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…Y yo soy de izquierda


Imagino que todos hemos tenido al menos una experiencia de esas que nos hacen pensar que los criterios de realidad de nuestra sociedad han cambiado de pronto y nadie nos avisó. Hace poco tuve uno de esos episodios con un militante de un pequeño partido laico de la Concertación. Se decía de «izquierda», pertenecía a esa nueva categoría de político-tecnócrata-realista y parecía orgulloso de ambas cosas.



Para empezar, con una capacidad omnicomprensiva que hubiera hecho sonrojar a Aristóteles, se explayaba acerca de su profundo conocimiento de la clase baja. Como él mismo señaló, aquel saber le venía de un par de visitas que hizo a poblaciones del país en el marco de la campaña presidencial de Lagos. De esas experiencias, en un admirable ejercicio inductivo, había desarrollado una completa concepción de la realidad marginal-urbana. Por si fuera poco, siempre dentro de su marco ideológico de «izquierda», había elaborado unas propuestas para enfrentar la pobreza.



Podemos resumir su posición «izquierdista» en tres puntos. Como tenía por imposible cambiar el sistema socioeconómico neoliberal, proponía adecuarse a él y —con la facilidad con la cual se habla de la aflicción ajena— rescataba su benignidad que permitía a un indigente ganar algo de dinero. En segundo lugar, opinaba que los pobres son unos flojos que esperan todo del Estado, de dónde rechazaba su intervención para así dejarlos en su pobreza obligándolos a surgir. Finalmente, negaba la posibilidad de educarlos para lograr cambios socioeconómicos y políticos por ser un esfuerzo inútil dadas sus características, y porque si se podía esperar algún resultado sería en por lo menos veinte años.



Lo más curioso —para usar un eufemismo— era que para darle fuerza, legitimidad y ecuanimidad a su singular exposición, repetía cada cierto tiempo: «y yo soy de izquierda». Sin embargo, un detalle no menor es que esas novísimas doctrinas de «izquierda» ya habían sido elaboradas… nada menos que por gente de extrema derecha.



En primer lugar, podemos citar al padre del modelo ultraneoliberal de la dictadura, Milton Friedman (quien incluso rechaza el control estatal de los medicamentos por la FDA en Estados Unidos). Para oponerse a la fijación de un sueldo mínimo utiliza las mismas razones de nuestro «izquierdista» (que son las de RN o la UDI): si se obliga al empresariado a pagar un sueldo mínimo fijado y no el que ellos quieran, no invertirán y no crearán empleos. Por tanto, los cesantes —indigentes o pobres en general— seguirán siéndolo y no accederán siquiera a esos escuálidos sueldos «de mercado». Mas, ese argumento es «lógico» exclusivamente si se asume la «lógica» neoliberal: que la única y correcta distribución de la riqueza pasa sólo por dejar enriquecerse a los ricos para esperar el «chorreo».



Veamos la segunda afirmación sobre la pobreza como un incentivo. Ahora podemos recurrir a George Gilder, «filósofo» favorito de Ronald Reagan, quien apoyó la destrucción de la Seguridad Social estadounidense porque «El pobre para tener éxito necesita sobre todo el acicate de su pobreza». Para fomentar la autosuperación, no la pereza, hay que terminar de una vez con cualquier tipo de ayuda o subsidio estatal. Como sostenían los liberales del siglo XIX: el hambre hace a los trabajadores industriosos. Paradójicamente a los ricos sí hay que ayudarlos, como hizo Reagan o Pinochet, derogando leyes laborales o bajando sus impuestos. Y no preguntaremos si nuestro «izquierdista» hubiera podido cursar estudios superiores sin crédito fiscal, un subsidio estatal.



En tercer lugar, la concepción oligárquica sobre la inutilidad de la educación de los pobres —que nadie menor de 100 años pensé podría sostenerla y menos un representante del humanismo laico— implica no sólo la negación de un elemento básico para el funcionamiento de la democracia, sino igualmente la negación de toda posibilidad de progreso humano. Del mismo modo, conlleva limitar la educación a ser una mera capacitación laboral para los, parafraseando a José Donoso, «hombrecitos» y «mujercitas». Además, en este caso resulta patético que tome las banderas de la élite quien cualquier aristócrata tendría por «medio-pelo-no-más»: siempre me ha sorprendido el clasismo del esclavo que sirve en la mansión del amo en contra del de la plantación. ¿En qué habrá quedado eso de «Gobernar es Educar»?… Ä„Qué diría Pedro Aguirre Cerda de este correligionario!



Ahora bien, más allá de condenar esos juicios moralmente, denunciar su falsedad empírica y opinar acerca de su simpleza, el encuentro con nuestro «izquierdista» me parece relevante por otro motivo. Es un excelente ejemplo de lo que ocurre hoy en Chile: muchos se dicen izquierdistas por votar por partidos que, a pesar de sostener y aplicar políticas de derecha, creen de izquierda. Sea por su falta de información o su mansedumbre intelectual, olvidaron eso de «por sus obras los conoceréis» y optaron por un «por vuestros dichos nos convenceréis». Por algo nuestro país es el paraíso de la publicidad engañosa: Lavín no es político y es un líder, la Economía de Mercado es técnica y no Economía Política liberal, las FF.AA. no deliberan, la Alianza es de centro derecha, la Concertación es de izquierda y Lagos es socialista.



En todo caso, nuestro «izquierdista» puede estar tranquilo pues sus propuestas están siendo llevadas a cabo. El Estado Subsidiario Corregido actual sólo vela por el cumplimiento de las leyes (que benefician a quienes tienen el acicate de su riqueza) y no hay ni visos de Estado interventor en serio, menos aún de Estado de Bienestar. Gracias a ello, ningún chileno tiene cubiertas por un deber estatal sus necesidades básicas, estando obligados a vivir para trabajar por cualquier salario a fin de poder subsistir. Y, dado que hasta la educación es una mercancía —no un derecho que se materializa en un servicio social— su alto costo evitará la pérdida de tiempo de educar un populacho que no se lo merece.



Pero, el error de los miles de quijotes chilenos que ven gigantes en vez de molinos, no se limita a lo teórico. Con él también dejan libres a peligrosos galeotes de cuello y corbata para que —como una conducta legítima, necesaria y hasta benéfica— se apropien de los recursos del país y exploten a sus habitantes. Todo ello disfrazado retóricamente como la progresista política de un gobierno de izquierda. Visto así, supongo pronta la corrección en los libros de texto del desatino de no señalar que Milton Friedman, Friedich Hayek, John Stuart Mill, David Ricardo, Adam Smith o John Locke son en verdad teóricos de izquierda.



Debo admitir que la singular velada me significó sufrir la tortura de una prolongada vergüenza ajena. Al punto que, mientras oía las chapucerías del «izquierdista», miraba de reojo alrededor para intentar hallar la cámara escondida: rogaba fuera una broma televisiva a la persona que le discutía o a la que aprobaba sus sinrazones cual evidentes verdades (Ä„y que asimismo se decía de «izquierda»!). Me hubiera gustado explicarle al personaje lo aquí expuesto. Ä„La ignorancia es tan fácil de solucionar!, basta aceptar que hay asuntos que no se conocen. No obstante, al escucharlo comprendí que ya estábamos en el terreno de la genética.



De todas formas, al conocer en la historia variados ejemplos de cambios de sistemas socioeconómicos, quedé tranquilo por no haber cedido todavía a la desesperanza. Pero, sobretodo, por no ser de «izquierda» y saber por qué. Si bien, tal vez debí ser buen samaritano y sugerirle leer Proverbios 17, 28.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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