de sus dirigentes Allamand y Longueira, llegaron a la conclusión que necesitaban una especie de Concertación de derecha para volver a posicionarse con algunas expectativas respecto de las elecciones presidenciales del próximo año. Pero todo esto sin hacer referencias a su pensamiento político ni -por lo menos- tratar de explicar cómo se compatibilizaría el liberalismo de unos con el talante autoritario y agresivo de otros.



Por su parte, la atmósfera de sano desarrollo democrático e institucional que se generó con el Informe Valech y las precisiones doctrinarias del general Cheyre en torno a la responsabilidad del Ejército, vio florecer hace pocos días una curiosa especie híbrida, cercana al arrepentimiento eclesial, de parte del senador Núñez, parlamentario socialista, respecto de las desquiciadas conductas de los actores políticos previas al golpe de estado de 1973 y de lo que él consideró como "inevitabilidad" del quiebre institucional.



Resulta curioso que la construcción de institucionalidad deba pasar siempre por una especie de arrepentimiento de las víctimas, antes que por el reconocimiento de los victimarios. Que para crear las atmósferas públicas sanas deba existir una especie de empate ético basado en que la víctima "reconoce que se expuso imprudentemente al delito", como aval de los consensos de una historia oficial.



Un país plural no necesita de una historia oficial, y nada justifica un levantamiento militar en contra del orden legalmente constituido. En la historia de la humanidad, lo ineluctable pertenece al andamiaje cultural de las supersticiones y no al de la racionalidad y el diálogo, que son la ley básica de la política democrática. Por lo tanto, no vale discutir si el plebiscito decidido en su época por el Presidente Allende hubiera sido eficaz o si, por el contrario, el senador tiene razón.



Lo fundamental es que el país necesita de izquierdas y derechas nítidas para elegir y consolidar su institucionalidad. Y de un centro político regido por principios y orientaciones doctrinarias, que no sea una veleta que puede inclinar la balanza en uno u otro sentido, según las efímeras reglas de la oportunidad.



Por lo mismo, se necesita de una derecha que se asuma como tal, capaz de vincularse sin vergüenza y de manera franca con sus aciertos y errores. Aunque ello pase por transparentar lo actuado en el pasado, asumir la rectificación institucional, y sin encubrimientos expresar los valores democráticos que dice sostener y actuar en consecuencia. De nada vale una política orientada a la fachada. Al final siempre aparecerá la pintura del fondo y el hecho de que en Chile usó y abusó de un estado de excepción -como gusta llamar a la dictadura-, sin considerar los costos sociales ni la moral pública. Por lo tanto, lo que tiene es un problema de fondo y no de forma.



El país también necesita de una izquierda que profundice su convicción y su adhesión a los mecanismos democráticos y que no ceda en los temas de principios como lo es la estabilidad institucional. Su camino doloroso para llegar a valorar en toda su profundidad el significado de la democracia formal, como una diferencia entre la vida y la muerte, no puede ser borrado con premisas de relatividad histórica.



Que las instituciones sean estables, justas, transparentes y eficientes en su funcionamiento es un capital de todos los chilenos y no sólo de unos pocos con determinado color político. Un acuerdo de todas las fuerzas políticas acerca de los valores de orientación de nuestro sistema político, permitirá asegurar la paz social y nuestro modelo de convivencia democrática. De ahí para adelante, se precisa de políticos transparentes, que no aparenten lo que no son, porque ello le resta legitimidad a la política. La promiscuidad doctrinaria siempre termina lesionando la democracia y confundiendo a la ciudadanía.



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