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La manzana de Evo


No es precisamente el paraíso que pinta el cristianismo el espacio de acción del nuevo Presidente de Bolivia, cuya oratoria directa recreada en cientos de manifestaciones populares, constituyó la primera diferencia marcada en su discurso de asunción al cargo en una histórica ceremonia signada por la solemnidad que augura un nuevo tiempo.



El rescate de la diferencia, la riqueza del multiculturalismo desplegado en la dimensión de lo que efectivamente representa, así como el desplazamiento del rito tradicional de los cambios de mando, habitualmente pomposos y vacíos en la reiteración de frases hechas o movimientos ya ensayados, marcaron el primer día de quien emocionado se apronta a cambiar los destinos de su pequeña nación.



Con Evo Morales se instala un estilo de ejercicio del poder que trasciende al tipo de ropa que viste, y que si bien se adivina en las formas, apunta a trastocar la esencia misma de lo que tradicionalmente conocemos.



Porque sin duda estamos ante un liderazgo que hoy cuenta con más del 70 por ciento de popularidad, validado en los movimientos sociales y en una ciudadanía que cerró en las narices de la elite política tradicional las pesadas puertas del Palacio Quemado.



Cuestionando el modelo neoliberal, fustigando su secuela de miseria y exclusión, particularmente con el 62 por ciento indígena que conforma la mayoría de la población boliviana, el discurso de Evo, improvisado y con citas en quechua y aymara, apunta a los ocho millones de bolivianos pero también a los casi 200 millones de pobres que habitan en América Latina.



En un continente de humillados y excluidos, en el que las democracias representativas entran en crisis cada tanto renovando los nombres pero no los intereses de las elites que las sostienen, liderazgos como el del actual Presidente de Bolivia no pasan desapercibidos.



Sobre todo cuando dicho país está ad portas de protagonizar un verdadero cambio cultural que se apoya no sólo en la figura de un indígena que asume la presidencia sino en las políticas innovadoras en el plano político, social, económico y cultural que dicha figura enuncia como plan de Gobierno.



Pero este contexto no representa precisamente el paraíso para Evo. En el plano interno, deberá responder a las demandas de su pueblo, y en el externo a los prejuicios de quienes lo ven como catalizador de una América Latina en su versión roja.



Más aún, cuando de por medio existe un mar de chauvinismo que se encrespa con los prejuicios e intolerancia de amigos y vecinos.



Para quien ha habitado el infierno donde viven los excluidos, el paraíso es una quimera. Un lugar vedado para los 200 millones de latinoamericanos que viven casi en la miseria y al que se puede acceder no sólo invocando a Dios y la Pachamama o rindiendo homenaje a Manco Inca, Tupac Katari o al Che Guevara.



Por ello todo indica que Evo está dispuesto a morder la manzana sabiendo que sólo un cambio real y no cosmético podrá lograr que por primera vez las puertas del paraíso puedan abrirse para los millones de hombres y mujeres que él representa.



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Faride Zerán es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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