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Editorial: El patrimonio vial de Chile


El colapso del Puente Loncomilla, además de ser un desastre vial de proporciones, se ha transformado en un pequeño terremoto político al cobrar su segunda víctima entre las altas jerarquías del Estado. A la renuncia del diputado Pablo Lorenzini a la presidencia de la Cámara, motivada por las repercusiones de sus imputaciones al ministro de Obras Públicas, debe sumarse ahora la renuncia de éste a su cargo. Esta dimisión, sin perjuicio del esclarecimiento total de los hechos a que deben arribar las investigaciones todavía en curso, llena un vacío de responsabilidad política jerárquica que se hacía cada vez más evidente, y que siempre ha existido como principio en la administración pública chilena.

Cabe señalar que los hechos se producen a más de un mes de ocurrido el desplome del puente, y en medio de un debate de tono estridente que no contribuye, en absoluto, a regenerar parte de las confianzas ciudadanas perdidas con el siniestro. Más aún cuando el desarrollo de la infraestructura es uno de los aspectos fundamentales que soportan la imagen de Chile como país moderno, seguro e integrado territorialmente.



La salida de Etcheberry debiera ser una oportunidad para que la imagen de un ministerio intervenido y lleno de desconfianza de la cúpula hacia los funcionarios antiguos, se extinga. Pues para nadie es un secreto que el ministro saliente prácticamente trabajaba solamente con sus asesores, sin mucho contacto con la gente de línea, a la que únicamente se le pedían informes pero no se les hacía participar de ámbitos más colegiados de decisión.



Este problema se habría evidenciado en algunos de los hechos cuya secuencia terminó en el derrumbe del puente Loncomilla. Entre ellos, la información de que el ministro estuvo en antecedentes desde mediados del año 2003 de la falla detectada en el puente, y de una alternativa de reparación urgente, y que, obsesionado con la política de austeridad y control de gastos, no fue capaz de percibir la emergencia y definir las prioridades. Ello habría provocado un retardo de más de un año en los trabajos de reparación, constituyendo un factor importante en los hechos que determinaron el colapso.



Es evidente que el sumario y las pruebas periciales respectivas determinarán en su oportunidad cuál fue, en definitiva, la secuencia de fallas y efectos combinados que terminaron en el derrumbe del puente. Sin embargo, desde ya es posible reflexionar acerca de otros aspectos que merecen atención de parte de las autoridades. Sobre todo si son atingentes al cuidado real de nuestro patrimonio vial



Lo primero es que toda la labor de conservación e inspección en materia vial está muy disminuida por razones presupuestarias. La capacidad real de mantención de la Dirección de Vialidad apenas alcanza a cubrir la mitad de sus obligaciones, concentrándose preferentemente en la red primaria de caminos pavimentados. Bajo responsabilidad de las concesionarias viales están los 2.500 kilómetros de autopistas, que implican la obligación de mantenerlas en determinado estándar. Pero el país tiene 80 mil kilómetros de caminos, entre primarios y secundarios, de los cuales 25 mil están pavimentados. Su mantenimiento implicaría recursos que en estos momento el MOPTT no tiene, pese a que las concesiones dieron origen a un Fondo de Infraestructura, que nunca ha sido tocado, y que en estos momentos debe bordear los mil millones de dólares.



Un segundo problema es que en la reorganización del MOPTT, determinadas funciones indispensables fueron eliminadas o nadie las realiza hoy en día. En el caso del Departamento de Puentes, éste se dividió en dos: un área de estudios y un área de construcciones; prescindiéndose del área de conservación. Como es evidente, resulta fundamental que en la etapa de operación, cuyo control lo realiza otra área de Vialidad, se pueda contar con una unidad a la cual remitir los temas urgentes.



Un tercer tema es el relativo a la fiscalización. En el caso del puente Loncomilla ello ha quedado de manifiesto, no tanto con el derrumbe -pues eso se está investigando-, sino que con el puente mecano que se instaló de emergencia. Un puente (sea mecano o sea definitivo) se calcula para una fatiga de afluencia que le permita soportar una carga mucho más alta que aquella que se considerará normal durante su uso; sin embargo, se arriesga su colapso cuando concurren los siguientes factores: una falla en la base geológica (como parece haber ocurrido con el puente carretero), un retardo en su reparación, y una fatiga acumulada por iteración (repetición constante de la sobrecarga).



Esta iteración parece estar demostrada por el hecho que al puente mecano, ya a los dos días de instalado, se le soltaron los pernos. Esto es normal que se produzca, pero al cabo de una semana o más de uso. Sólo la sobrecarga del puente puede acelerar este proceso, en forma determinante.



¿Qué podría provocar el hecho anterior? Algo que no ha sido informado podría ser la causa. Un usuario importante del puente colapsado y del puente mecano, además de las forestales de la zona, es la fábrica de vigas que se utilizan en concesiones, cada una de las cuales puede llegar a pesar 50 toneladas.



De ahí que surge la pregunta de si efectivamente estamos cuidando nuestro importante patrimonio vial, si las concesionarias están haciendo suficiente inspección de carga en las autopistas, y si los ajustes sucesivos de costos en el sector público, para lograr el denominado «superávit estructural», al menos en estas materias, no es un mal negocio para el Estado de Chile.



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