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Susan Sontag y nuestros grados de separación

Sontag nos recordaría, tal vez, que este voyeurismo, este consumo de la imagen del «paraíso» destruído revela que detrás del desastre «natural» se oculta una devastación humana mucho más esquiva al lente digital, y que para este desastre, este tsunami igual de inexorable y mucho más mortífero, hay palabras como pobreza y marginalización.


Con la muerte de Susan Sontag ha quedado más yermo el paisaje intelectual norteamericano, ya bastante erosionado por la ignorancia hostil y la indiferencia calculada, enmascaradas de patriotismo o de banalidad.



Ya echamos de menos a Sontag en concreto, imaginando, por ejemplo, los comentarios que haría sobre el maremoto asiático, sobre la proliferación de imágenes y la representación diferenciada que portan acerca del sufrimiento de otros: la individualización precisa del turista armado de celular y cámara digital, versus el anonimato de indonesios, tailandeses, indios, o malasios que son enfocados mientras lamentan destempladamente y en idiomas indescifrables la acumulación de cuerpos apiñados y anónimos de sus familiares y vecinos.



Sontag nos recordaría, tal vez, que este voyeurismo, este consumo de la imagen del «paraíso» destruído revela que detrás del desastre «natural» se oculta una devastación humana mucho más esquiva al lente digital, y que para este desastre, este tsunami igual de inexorable y mucho más mortífero, hay palabras como pobreza y marginalización.



Si bien podemos imaginar la franqueza y el tenor general de su opinión, ya no podremos disfrutar de la elegancia incisiva de la prosa de Sontag. No podremos seguir el hilo preciso de su interpretación, enhebrado con la maestría de quien sabe llegar a la puntada final sin dejar de producir placer o momentos de iluminación en el camino.



Uno de los grandes placeres de leer a Sontag son (uso el tiempo presente porque hay permanencia en sus escritos, como ella predijo) las conexiones que establece, desplegando en ellas la riqueza de una formación intelectual y estética tan vasta que en sí misma constituye una forma de arte.



Es una forma de arte en extinción, que acaso se va perdiendo con cada pensador de este calibre que se nos va. Pienso en los más recientes, Edward Said y ahora Sontag, expertos arqueólogos culturales, finos detectives del arte, connaiseurs, virtuosos de una tradición humanista, porfiadamente ilustrada, que sabe ser contestataria e inclusiva sin renunciar a ser culta y que -tal vez por lo mismo—no le tiene miedo a proferir herejías ni a tocarles las ubres a las vacas sagradas.



Sontag, que siempre se consideró de izquierda y participó activamente en la lucha contra la guerra de Vietnam, indignó a parte del progresismo neoyorquino en los 80 con un mea culpa sobre los males del comunismo, argumentando que el gulag no era una anomalía del sistema sino precisamente una de sus consecuencias.



Hace casi un par de años se trenzó, en la mismísima Bogotá, en una disputa con García Márquez acerca de los fusilamientos de tres cubanos que secuestraron un trasbordador para escapar de la isla. Tampoco le faltó valentía para cantárselas claras a sus compatriotas por el desinterés en las matanzas de Ruanda, ni para ligar los ataques de Al Qaeda en Nueva York al resentimiento provocado por la política exterior norteamericana en Medio Oriente.



No le fallaron las palabras para decir lo que muchos norteamericanos son incapaces de aceptar, en su ensayo «Las fotografías somos nosotros» sobre la tortura en Abu Ghraib y sus raíces profundas en la cultura de violencia que legitimiza al imperio. Quien tenga la intención de entender cómo se sobrevive (o no) la locura etnocida, tiene la obligación de leer «En Sarajevo».



Tuve la suerte de descubrir a Sontag al mismo tiempo que fui alumno de uno de sus amigos e interlocutores literarios, el novelista mexicano Carlos Fuentes. Al hablar de ella, Fuentes siempre mencionaba -entre temeroso y admirativo—su audacia intelectual y su erudición, atributos que podían intimidar a quien no entendiese que para ella el pensamiento («la vida de la mente» es el término afortunado con que cuenta el idioma inglés) era parte insustuible de cualquier intercambio humano.



También creía que para el pensamiento, para la genuina comprensión del mundo, el arte literario es, a su vez, esencial. Para ella la literatura de calidad trasciende fronteras nacionales e identidades colectivas y no está sujeta a usos mercenarios ni nacionalistas. Por eso leía y hablaba otros idiomas, entre ellos el castellano. Conocía bien a Borges, a Paz, a Rulfo, a Neruda, a Vallejo y había leído a muchos más. La pérdida se siente también en este aspecto, porque ya no quedan literatos «ciudadanos del imperio» (como ella se definió una vez) que nos puedan hablar en nuestro idioma y que sean capaces de disminuir los grados de separación que se acrecientan en el hemisferio a pesar de los tratados comerciales.



No faltan las contradicciones en la enorme producción de Susan Sontag, y a ellas se aferraron sus detractores, que tampoco escasean, como es de esperar cuando alguien como ella (mujer, judía, independiente y sospechosamente políglota) acumula méritos para ser considerada la mayor figura del mundo intelectual norteamericano.



Algunas de sus propias contradicciones se deben a la evolución natural de cualquier crítico o artista, señalada por ella misma al escribir, ya desde la madurez, acerca de sus apreciaciones de juventud. Pero muchas de sus ideas sobreviven el escrutinio propio o el del tiempo, porque contienen algún concepto inspirador (no hay equivalente exacto de la palabra insight, tan aplicable al modo de operar de Sontag), la percepción inicial que sirve de clave o de punto de partida para otras reflexiones.



Siempre sacará provecho quien lea su gran ensayo sobre la fotografía o sobre las metáforas de la enfermedad, aunque no se esté de acuerdo en todo. Al ser capaz de seguir motivando lecturas, se cumple el deseo expreso de la autora de que la actividad complementaria de escritores y lectores sea una empresa constante, una utopía exigente y variable a la que siempre habrá que aspirar, desafiando todos los obstáculos.



Susan Sontag deja como legado la convicción, encarnada en cada una de sus páginas, de que el acto de escribir sigue siendo relevante, que es siempre político en el sentido profundo y que siempre conlleva la obligación moral de derrotar la indiferencia ante la crueldad y de celebrar la inteligencia. Su gran proyecto consistió esencialmente, en disminuir los grados de separación que hay entre seres humanos distanciados entre sí, entre el sujeto y el objeto de la mirada de la historia, entre la cultura popular y la otra. Vale la pena seguir leyéndola, más allá de la muerte.



Roberto Castillo es un escritor chileno radicado en Estados Unidos.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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