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Expiación

Es repugnante la expiación moral que intentan los colaboradores de la dictadura militar, hoy representantes de la «Alianza Popular», cuando los mismos -digámoslo con toda franqueza- justificaban la represión y en el mejor de los casos, dudaban incluso, contra la razón de las pruebas, de la existencia de la misma.


Resulta moralmente inaceptable que funcionarios del régimen militar sostengan, todavía 14 años después del fin del mismo, que no tenían conocimiento de las torturas que practicaban en forma planificada y sistemática agentes del Estado, funcionarios de las Fuerzas Armadas y civiles que pertenecían al mismo régimen que éstos, y con los que -probablemente- compartieron más de una misa dominical o un té en los cómodos y luminosos despachos en que residía el aparato de la dictadura.



Resulta todavía más repulsivo, que hoy se escandalicen con la brutalidad reflejada en el informe Valech, e insistan en su ausencia de conocimiento para justificar sus conciencias, sobre todo cuando varios pertenecientes a la jerarquía del régimen han reconocido que tenían conocimiento, al menos de oídas, de las torturas a prisioneros políticos.



La forma en que han enfrentado el informe sobre tortura los colaboradores de Pinochet y hoy dirigentes de la «Alianza Popular» constituye una ofensa gratuita y brutal a las víctimas de la represión en Chile. Quizás resulta comprensible, aunque no por ello exento de reproche moral, alegar temor. Sin embargo, cabe preguntarles a los colaboradores del gobierno militar (como se prefiere decir ahora a quienes prestaron servicios para la dictadura) que si de haber tenido conocimiento habrían ejecutado actos necesarios para impedir el sufrimiento de hombres y mujeres de todas las edades, incluso de aquellos que aún no podían hablar y ya experimentaban el dolor físico y moral.



La verdad es que la ignorancia como excusa moral absolutoria no es convincente y no es éticamente aceptable, porque no debemos olvidar que los gritos de dolor que emanaban de Tres Álamos, Villa Grimaldi o el Buque Escuela Esmeralda eran burdamente silenciados con la sorna fanfarria del «patito chiquito», en algún programa soso como los de «el maestro», Raúl Matas.



Es repugnante la expiación moral que intentan los colaboradores de la dictadura militar, hoy representantes de la «Alianza Popular», cuando los mismos -digámoslo con toda franqueza- justificaban la represión y en el mejor de los casos, dudaban incluso, contra la razón de las pruebas, de la existencia de la misma.



Esta pretenciosa necesidad de alegar ignorancia de los «excesos» cometidos, es comprensible en un escenario electoral complejo en que claramente muchos chilenos se encuentran, con toda razón, horrorizados de la forma tan brutal que alcanzó la represión política. Sería más honesto, al menos, reconocer que no tuvieron coraje para enfrentar a los suyos y decir no más tortura.



Así, resulta más comprensible el relativismo moral con que el líder de la Derecha asume los hechos, al señalar que esta represión debe entenderse en un contexto histórico en que hubo quienes «provocaron» a sus captores, asesinos y torturadores. Como también aquel juicio de la Corte Suprema en que el mismo contexto histórico les permite eludir sus responsabilidades históricas. Claro está que, si se observa quienes son aquellos excelentísimos que impulsan este análisis, son fervientes creyentes o hermanos defensores del estatuto especial del senil dictador.



¿Qué hay después de la entrega del informe al Presidente, después del sentido discurso de éste?. Parece que los «mea culpa» se suceden y atropellan en salones delicadamente alhajados con alfombras rojas, cristalería italiana y una pinacoteca nacional envidiable.



Pero a todos ellos les falta honestidad y por eso, se extraña la valentía de curas como Jarlan, Aldunate y Silva Henríquez, y naturalmente se agradece la de monseñor Valech.



La tortura fue una realidad tan brutal, tan grosera, que los actos de mea culpa como los que hemos apreciado son delirantes, forzados, formales y no hacen más que confirmar lo miserable de quienes no sólo la practicaron u ordenaron, sino también de aquellos que la toleraron por acción u omisión.



Sus palabras no hacen más que emporcarlos aún más frente al dolor de las víctimas, y no mitigan la impotencia de todos quienes sí sabíamos, sí protestamos y si nos opusimos a ella.



Frente a tanta palabra hueca y actitud vacilante, recuerdo una conversación con un querido juez aún en funciones, quien como viejo profesor empeñado en el correcto juicio ético que debemos tener quienes ejercemos el derecho, admitió el horror que había experimentado al encontrar restos de uñas de seres humanos en los centros de detención y, su profunda convicción que los detenidos desparecidos habían sido ferozmente torturados antes de su ejecución.



Cuando miramos el horror, como el que nos relata Monseñor Valech, provoca, claro está, un sensación de asco que persigue, que da naúseas, marea, nos remueve internamente y hacia fuera, y con ello todas nuestras creencias, todas nuestras convicciones y todos nuestros sueños.



No creo haber tenido más de 13 años y otro juez que ya no está en el medio, relató -probablemente sin meditarlo mucho- a un grupo de adolescentes cómo habían sido quemados los obreros y campesinos en Lonquén.



El haber enfrentado, sin muchas defensas, el horror de la brutalidad con que se reprimía a los opositores del régimen militar, me ha provocado a mi y a todos quienes estuvimos disponibles a escuchar y creer, un asco profundo, un miedo tremendo. Relatos, como al que me refiero, provocaban desgarro.



Desde la naúsea y el dolor pude valorar la vida, la dignidad del otro, de aquél que es distinto, de aquél que precisamente es diverso. Esa es quizás la reflexión que nos falta, pero esa no se produce en el Patio de Los Naranjos o en elegantes seminarios, ésta exige honestidad y como vemos, no es un valor muy apreciado en los que hoy están haciendo mea culpas a la «chilena».



Luis Correa Bluas. Abogado. Master en Derechos Fundamentales por la Universidad Carlos III de Madrid y Magíster (c) en Derecho por la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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