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Carta a mi hermana

Tantos años más tarde, me volverías a tomar de la mano. La noche del 14 de septiembre cuando me paré a hablar en la Universidad de Nueva York sobre mi hermana, María Cecilia, y su marido, Guillermo Tamburini. Sentí tu respiración en mi cuello mientras me acariciabas la espalda, mi espalda que siempre me duele.





Esta noche te escribo, hermana mía. No sé que decirte, ni siquiera sé si debo decirte algo en particular. Más bien quiero hablarte, saber que estás ahí, que me escuchas. Tengo el puro deseo de que nos juntemos no sé dónde pero que hablemos. Que me tomes de la mano como solías hacerlo cuando íbamos al colegio temprano por la mañana, tú caminabas y yo trotaba para seguirte el paso y hacía frío y andábamos un montón de cuadras. Tú dirás que eran unas pocas. Yo le pedía no sé a quién que no soltaras mi mano mientras me decías algo sobre que hay que mirar para lado y lado antes de cruzar la calle y yo te quería más que al recreo y odiaba a esas monjas alemanas que nos decían guten morgen al entrar.



Tantos años más tarde, me volverías a tomar de la mano. La noche del 14 de septiembre cuando me paré a hablar en la Universidad de Nueva York sobre mi hermana, María Cecilia, y su marido, Guillermo Tamburini. Sentí tu respiración en mi cuello mientras me acariciabas la espalda, mi espalda que siempre me duele. Estabas entre agradecida y sorprendida por lo que iba diciendo. La sala estaba llena y el silencio era profundo. Detrás de mí, la pantalla mostraba tu foto de niña con tu pelo rubio y tus manos cruzadas sobre tu falda, tu vestido de terciopelo azul y cuello de encaje blanco. Y luego tú con Willy en la orilla de algún mar. Otra foto de la familia, en un parque de Santiago a fines de los 50 y yo, la más pequeña, con ojos de asombro. Mariana no había nacido aún. La memoria desordenada en el tiempo, color sepia.



Con tu ayuda esa noche me armé de valor, aclaré la garganta y, salvo un quiebre leve en el tercer párrafo, leí mi texto con voz firme y resuelta. Por dentro, sangraba. Recordé cómo ambos habían sido secuestrados del departamento de la calle Córdoba 3386, cuarto piso, en Buenos Aires, en la madrugada del 16 de julio de 1976. Hablarlo, ponerlo en palabras, fue muy aliviador, sanador. Perdóname, no quise ser indiscreta ni violar nuestra privacidad pero tienes que entenderme, necesitaba hablar, necesitaba escucharme, necesitaba que supieran. Y necesitaba que tú supieras que no te he olvidado, que lo recuerdo todo, que mi memoria está fresca como ayer y antes de ayer y que sólo nuestras fotos se han teñido de sepia. Porque después de muchos años, voy lentamente quitándome las telarañas de silencio, de inercia, en la cual me sentí entrampada durante tanto tiempo. Poco a poco me he ido liberando de la sensación de culpa, de esa idea loca de que quienes debiéramos sentir verguenza o pudor o algo parecido somos nosotros, las familias de las víctimas, de los caídos, y no ellos. No sé bien quiénes somos los nosotros y menos sé quiénes son los ellos.



Nadie lo dijo así, claro. Nadie dijo que mejor no digan nada, no se sientan mal, no hagan olitas y la procesión va por dentro. Pero hoy me doy cuenta que eso estaba en el aire. En el país, incluso en la familia. Ya no más. En Nueva York lancé mi primer aullido público, mi primer grito y gemido. Y lo seguiré haciendo, con todo el dolor que pueda cargar, frente a quien me quiera oir. O leer. Porque sólo tengo la palabra y la memoria. Tanto dolor descoloca. Cuesta abrazarlo, lavar la herida del otro, cuesta más limpiar la propia.



Quedamos mudos, torpes, con nuestras bocas cerradas en una mueca rara y las manos de barro y a veces sonrío con tanta tristeza que mis labios se secan como en los peores días de invierno. Eso les sucedió a mis padres, es decir, a los nuestros, una vez que desapareciste. No es que la vida no volvió a ser la misma, como dice la gente. La vida no volvió a ser. A mi madre se le quebró la voz para siempre. A veces, cuando quería respirar profundo, se le escapaban unos sollozos que despertaban a mi hija recién nacida, Catalina. Mi hija. No tuviste tiempo de conocerla, de tomarla en brazos, de darle un beso. Te gustaría mi hija, hermana mía. Linda por dentro y por fuera, como eras tú. Un tornado, un huracán, como eras tú. Un remolino con dos piernas largas, una melena al viento. Pero, quién sabe, tal vez la conoces, la has visto caminar por las calles de Washington o de Santiago, tal vez escuchaste su risa gruesa, capaz de despertar a los muertos. Se parece mucho a ti, también a mí y a sí misma. Suelo decir, medio en broma, medio en serio, que tengo una hija activista.



-¿A quién habrá salido?- preguntan mis amigos.



Yo me sonrío de nuevo y pienso en ti. Mi hija no se pierde protesta, pega carteles, enciende velas, reparte volantes, ve los debates, apoya candidatos, defiende sus ideas y grita consignas. Es activa y activista. Le importa el mundo, le interesa de verdad la gente, traga ideas y mastica noticias, discursos y declaraciones. Pura vida.
Ella sabe de ti y, sin decirlo, también te extraña.



¿Nuestro padre? ¿Quieres saber de él? ¿Lo ves, lo sigues desde dónde estás? Perdón, ¿dónde estás? Un día abrió un libro y el olor a polvo y tabaco de las páginas ya no estaba. Entonces supo que se había quedado más solo que nunca, con las manos vacías y el corazón lleno de angustia, de pura memoria. Entrampado en su dolor. Habría querido que no se enterara de lo que vino después. Incluso habría querido que tú no hubieras sabido pero difícil porque tú siempre te enterabas de todo. Llegó el día -no hace mucho- en que nos tocó ver cómo esos buzos se sumergieron en las aguas frías de la costa de Quintero y salieron a la superficie con unos rieles de hierro, pesados, mohosos. Fueron varios y sospecho que no serán los últimos. Hacía frío, era septiembre, mes de la patria, y el viento soplaba fuerte. Entonces pensé en ti. Se me escaparon unos sollozos muy similares a los de mi madre, nuestra madre. Y cuando el juez dijo lo que no queríamos escuchar, cuando confirmó nuestras sospechas y entendimos que los detenidos desaparecieron bajo el mar porque sus cuerpos fueron atados a esos rieles, pensé en ti. No pude atajar mi llanto. No pude contener mi pena, mi rabia la puta que lo parió y me sumergí en mis propias aguas de tristeza, de memoria queda, allá, al fondo de mi propio mar, el mío, el que nadie conoce. Ni siquiera tú.



Un sábado por la mañana, el juez entró a la casa del dictador, del asesino, y lo interrogó durante una hora sobre su participación en la Operación Cóndor y él contestó seis preguntas, después de aclarar que la operación ésa no era problema de él. De nuevo, pensé en ti. Y ya no más, dijeron sus abogados, no ve que le cuesta respirar y está agripado, se cansa, no puede mantenerse sentado, no tiene memoria pero así y todo contestó con dignidad de soldado. Rogué no sé a quién, a Dios, a alguien que me escuchara, que tú no estuvieras viendo, que no supieras, hermana. Pero no, sabía que estabas siendo testigo. Como yo, como tantos. Yo acuso. Acusamos. Te enteraste. Y escuchaste cuando el juez le preguntó si él había dado las órdenes para las detenciones, interrogatorios, torturas o desaparecimiento forzados de personas. Y él respondió que cómo se le ocurre, que él era Presidente de la República, que no le iban a informar de esas cosas chicas, que a él le informaban de cosas grandes, como el tema de la seguridad nacional y Argentina. No tenía tiempo para ocuparse de menudencias, Ä„no ve que para eso estaban los mandos medios!



Entonces pensé en la gente que se enjuaga la boca con el perdón y la reconciliación y la necesidad de dar vuelta la hoja mientras levanta la copa en el cóctel de rigor y las palabras caen del aire como bolas de fuego en una magistral proeza circense que se cierra con un brindis. Sentí náuseas y en vez del llanto me inundó el vómito. Quise compartir contigo mi tristeza, mi vómito, mi rabia, lavar mis heridas, escupir la hiel, pararme de nuevo. Quise saber si a ti también te dieron arcadas mientras leías la declaración del dictador, si te refugiaste en tu propio mar, no el océano al que te arrojaron desde un helicóptero esa noche de invierno sino ése que es tuyo, de aguas tibias, calmas, con el sol que se desliza por la cresta de la ola y las gaviotas que hacen piruetas cuando se levanta la espuma. Quise saber si la mentira te duele, si la barbarie te hiere, si todavía puedes llorar y extrañar a los ausentes. Como tú, quise saber, comprender por qué tú ya no estás, por qué me dejaste sola, por qué soltaste mi mano.



Pero no soy la única que quiere entender. No sé por qué te lo cuento porque ya lo debes saber pero el año nuevo arrancó muy bien porque esta semana, precisamente, el dictador fue notificado en su parcela de Los Boldos de su arresto domiciliario y procesamiento como autor de nueve secuestros y un homicidio calificado en la llamada Operación Cóndor. Sus voceros dijeron que había firmado lo que correspondía, con altivez y el entusiasmo de un soldado. Te lo cuento y no lo creo. No, ni tú ni Willy están entre los casos pero está bien, sabes, lo importante es que ya no hay vuelta atrás y el dictador está tan solo en el mundo que ni sombra tiene ya y nadie en su sano juicio le cree su amnesia falsa.



También quiere entender por qué de pronto cambió el libreto y las cosas no están resultando como lo tenía pensado. Las hojas de Chile se están moviendo y él no lo sabe y parece remota la idea de esperar la muerte en su cama tibia, rodeado de su familia, con una sonrisa de misión cumplida en los labios. Poco promisorio se le presenta el mañana porque ahora resulta que no puede conciliar el sueño y en sus noches de insomnio no cuenta ovejas sino cadáveres. Cientos y miles se amontonan a los pies de su cama, a los costados, en la cabecera, entre las sábanas, frente al espejo. Son los caídos bajo la tortura o lejos en el exilio, los que no pudieron más y se suicidaron, los arrojados al mar y los enterrados en el desierto, los guardados vivos en los hornos de cal, los de las fosas comunes, los que nunca supieron de fuga ni enfrentamiento alguno, los quemados vivos, los secuestrados, los enemigos, los terroristas, los antipatriotas. La verdadera demencia puede resultar inevitable. Quizás. Pero ése ya no es mi problema, como diría él.



Yo sólo quiero pensar que tú estás muy lejos, hermana mía, lejos de la noche y el dolor. Lejos del olvido. No sé dónde, no importa porque ya nadie te puede tocar, empujar, humillar, maltratar, torturar. Nadie, nunca más. Estás a salvo, apañada en mi abrazo, clavada en mi memoria, acurrucada por el ruido de las olas de tu mar, con tu sonrisa dulce y tu alma en paz.



Odette Magnet es periodista (Washington, 4 de enero de 2005).


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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