Publicidad

Atentado cultural en el Cusco


Dos jóvenes chilenos están siendo procesados por haber pintado un graffiti, el 29 de diciembre en un muro incaico. Sobre un muro de mil años de antigüedad pintaron un dibujo ejecutando una técnica de pintura, entiendo, nacida en el Norte rico. Más allá que esperamos que no sean condenados a sufrir lo indecible en una cárcel peruana, creo que es momento para pensar cómo fue posible ese atentado cultural. No me parece sólo echarle la culpa al alcohol, instrumento por lo demás utilizado para subyugar en el pasado a las culturas indígenas, o a la imprudencia juvenil. Hay algo más profundo: el menosprecio del latinoamericano frente a lo propio.



El propio Simón Bolívar, que liberó un territorio cuatro veces más grande que el que ocupaban las trece colonias, parece caer en tal error. «Nuestra federación americana no puede subsistir si no la toma bajo su protección la Inglaterra.. Si nos ligamos a la Inglaterra existiremos, y si no nos ligamos perderemos infaliblemente…». Después nos lanzamos a los brazos de los franceses, o de los norteamericanos. Y así estamos.



¿Cómo es posible que nuestro Libertador tenga que recurrir al ejemplo británico, en circunstancias que la cultura maya había edificado una civilización que tenía 2.700 años cuando eclipsó? ¿Y qué decir del Imperio Azteca que edificó una ciudad como Tenochtitlan que fue admirada por Hernán Cortés y cuyo sólo mercado podía albergar a «sesenta mil ánimas»? ¿Y qué decir del Imperio incaico cuya capital acaba de ser estropeada por dos jóvenes chilenos?



El Imperio del Tavantinsuyu -las cuatro partes del mundo- tenía por capital el Cusco, es decir, el ombligo. Éste albergaba a 12 millones de habitantes cuando lo conquistó Francisco Pizarro. El Imperio de Tebas, en Egipto, contó con ocho millones de habitantes. Se extendía desde el norte de Quito hasta el río Bío Bío. Cuatro mil kilómetros y una superficie seis veces más grande que la actual Francia. Louis Baudin ha dicho «Jamás ninguna gran civilización de la antigüedad tuvo a su disposición medios tan reducidos. Desiertos de hierbas, de rocas o de arena, falta de agua en la costa, falta de calor en la meseta, escasez de animales, todo constreñía a una lucha perpetua al hombre que quería vivir y crecer». Y sin embargo construyeron un el Cusco a 3.700 metros de altura y Macchu Pichu 700 metros más arriba aún, sobre el Urubamba.



La base de su alimentación era suministrada por el maíz. Ningún cereal es tan rendidor como él y su tallo daba un forraje superior al del trigo europeo, para qué decir del arroz chino, la papa sudamericana o el mijo africano. El maíz, nuestro sabroso choclo, puede crecer a grandes alturas. Eso era una bendición para una población tan grande y que vivía en altos territorios, fríos e infértiles, como es la puna andina. Por eso el maíz es la planta sagrada del Nuevo Mundo. Ella es hija divina «del amigo de los hombres», bañada por el sol y regada por la lluvia. Los españoles se sorprendieron con la llama, la otra base de la economía de la meseta andina quichua. Por eso a veces la llamaron pequeño ternero y otros pequeño camello. Y era tal la importancia que desempeñaba en el Imperio Inca que un cronista dijo que «Dios proveyó a los indios de un animal que les sirve a la vez de oveja y de yegua, Él quiso que este animal no les costase nada, porque Él los sabía pobres».



Los quichuas adoraban la fuerza de la naturaleza y sobre todo al sol. El sol era el principio y fin del mundo; la luna era su hermana y su mujer; las estrellas, sus servidores; el Inca, el emperador, su hijo; el rayo, su maldición; la mama – cocha, su madre -tierra. La nobleza adoraba a Pachacámac, espíritu creador abstracto. Las familias y reuniones de familias – ayllu – veneraban a sus difuntos y a sus ancianos. Sin embargo eran tolerantes. Cuando se imponían sobre un pueblo, a los dioses locales se superponía la divinidad inca. Los ídolos de las provincias conquistadas eran enviadas al Cuzco, al Templo del Sol. En éste todos las divinidades eran adoradas, a condición de venerar también al sol.

Contaban con una cultura refinada cuya preservación y expansión era tarea de los amautas o sabios. Estos enseñaban ciencias profanas y religiosas. Los amautas estudiaban todo lo que era parte del conocimiento disponible de la época: matemáticas, astronomía, estadística, teología, historia, teología, poesía, música, cirugía y medicina. Componían tragedias y comedias e interpretan la ley. Formaban a la élite guerrera, religiosa y política. Durante cuatro años. El primer año estaba consagrada al estudio de la lengua; el segundo, al de la religión; el tercero, al de los quipos o método de conservación de la historia y del conocimiento útil; el cuarto, al de la historia. Se ha calculado que así se formaba una élite de cien mil personas.



Imperio formidable el Inca. Si los dos jóvenes chilenos lo hubiesen conocido no sólo lo hubiesen respetado con admiración, lo hubiesen amado y sentido como propio. Y sólo amando nuestras raíces, historia, naturaleza y cultura latinoamericana, nuestro continente podrá ser libre y desarrollado.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias