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En memoria de Alejandro Montesino Heyer


Al otro lado del teléfono, tras una breve introducción, una voz muy cercana indicó que Alejandro Montesino había fallecido hacía sólo un momento. La noticia la sentí descender como un peso muerto que, valga la redundancia, posee la muerte comunicada sin mayores prevenciones y que cae con toda la carga de un telón que se baja para siempre, como una cortina metálica y oscura que precede al epitafio en la lápida marmórea.



Sin embargo, pese a que la cortina oscurecía una ventana más y con ello apagaba otra vida, la sensación fue amortiguada por los antecedentes y las noticias que tenía de Alejandro: alguien, hace sólo unos días, dijo que quizás él no viviría más de un mes. Sin duda un cálculo generoso considerando la precipitación de los hechos. Y como en un racconto, me observé buscando noticias en internet, esta mañana, escribiendo el nombre de Alejandro en un buscador, para aproximarlo un poco, para asirlo dada su condición de ser inaprensible, para tratar de entenderlo cual era en su integridad, pretensión estúpida, cuando lo mejor era sentarse a escuchar su profunda voz y el anecdotario más exquisito que era posible encontrar entre las personas y personajes que concurrían, a esa casa detenida en el tiempo, que es la de Miraflores 495, sede del Partido Radical Socialdemócrata y a la que, lamentablemente, Alejandro ya no volverá a ingresar.



He pensado, como vengo haciéndolo hace ya varios meses, en la voz de Alejandro, envidiable tono profundo y categórico como un cuchillo afilado, y reitero aquí lo que antes sólo me dije a mí mismo: habiendo sido un seguidor de las columnas que él escribía en el portal electrónico de «El Mostrador», siempre he acabado quedándome con su relato oral. Porque, al margen de lo estereofónico de su registro, eran sus brillantes y mordaces comentarios los que cautivaban mi atención y, creo, que de la gran mayoría de quienes prestábamos atención a sus dichos, ya que en su voz había una cadencia y una inflexión en las palabras que usaba que no eran fácilmente transmisibles al texto. Sus palabras destilaban una cultura y una inteligencia poco común en el mundo político.



Al respecto, me quedo con la única velada que compartimos en un plano distendido y agradable, en una fecha casi como hoy, con la misma frescura nocturna que hoy lo ha arrebatado. Permanecimos en una terraza de la comuna de Providencia, hasta más allá de las cinco de la madrugada, bebiendo interminables copas de vino -blanco, en el caso de él, que al parecer era su favorito-; y sigilosamente, robábame, para su deleite, los Marlboro que yo dejé lejos de su mano, pero lo suficientemente visibles como para que comenzara a sacarlos uno a uno, hasta reclamar por más no quedándonos otra alternativa que recurrir al etéreo sin sabor de los cigarrillos light de la dueña de casa. Fue una oportunidad espléndida, demostrándonos Alejandro, su detallado conocimiento de la historia política del Chile del siglo pasado y matizando sus relatos con historias, ideas e hipótesis acerca del devenir de esa realidad política y, particularmente, de lo acontecido con el sino más reciente del Partido Radical, en la cual él ubicaba muy bien las responsabilidades de los villanos y el rol que les habría cabido en la debacle de los últimos 50 años.



Un poco antes, unos años antes, cuando se acercaba la tercera campaña presidencial después del retorno de la democracia, me decía que el Partido Radical debía levantar su propio candidato, que él ya tenía o había ubicado un antiguo vehículo tipo belle époque, en el que el candidato debería realizar su campaña. Lo decía con la convicción de que sería el acto final e infinitamente digno con que el partido debía concluir su intervención en esas lides. Me pareció descabellado, me pareció un gesto de un dandi, de un hombre de otro tiempo, pero más allá de mis prejuicios o reparos con la idea, sentía que eran, precisamente, ideas las que cargaban esa imagen de una campaña rescatada desde mediados de la centuria pasada. Un gesto con una inconmensurable carga emotiva, nostálgica y final.



Ya no podré sostener aquella conversación que durante tanto tiempo amasé en mi cabeza y que deseaba tener con Alejandro, a solas, sin límites de tiempo y sin obviar tema alguno. En las últimas semanas, me obsesionaba conocer su pensamiento acerca de la muerte, qué podía pensar de la muerte propia. Si se la había representado y si se había detenido a cavilar en ella.



Sólo sé que rompiendo el sino de aquella palabra que le endilgara a mi personalidad, hoy, 15 de diciembre de 2004, a la medianoche y cuando ha comenzado el nuevo día, escribo estas letras junto a la ventana, sintiendo el frescor de aquella madrugada de febrero del año que termina y proyecto su recuerdo para cuando en unos días más, la noche del 24 de diciembre, estemos en la misma terraza donde habrá una copa de vino blanco, un Marlboro y el mejor sillón donde se habría ubicado él, para que escuchemos su voz profunda y nos riamos de sus frases invectivas pero indudablemente lúcidas y que, dada su ausencia, hará esa noche más triste.





Patricio Córdova Rojas, ex presidente nacional de la Juventud Radical Socialdemócrata (pcordovar@hotmail.com).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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