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Por norte el desierto


No es febrero tiempo para escribir crónicas políticas. Por el contrario, es momento de salir de la polis para encontrarse con ese Chile que hemos olvidado en el tráfago cotidiano de nuestras vidas citadinas. Parto pues con mi familia, en un auto cargado de enseres y buenos deseos, a conquistar de nuevo el norte de Chile. Ingresaré al Desierto de Atacama, el más seco del mundo. Ese que enfrentó Don Pedro de Valdivia. Si hay rotos chilenos es por culpa – ¿gracias a..? – de esas tierras. Pues roto viene de astroso, rotoso o parchado. Así nos veían llegar al Cuzco o Lima durante la larga siesta que fue la Colonia. Los ricos españoles del Virreinato del Perú nos miraban con compasión cuando los conquistadores de Chile regresaban de la travesía del desierto. Luego la palabra fue sinónimo, era que no, de valentía y esfuerzo extremos.



Desde los tiempos de los Incas que Chile enviaba tributos de oro y plata al Perú. Desde esos tiempos lejanos el pampino es el cateador, el vagabundo de la soledad e hijo del silencio. Cerro adentro descubrió salitre, plata y cobre e hizo rico a nuestro país. El salitre es hijo de la plateada luna como el cobre es criatura de la Isla de Chipre o Cyprium, donde el hombre descubrió por vez primera al «feto de astros». Diego de Almeida, Onofre Bunster, Antonio Moreno, José Santos Ossa son parte de esta epopeya. Andrés Sabella hacía de «Razón y voz de los minerales» reclamando que Chile no ha hecho justicia con su Desierto de Atacama, mar sumido en el misterio que es apenas tocado por el minero, verdadero marinero de la fortuna.



Con el cobre de Chuquicamata herró don Diego de Almagro; Juan Godoy nos regaló la plata de Chañarcillo y Juan López, fundador de Antofagasta, fue buscador de guano. Por eso Andrés Sabella reclamaba a través de un mítico Luis Olave «enseñan que en el tricolor de la «rotada», el rojo representa a la sangre de los héroes de la Independencia: ¿por qué no enseñar más fuertemente que soy yo, el cobre chileno, el que flameo en las banderas de la patria? ¿Por qué no afirmar que el blanco no es nieve, sino puro nitrato de sodio?….».



En esas pampas se alzaron las salitreras que fueron alimentadas por hombres del sur. Esos que llegaban cargados de sueños desde Chiloé, Valdivia o Concepción. La pampa fue para ellos una dura escuela, pero la llegaron a querer. Levantaron campamentos donde improvisaban sus lechos con cuatro tarros parafineros viejos, una calamina por sommier y cueros de vicuña y aspilleras por cobija. Las llamaban con cariño «patas de oso». Ahí «tiraban sus huesos», noche a noche. Los que escaparon de la muerte provocadas por el imprevisto estallido de la dinamita o del derrumbe fatal de las cuevas volvieron en barcos al sur. En los pueblos fantasmas que nos dejaron dicen que habitan las ánimas que vagan en las sombras, tiritando de frío en las noches, recorriendo los salares de día y rogando que alguien las rescates de tanto silencio y olvido.



Por cierto, el norte que quiero a mis hijos mostrar no sólo nos regaló al pampino y sus minerales. Además nos hace retroceder a tiempos inmemoriales. Pues Chile no nació en 1536 ó 1810. Para nada. Hace doce mil años atrás cazadores nómadas se establecieron en las quebradas, valles y oasis cercanos al gran Salar de Atacama. En Tulor, Beter y Coyo nacieron los primeros poblados de una cultura de San Pedro de Atacama o Likan – Antai. Esta cultura por miles de años hizo, junto con otras, petroglifos, pictografías y gigantescas agrupaciones de piedra que develaban figuras animales, humanas o geométricas siderales.



El padre Gustavo Le Paige nos enseñó a admirar esa cultura y sus momias, algunas anteriores a las de los propios faraones. En contacto con la milenaria cultura del Tiahuanaco los habitantes originarios del norte construyeron el pukará o fortaleza de Quitor. El año 1450 fueron invadidos por los incas o Hijos del Sol. Estos se apropiaron de Cobija, fundada por indios atacameños. Dice la leyenda que el Inca, cuando residía en las islas del Sol y de la Luna, en el lago Titicaca, recibía todos los días pescados y mariscos frescos que le traían sus grandiosos chasquis desde Cobija. Por sesenta años Chile se llamó «Coyasuyo», es decir la parte sur del imperio de los cuatro rincones. Don Diego de Almagro y Francisco de Aguirre sometieron a sangre y fuego el pukará de Quitor en 1540. El resto es historia conocida.



Chile es mucho más que Santiago reclaman seis de cada diez de sus habitantes. Pero Chile también es mucho más que su Valle Central. Internarse en los desiertos del norte, en las lluviosas selvas valdivianas o en las planetarias llanuras de la Patagonia nos recuerdan esa belleza que impresionó a los primeros hijos e hijas de esta tierra que hoy llamamos chilena. Legarles su conocimiento, amor y cuidado es parte de la herencia que debo intentar dejar en mis hijos. Entonces dejo de escribir y parto con mi familia con el desierto por norte y el amor por nuestra tierra inflando las velas de mi mecanizado e improvisado bergantín de verano.



Sergio Micco Aguayo. Abogado y cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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