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Empalme o punto final


Una tarde de mayo de 1995, el Secretario de la Corte Suprema leía en el segundo piso del Palacio de Tribunales, el fallo que -probablemente- en aquella época considerábamos histórico: la condena a presidio de Manuel Contreras como autor del delito de homicidio en contra del Canciller del Presidente Allende, Orlando Letelier. Al escuchar la lectura de ese fallo, efectuada con la austeridad propia de los jueces, los cientos de abogados, estudiantes y ciudadanos que atiborrábamos el lugar entonamos emocionados el himno nacional. Quizás muchos no lo habíamos hecho con tanto corazón desde aquellos días en las calles del Santiago de octubre de 1988.



Entre abrazos y reconociéndonos todos como actores de un proceso histórico, observábamos como el jefe del aparato de represión más brutal de la dictadura de Pinochet se aprestaba a ir a la cárcel. Sí, a la cárcel como cualquier otro homicida, claro que éste era uno especial, como sabríamos después, éste mataba por órdenes del propio jerarca del régimen.



Varios años después, vemos como el mismo Jefe de la DINA va nuevamente a la cárcel, esta vez por el secuestro calificado del dirigente del MIR, Miguel Sandoval. Claro que ahora no hubo refugiados en hospitales militares ni atrincheramientos en un fundo del sur para resistir la resolución dictada, en aquel entonces, por el ministro Bañados. Estábamos los mismos testigos de siempre, pero esta vez los colaboradores de siempre ya no salieron en su defensa.



Ese viernes 28 de enero había en calle Morandé un lienzo que rezaba «No a la Ley de Punto Final», y algunos pensamos que se trataba de algún utensilio que un tramoya de otra jornada, más bien de principios de los noventa, confundió y trajo a colación. Luego supe que había sido hecho recientemente por las manos de una de las madres de las víctimas de la represión, las mismas que hace sólo unos meses lamentamos tras el conmovedor discurso del Presidente Lagos.



La Corte Suprema un poco más tarde, el poder político un poco antes y, un suicidio entre medio, han hecho pensar a algunos que es aconsejable poner término a los juicios que se sustancian por jueces designados para investigar violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar.



Nuevamente es preciso volver sobre la reforma constitucional de 1989, que fue, al menos, un pacto razonable para modificar el rostro autoritario de la Carta de 1980. El esfuerzo realizado por la administración Aylwin de comprometer al Estado de Chile con la comunidad internacional y la voluntad inquebrantable del proyecto político de quienes hemos adscrito a la Concertación con los valores, de la democracia, del Estado de Derecho, las libertades públicas y los derechos humanos, se verán traicionados por nosotros mismos, por una «solución» que pone plazo a las investigaciones de derechos humanos y olvida necesariamente, que las violaciones a éstos son crímenes de una entidad tal que como humanidad hemos considerado abominables, pues suponen actos de coerción moral y física ejercida por un Estado que detenta el poder de la fuerza militar contra su propio pueblo.



El objeto de la mencionada Ley Empalme es «acelerar» la tramitación de causas sustanciadas en el marco de un proceso penal inquisitivo, de modo de impedir que convivan por un buen tiempo dos sistemas procesales penales diversos. Este razonamiento práctico, descansa sobre premisas constitucionales equivocadas, despreciando, como he sostenido, la naturaleza y jerarquía de las normas internacionales sobre derechos humanos, y no se pondera adecuadamente, incluso por la propia Corte Suprema, una resolución en sentido de no acoger esta tesis, pretendida en su oportunidad para terminar el proceso en contra de Pinochet y esgrimida en un contundente alegato del abogado Pablo Rodríguez.



Quizás se deba al debate pendiente, ese que siempre está postergado por razones de agenda y urgencias que impone la coyuntura, pero la cuestión es que después de quince años de gobierno de la Concertación, la única reforma dura a la Constitución es la enmienda de 1989, que siendo un pacto refrendado por voto popular, fue posible, dentro de las concesiones del régimen que expiraba.



Este pacto, constituye el esfuerzo que la oposición de la época hizo para imponer como mínimo constitucional la jerarquía constitucional de los derechos humanos reconocidos internacionalmente, entre ellos, basta mencionar las Convenciones de Ginebra sobre tratamiento de prisioneros de guerra, incluso en supuestos de enfrentamiento de grupos armados internamente, tesis en la que ha descansado la retórica moral de los defensores de la represión de los setenta, de modo que un análisis, bastante modesto, sobre economía procesal nos conduce sin ninguna razón a que hagamos abandono de ese mínimo constitucional, que ha constituido una aspiración moral colectiva de respeto de los derechos humanos.



Probablemente, este sea el momento en que los equipos del «Joaco», la «Chol» y «la Michelle» nos sorprendan con una reflexión moral acerca del estatuto de derechos con que debemos dotarnos los chilenos. Algo más sofisticado que la fanfarria de lugares comunes post Junta, Congreso y bicicletada veraniega que hemos escuchado estos días.



Luis Correa Bluas. Abogado. Master en Derechos Fundamentales por la Universidad Carlos III de Madrid.



  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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