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La pesadilla del general López


Cuando abrió los ojos, lo primero que el anciano general Daniel López pudo ver fue la figura rechoncha e inconfundible de su fiel ayudante Máximo Gutiérrez, la que parada de espaldas a su lecho de enfermo, se recortaba perfectamente al trasluz del amplio ventanal, cuyos velos de mecían suavemente al compás de la suave brisa de la tibia tarde del domingo, de esa semana, ese mes y ese año completamente desconocidos.



El general parpadeó y apretó los puños mientras trataba de incorporarse sin lograrlo. Y no hizo falta alguna que Gutiérrez le viera ese gesto ni le dijera nada, para darse cuenta por sí mismo que venía despertando de un pesado sueño que había durado más tiempo de lo debido.



Unos minutos más tarde, después que su ayudante se hubiera sorprendido y emocionado con el sorpresivo regreso de su ex jefe al mundo de los despiertos, el viejo general supo que efectivamente hacía una pila de años que había estado inconsciente. Sumido en el reparador olvido y la ausencia total del coma profundo, tranquilo, negro y silencioso al que le había arrastrado un accidente vascular cerebral, acontecido justo mientras celebraba unos de sus incontables cumpleaños plagados de rancheras, arengas de homenaje y brindis en su honor.



¿Y mi esposa, donde está? Fue la primera frase que el viejo pronunció. Ella estuvo por acá hace un par de semanas, le respondió Gutiérrez, pero me han dicho que no ha vuelto a venir desde hace rato. Al principio, los primeros meses y años la señora venía a menudo. Después comenzó a espaciar sus visitas y las reemplazó por llamadas telefónicas para preguntar por su estado. Pero como siempre recibía la misma respuesta: » el general sigue sin novedad», creo que se fue cansando o resignando, hasta que prácticamente desapareció. Si le sirve de consuelo, quienes le han visto me han dicho que la señora, con todo respeto, está más cascarrabias e insoportable que nunca.



Lo mismo pasó con sus hijos e hijas, aunque ellos desertaron mucho antes que su esposa. Así es que después de los primeros meses de su enfermedad nunca más se aparecieron por acá, ni tampoco llamaron para interesarse por su estado. Se sabe que están todos peleados entre sí por cuestiones de plata. Una de sus hijas acaba de casarse por novena vez y lamento decirle que Daniel junior se metió nuevamente en líos, por lo que ha vuelto a caer en la cárcel.



Por lo que cuentas, sospecho que he pasado varios años en estado de coma. Pero te agradeceré que no me digas exactamente cuántos han sido, dijo el general, mientras luchaba por aparentar frialdad y compostura frente al vómito de malas noticias sobre sus familiares que acababa de escuchar de boca de Gutiérrez.



Te parecerá extraño, mi viejo amigo, pero yo me siento igual como si viniera despertando del sueño de una noche cualquiera. Hasta tengo hambre y sed, así es que ordena a alguno de mis escoltas que me traiga algo de comer, bramó el general con la particular voz que le era conocida y como en los viejos tiempos.



Me temo que eso no será tan fácil, musitó Gutiérrez como pidiendo excusas de antemano, mientras sentía cómo comenzaba a apoderarse lentamente de su organismo el miedo reverencial que el anciano ahora postrado le había inspirado en los casi treinta años en que había estado a su servicio.



Sucede, señor, que le retiraron la escolta de seguridad, hace como seis años a la fecha. La institución consideró que ya no le hacía falta protección, si me permite decirlo, porque llegaron a la conclusión que era muy improbable que alguien quisiera causar algún daño y mucho menos tratar de matar a una persona que ya estaba muerta. O que al menos parecía estarlo, o efectivamente lo estaba para todos los fines prácticos de la vida verdadera.



Incluso puedo decirle que se comenta que algunos turistas de visita en el cementerio general, solo por curiosidad supongo, preguntan por la ubicación de su tumba. Y cuando les dicen que no hay tal tumba puesto que usted no ha fallecido, se sorprenden mucho y se niegan a creer que esté realmente respirando todavía en alguna parte.



Así es que usted, mi general, se ha pasado su largo estado de coma, que más parecía un punto final profundo y definitivo, casi siempre solo y abandonado en esta habitación. Salvo por algunos pocos de nosotros que de vez en cuando pasamos a darle una mirada. O por las enfermeras que vienen cada ciertas horas a ver el funcionamiento de las máquinas a las que lo tenían conectado, o para bañarlo. Cosa que a juzgar por el aroma reinante parece ser que hace rato que no hacen.



En cuanto al desayuno, no estoy muy seguro que se lo pueda conseguir muy fácilmente. En especial, porque hace mucho que no se paga la cuenta del hospital, la que parece ser la razón por la cual desde los médicos hasta las auxiliares lo basurean y ningunean siempre que pueden. Sin ir más lejos, una vez escuché a unas enfermeras burlarse de usted y de su estado comatoso, opinando que sería mejor que usted se muriera de una buena y verdadera vez, para poder ocupar la cama con alguien con alguna esperanza de sobrevivir.



Bueno, dijo el general en tono ladino, pareciendo súbitamente recuperar el ánimo con alguna ocurrencia. Esto último al menos no debiera ser problema. Te puedo contar, mi buen Gutiérrez, que tengo unos cuantiosos ahorros guardados a buen recaudo para eventuales tiempos difíciles como parecen ser estos. Así es que esos billetes nos devolverán a todos el alma al cuerpo debilitado. Por lo que me cuentas, supongo que mis rapaces parientes no han podido echar el guante a esos recursos, así es que me pondré manos a la obra rápidamente para recuperarlos.



Si yo fuera usted no contaría con eso, mi general, le retrucó Gutiérrez, en un tono que no dejaba lugar a dudas. Fíjese que poco después que usted cayera en coma sus enemigos, que eran muchos y poderosos, le cayeron encima y comenzaron a hurguetear por aquí y por allá en sus cosas personales, hasta que descubrieron unas cuentas gordas y secretas de su propiedad en bancos extranjeros.



A pesar de que algunas de ellas estaban a nombre de un tal Augusto José, de cuyo apellido ahora mismo no me acuerdo, no tardó en comprobarse que en verdad eran suyas y correspondían, o al menos así se dijo, a platas mal habidas o de dudosa procedencia. Así es que moros y cristianos aplaudieron cuando el juez, junto a Impuestos Internos, procedieron a incautar sus haberes, junto con todos sus otros bienes. Así es que lamento decirle que actualmente usted, mi general, no es propietario de absolutamente nada. De modo que ya no tiene ni parcelas de agrado, ni vehículos, ni casas, ni departamentos, ni depósitos a plazo, ni cuentas bancarias en dólares, nada de nada. Todo se escurrió por el water. Ni siquiera tiene usted donde caerse muerto, mi general, si me permite que se lo diga de ese modo tan directo y en estas circunstancias.



Dicho con todo respeto, creo que la cuestión de las cuentas secretas fue lo que terminó por alejar completamente de su lado a sus amigos, siguió relatando Gutiérrez, mientras el general lo observaba con los ojos desmesuradamente abiertos y la barbilla caída sobre el pecho.



Los primeros en hacerle la desconocida fueron los políticos de derecha y ciertos empresarios, con todos los cuales usted fue muy generoso mientras estuvo al mando. Estos venían desde antes tratándolo con indiferencia y poniendo caras de «yo no fui» o de «a mí que me registren». Hasta que llegó un momento en que casi todos apretaron cachete lejos y en tropel.



Ocurrió que hace unos años el gobierno ordenó hacer un informe sobre los fulanos que estuvieron presos durante su régimen autoritario, y que dijeron haber sido torturados. Ni le cuento la escandalera que se armó. Aprovechándose que usted estaba en coma y no podía decir ni pío, y mucho menos defenderse, todos sus ex colaboradores civiles se lavaron olímpicamente las manos, como verdaderos Judas, diciendo a coro que nunca supieron nada y lo culparon a usted exclusivamente de todo, mientras proclamaban a los cuatro vientos sus totales y completas inocencias e ignorancias.



A poco andar, algunos de los más osados y tránsfugas, incluso comenzaron a tratarlo como el ex dictador, el tirano depuesto y cosas por el estilo. Así que no hay que extrañarse de que muchos de estos personajes que un día le juraron lealtad eterna e incondicional se hicieran los lesos y miraran para el techo cuando apagaron la Llama de la Libertad, esa misma que se inauguró con tanta pompa y ceremonia prometiendo que ardería por los siglos de los siglos. El caso fue que un día cualquiera llegaron los operarios de una constructora, y sin decir agua va, sin bandas ni discursos, ni salvas al aire, cerraron la llave del gas y se acabó la cuestión



¿Y la fundación que lleva mi nombre, inquirió el general, apesadumbrado? La Fundación ya no existe desde hace años. Ahora funciona en la casa un hogar para ancianos desválidos. Antes de eso, sus integrantes fueron desalojados varias veces por la fuerza pública por no pagar el arriendo ni las cuentas de servicio. Felizmente cuando pasaron estas cosas vergonzosas ya casi nadie la visitaba. Todo se acabó definitivamente cuando un día un miembro del directorio colgó en el frontis un lienzo con una leyenda que decía «Si tocan a algunos de mis hombres, se acaba el estado de derecho». No sé que habrá querido decir el gallo con esa frase, aunque dicen que el señor estaba algo mal de la cabeza. Quizá por eso mismo después de hacer eso, el caballero apagó la luz y cerró la puerta por fuera. Luego sacó una muñeca que llevaba en el maletín y comenzó a peinarla enérgicamente. Me han contado que este señor esta ahora recluido en Punta Peuco, cuyas instalaciones llevan a la fecha como diez ampliaciones sucesivas.



A propósito de la famosa llama ahora apagada, le cuento que precisamente hace pocos días atrás la Presidenta de la República inauguró las nuevas obras en ese sector del barrio cívico, el que ha sido completamente remodelado como ofrenda al bicentenario de la patria.



¿La Presidenta de la República has dicho, o te escuche mal? No, general, escuchó perfectamente. Es que todavía no había tenido ocasión de contarle que tenemos una Presidenta, que es la señora Michelle Bachellet, la que según leí en alguna parte, es hija de un colega suyo ya fallecido, o algo así.



Ä„Pero que dices insensato, chilló el general. ¿Qué es eso de la presidenta Bachelet? ¿Tratas acaso de volverme loco con esta sarta de malas noticias?



No, general, solo estoy tratando de ponerlo al día de lo que ha ocurrido en el país durante su largo sueño. Y no se enoje conmigo que yo no tengo la culpa de nada. Creo que tampoco le gustará oír que la señora, además de mujer es socialista. Como lo fue también su antecesor en el cargo, el presidente Lagos, de quien doña Michelle fue nada menos que su ministra de Defensa.



Ä„Una mujer socialista como ministra de Defensa y ahora como presidenta de ChileÄ„ dijo el general como atragantado con sus propias palabras. Ä„Este país se ha vuelto completamente locoÄ„ Pero aguarda, ¿dijiste el presidente Lagos? Supongo que no te estarás refiriendo a Ricardo Froilán.



Al mismo me refiero, exclamó el fiel Gutiérrez con aire casi triunfal. Bien conozco que a usted nunca le simpatizó el hombre, tanto que una vez hasta lo metió a la cárcel. Pero le repito lo que dicen casi todos y hasta yo mismo pienso. El gallo hizo un gran gobierno, tanto que si la Constitución lo hubiera permitido, hasta lo hubiésemos reelegido como presidente por aclamación popular.



A propósito, le contaré que tenemos una nueva Constitución. A la anterior le hicieron tantas reformas, le pusieron tantos parches y remiendos que la convirtieron en un mamarracho inservible. Así es que un buen día tirios y troyanos estuvieron de acuerdo en derogarla y en hacer otra.



Pero volviendo a lo que le estaba contando, creo que don Lagos lo hizo tan bien como presidente que le va a alcanzar hasta para estatua. Así es que no sería raro que alguna vez viéramos su estampa en bronce, dedo en ristre, muy cerca de la estatua de Salvador Allende. Allí mismito en la Plaza de la Constitución.



¿Me estás diciendo que hay una estatua de Allende en la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda? Así es, general, y eso no es todo. Un poco mas allá hay también una estatua de Eduardo Frei Montalva, y frente a la Catedral, una del cardenal Silva Henríquez, otro de sus archienemigos, cuyo rostro, por cierto, aparece además en las nuevas monedas de 500 pesos.



Ahora si quiere que le haga un resumen de la situación, sin entrar en más detalles, éste sería mas o menos el siguiente. Usted está más solo que un dedo. No tiene familia, ni amigos, ni aliados ni admiradores. Tampoco tiene plata, ni propiedades ni influencia. No tiene poder, ni prestigio alguno. Ya nadie le recuerda ni le teme, y si acaso usted logra inspirar algún sentimiento, es el de indiferencia, cuando no de simple lástima. Todas las personas e ideas que usted combatió en vida hoy gozan de respeto y consideración. Y en cuanto a sus enemigos, usted representa tan poco para ellos que ni siquiera se molestan en mencionar su nombre.



Al final, usted, mi general, en verdad ya no existe ni siquiera ni en el recuerdo, el odio o el rencor. Y si yo fuera usted, en vista de las circunstancias, dejaría las cosas tal y como estaban hasta antes que despertara de su largo sueño.



El viejo general había enmudecido y su avejentado rostro no reflejaba sentimiento ni expresión alguna. Cerró los ojos y se quedó en silencio un largo rato. Hasta que de pronto, como quién llega a una conclusión meditada y categórica, se incorporó un poco y emitió su última y postrera orden. El último de los incontables veredictos que le tocaría emitir en su larga y mandona vida militar.



Gutiérrez, le agradezco su dedicación, su charla y su consejo. Pero ahora debo ordenarle dos cosas. La primera, que se olvide del desayuno y sobre todo, que considere que esta conversación jamás tuvo lugar, por cuanto yo jamás nunca desperté de mi letargo. La segunda, es que se vaya, me deje solo y no regrese jamás. Me siento muy cansado y necesito seguir durmiendo. Dígale a las enfermeras que no admitan visitas y que no traten de despertarme por ningún motivo. Que me dejen dormir en paz, por lo menos por los próximos cien años. Ahí veremos que se hace.



Carlos Parker Almonacid es cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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