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América Latina, tierra de naciones


América Latina era y es un continente gigantesco. «Pampas planetarias y ríos arteriales» lo surcaban. Una cordillera de Los Andes se elevaba a siete mil metros sobre el nivel del mar. Las selvas amazónicas sobrecogían, al igual que el silencio de la puna o la inmensidad abandonada de la Patagonia. El Océano Pacífico y el Cabo de Hornos asustaban hasta a los más aguerridos. Mas ese continente estaba ocupada por fieras culturas. Los cálculos van desde 11 millones a 30 millones de indígenas en México. El imperio Inca habría alcanzado entre 12 y 19 millones de habitantes más. A principios del siglo XIX, los blancos alcanzaban la cifra de 4 millones, pero los habitantes de toda América Latina alcanzaban más de 20 millones.



Contra esas poblaciones se alzó la inmigración europea. Gérard Bouchard relata que entre 1824 y 1924, llegaron a Latinoamérica 11 millones de europeos. Eran tiempos de convulsiones políticas y sociales en el continente europeo. Hambrunas no faltaban. Por otro lado, el Nuevo Mundo se aparecía como un crisol de naciones recientemente independizadas donde todo estaba por hacerse según los europeos. Así llegaron hasta 250 mil europeos por año entre 1890 y 1914. Argentina fue la mayor receptora (46%), seguida de Brasil (33%). Fue tal el influjo argentino que ejerció sobre españoles, judíos e italianos que en 1914 el 30 por ciento de la población de Argentina habían nacido en el extranjero. Sólo un 14 por ciento de los norteamericanos podían decir lo mismo en el año del inicio de la Primera Guerra Mundial.



Otro influjo vital fue el de los negros, importados de África en forma violenta para alimentar el sistema de la esclavitud. Se trata de 900 mil individuos durante el siglo XVI y 2,75 millones en el XVII. Un total de siete millones de individuos en el caso del conjunto del continente. Por cierto se trata de cifras aproximadas. Hay quienes calculan en 15 millones los esclavos negros traídos entre el siglo XVI y el XIX. Todo este infame tráfico habría alcanzado a 28 millones de personas, cuyas historias y culturas hoy día estamos arrebatando al olvido.



Los patriotas de 1810 abolieron la esclavitud, aunque Brasil llegó bastante más tarde a esta tarea de emancipación. En esta empresa de libertad Haití fue el primero, mucho antes de españoles, latinoamericanos, norteamericanos, portugueses e ingleses. Sea para ellos esa gran gloria y honor. Chile fue un adelantado en estas materias. En el edificio de la Intendencia de Concepción, que tomó el nombre de Palacio Directorial tras 1827, se firmaron, por mano de don Bernardo O’Higgins, el decreto que libertó a los esclavos; el decreto que declaró que, en Chile, no hay clases privilegiadas y mandó a sacar de los portales de las casas los blasones nobiliarios.



De estas naciones de oriundos e inmigrantes fue surgiendo la más extraordinaria mezcla de culturas. Trabajadores chinos y japoneses llegaron al litoral del Pacífico, las Antillas y Brasil. De los inmigrantes nos llegaron lenguas castellana y portuguesa (y aun la lengua francesa, en el caso de las élites haitianas y brasileñas. Esos inmigrantes nos trajeron los mitos judeocristianos y la religión católica. A partir del siglo XVII nos llegaron los ideales de la Ilustración como fueron el racionalismo, la democracia y el progreso. De Europa se nos transfirió el modelo del Estado-nación, el romanticismo, el barroco, el positivismo, el modernismo. No es raro que el italiano o el español se sientan en casa la parte rica de Buenos Aires. ¿Qué decir de la exuberante cultura negra del Brasil o de ese castellano melodioso y sin huesos que es el portugués que se habla en nuestro trópico? ¿No es en la diversidad dónde reside el gusto?



Sin embargo, los conflictos políticos y militares de una Guerra Fría que no era nuestra, más un desarrollo económico que se estancó a partir de mediados de los años 70 están revirtiendo esta cinco veces centenaria tradición latinoamericana. Parece que estamos frente a un fenómeno mayor en que América Latina deja de ser continente de inmigrantes, y pasa a serlo de emigrantes. Ya no atraemos gente, sino que expulsamos a nuestros hijos. Viven fuera de sus países el 15 por ciento de los ecuatorianos y un 10 por ciento de argentinos, colombianos y mexicanos. Este porcentaje salta a 20 por ciento entre los salvadoreños. Treinta y cuatro millones de hispano parlantes viven en Estados Unidos. Los Ángeles es la segunda ciudad mexicana; Miami, la primera cubana. Los campos de España empiezan a ser repoblados por ecuatorianos.



América Latina empieza a descender en su tasa de natalidad y, por el contrario, la esperanza de vida aumenta. Nos estamos envejeciendo. Además nuestros jóvenes del Uruguay y la Argentina parten en busca de nuevos horizontes. Eso sí, nuestros emigrantes no pierden sus lazos familiares, como lo demuestran las remesas de dinero que envían a sus hogares. Tampoco resienten su identidad nacional ni pierden sus derechos ciudadanos en sus respectivos Estados-nación. Por ello es tarea de nuestros actuales gobernantes y elites volver a hacer de América Latina tierra de oportunidades para todos sus hijos y mantener los lazos que unen a quienes viven en el norte rico.



Sergio Micco Aguayo. Abogado y cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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