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Chile o el asilo contra la justicia

Navia, con sus acusaciones escolares, no hace sino sumarse voluntaria o involuntariamente a las filas de observadores sospechosos muy preocupados de que la justicia se haga bien, pulcramente, pero cuyo morboso empeño ulterior es que la justicia no se haga.


El debate reciente, generado por las revelaciones vertidas por el politólogo Patricio Navia en su columna de la revista Capital acerca de los dichos supuestamente improcedentes del juez Juan Guzmán en un congreso latinoamericanista en los Estados Unidos, y los graves acontecimientos acaecidos en el ámbito de la justicia en las últimas horas nos obligan a reflexionar una vez más sobre el estado de esa cuestión.



Primero, nuestra aproximación al tema es sociológica y se basa en la filosofía de la práctica, en el estudio del hacer y no en los grandes principios que a menudo se invocan cuando se habla de justicia.



En este sentido, las acusaciones de Navia contra Guzmán no sólo son antojadizas sino irrelevantes. Navia acusó al juez, primero, de solidarizarse con las víctimas y, segundo, de emitir opiniones políticas en un foro supuestamente público, como es un congreso de académicos.



A Navia le preocupan la «imparcialidad del juez», que Guzmán supuestamente quiebra al respaldar a las víctimas; el «debido proceso», que recomienda prudencia y cautela a la hora de emitir opiniones sobre procesos en curso, cuestión que aparentemente el juez obvia en tierras extranjeras; y en último lugar, que éste se inmiscuya en política, al referirse presuntamente a que el Gobierno de Lagos busca poner el punto final a los casos por violaciones a los derechos humanos. En fin, unas acusaciones que la defensa de Pinochet recibió en bandeja de plata en favor de sus miserables oficios y utilizó fallidamente para hacer, precisamente, lo que acaba de intentar en el caso Riggs y de lo cual es consumada experta: que el juez Sergio Muñoz se inhabilite.



Pinochet resume precisamente la práctica de los inculpados en las causas de derechos humanos: su estrategia ha sido desde el principio, y podemos remontarnos hasta su arresto en Londres, la falta de cooperación en las indagaciones, el forcejeo paralizador de diligencias y la dilación de los procesos.



En buenas cuentas, lo que Pinochet y muchos otros implicados en los crimenes ocurridos durante la dictadura han venido haciendo sistemáticamente es empantanar los procesos no por la vía de las pruebas o la demostración de inocencia sino por el expediente del reclamo formal o procesal. Cuando se los ha invitado a dar información, la han soltado a regañadientes, de mala manera, de forma incompleta o simplemente han guardado silencio al tiempo que su defensa arma un aparato de desmantelamiento formal de los procesos.



Los ministros en visita y de fuero y los jueces ordinarios y de dedicación exclusiva han debido pasar, como si del sacramento de la confirmación se tratase, por más pruebas de blancura y pureza que los mismos imputados, que deberían en teoría quedar a su resguardo y amparo, contribuyendo a que los que se sienten al banquillo sean los jueces y no los inculpados. Navia, con sus acusaciones escolares, no hace sino sumarse voluntaria o involuntariamente a las filas de observadores sospechosos muy preocupados de que la justicia se haga bien, pulcramente, pero cuyo morboso empeño ulterior es que la justicia no se haga.



El funcionamiento del aparato de desmantelamiento formal de los procesos, que fue la respuesta que la defensa de los imputados dio una vez que jueces como Guzmán sortearan el campo minado de las leyes de amnistía, se ha cobrado nuevas víctimas en personas ya harto maltratadas: familiares de detenidos desaparecidos, de asesinados, y torturados.



Estas personas debieron mantener en marcha el motor de los procesos sin contar con el apoyo orgánico de un Ministerio Público, batallando diariamente contra un statu quo judicial, personificado en magistrados herederos de la dictadura, remoras de un sistema jurídico que interpretó las leyes y falló los recursos casi incondicionalmente en favor de los imputados, que en la práctica les decía y repetía que se resignaran, que se volvieran a casa rendidos, que era mejor olvidar.



Los imputados, por su parte, continuaron guardando sepulcral silencio o hacían institucionalmente amagues de cooperación en mesas de diálogo mientras la máquina de su defensa seguía interponiendo recursos, inoculando la justicia con más somníferos y calmantes que los ya prescritos con anterioridad por las leyes de amarre. ¿Qué valor puede tener el calculado mea culpa institucional del comandante en jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, hecho horas antes de la entrega del informe sobre prisión política y tortura al Presidente de la República por parte de la comisión nacional homónima, cuando los militares acusados continúan empecinados en obstruir la acción de la justicia y persisten en mantener silencio?



Es recién en los últimos cinco años que la democracia ha calado en el sistema judicial y el poder de los magistrados del «Libro negro de la Justicia chilena» ha sido felizmente horadado, gracias en gran parte y, paradójicamente, al buen éxito de un puñado de procesos judiciales emblemáticos y a la marcha normal de las instituciones en democracia.



En otras palabras, la justicia debe su mejor futuro al pasado más conflictivo. Es una deuda que el Estado chileno mantiene con los cientos de querellantes y abogados de derechos humanos que continuaron empujando cuesta arriba los procesos y con jueces como Guzmán, Juica, Muñoz y unos pocos otros más que consiguieron llevarlos hasta sus últimas consecuencias, no importando si con ello debían conseguir la rescisión de fueros extraordinarios ilegítimos o meter las narices en la jurisdicción militar.



Cuán prestos se han sumado algunos notables al triunfo puntual de la justicia, que es el garante de aquello que los nutre y sostiene, mientras han dado la espalda a las víctimas cuando han podido o han desalentado sus causas para apaciguar ejercicios de enlance, «tanquetazos» y cobardes bravuconerías marciales. ¿Habremos de recordar otra vez la «historia oculta de la Transición» durante la administración de Aylwin y sus pactos secretos o la indecorosa actuación del Gobierno de Frei Ruiz-Tagle, tan diligente a la hora de silenciar a los medios de información cuando éstos nos recordaban los crímenes cometidos por la dictadura militar?



No obstante, estos pequeños triunfos, que ya han causado suficientes dolores de cabeza en círculos políticos y militares y que han contribuido paradójicamente a asentar los estamentos institucionales de la república en el lugar que les correponde, representan tan sólo un pequeña fracción de los procesos.



El presidente de la Corte Suprema, Marcos Libedinsky, nos acaba de recordar el estado de la justicia en su oscura ordenanza de la pasada semana, la cual prescribe cerrar administrativamente las causas por derechos humanos en un plazo de seis meses. De los 356 procesos en tramitación, apenas 33 han sido elevados a plenario y sólo en ocho se ha dictado sentencia definitiva. La relación de Libedinsky es una radiografía que muestra simplemente que aún no se ha hecho justicia.



Todos los horrores infernales de la dictadura apenas se ven representados en 356 procesos y sólo ocho de ellos han concluido, lo cual constituye el escamoteo perfecto obrado por el molino de la dilación puesto en marcha por los inculpados. Y de otro lado está el Gobierno, que primero impide que los querellantes usen el acervo del informe sobre prisión política y tortura diciendo que ésa es tarea de la justicia y acto seguido congratula al pleno de la Suprema por anunciar el cierre administrativo de las causas. Se trata, en principio, de una antirreforma procesal.



El peso de la prueba bajo el antiguo sistema en el que se conducen estos procesos reclama que sean los imputados los que demuestren su inocencia. Estos no sólo no la han probado sino que han usado cualquier recurso en su favor y a su alcance para detener o entorpecer los procedimientos. Son ellos los que deberían ser castigados.



Las palabras del director para América latina de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, condensan la ignominia que supone la contrarreforma: «nadie puede aprovecharse de su propio dolo». Si el cierre administrativo de los procesos implica que nuevamente el peso de la prueba quede con los querellantes, asistiremos en conjunto a una farsa de grandes proporciones que convertirá al país en el siniestro circo que fue durante el gobierno espurio de los militares. Chile como simulacro de justicia, que no como copia feliz de ella.



Por lo expuesto arriba, uno podrá quejarse del juez Guzmán, rasgarse las vestiduras, como lo hace Navia, al escuchar su dictum político de que el Gobierno del presidente Lagos busca el punto final a tanto entuerto judicial, como si la cantidad, dificultad y lentitud de los procesos fuera culpa de los querellantes o, peor aun, de los muertos; uno podrá estar, con razón y derecho, en favor del procedimiento justo, pero uno debería estar siempre con aquellos que han hecho justicia, pura y simple justicia.



¿O es que acaso podemos llamar justicia a ocho casos debidamente fallados de un total de más de trescientas causas? Parafraseando el dicho popular: la peor justicia es siempre la que no se hace. Guzmán, uno de los más nobles emblemas del antiguo sistema procesal, y todos los jueces como él nos podrán gustar o no, podremos sentir o no repulsa por sus opiniones o dichos, pero debemos reconocerles que, pese a todas las dificultades que han encontrado, que no han sido pocas, nos han dado a todos nosotros y al país la justicia que éste necesita para su desarrollo. Ojalá no haga falta escribir en el futuro cercano «la Historia oculta de la Transición de Lagos».





Arturo Escandón es periodista y profesor universitario. Autor de la monografía Censura y liberalismo en Chile a partir de 1990, Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad Nanzan. Reside en Osaka, Japón.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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