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Indígenas y modernidad: Otro debate pendiente


En El Mercurio del domingo 6 de febrero, Andrés Oppenheimer reflexiona sobre la «modernización de los indígenas», cuyo origen está en la apreciación que provoca en el autor un viaje a Guatemala después de 25 años. Como nos relata, su asombro radica en el uso de jeans en los indígenas – supongo que hombres y mujeres-, en el uso de baldes de plástico para transportar agua y la construcción de casas de concreto, abandonando con ello las tradicionales vestimentas, coloridos y el adobe que, efectivamente nos alucinan cuando se ha tenido la oportunidad de recorrer Antigua, su mercado y alrededores.



Se discurre entre la comodidad y seguridad de acceder a estos signos de la modernidad y el abandono de ritos, presumiblemente muy apreciados por turistas especialmente europeos y del norte de América, sintiendo la falta de esa magia y magnetismo que los ha cautivado durante décadas.



Probablemente, las reglas de estilo impiden a Oppenheimer entrar en una reflexión más allá de la superficie, como aquella en que analizó -en el mismo EL Mercurio de hace unos días- la disyuntiva que tiene la OEA de ser un órgano de debate y resolución política de América o, pasar derechamente a ser un centro de eventos bastante caro, asentado en la capital de Estados Unidos.



La reflexión igualmente no apunta a si en esta «modernización», los indígenas asumen los valores de las democracias liberales en las que están insertos y que, dicho sea de paso, son las mismas que les han negado derechos elementales en la elaboración de cartas programáticas en Ginebra y en Washington los últimos 10 años, con pretextos constitucionales pobres y contradictorios.



Varios análisis sobre la «adaptación de los indígenas» a la modernización giran, sobre etnocidios, prácticas de asimilación e invisibilización de aquellos, omitiendo -entre otros tópicos- que ha sido precisamente esta modernidad o el tránsito hacia la misma desde la segunda mitad del siglo XX, la que ha supuesto formas bastante brutales de violación de derechos humanos, y no estoy refiriéndome precisamente a aquellos derechos de última generación.



Las reflexiones sobre las demandas del movimiento indígena en Latinoamérica, ocultan que en Guatemala, después del golpe de Estado a Jacobo Arbenz como en los gobiernos de Ríos Montt en los años ochenta, los detenidos desparecidos de origen Maya son el grupo más golpeado por la represión.



Las acciones de violencia en Colombia perpetradas por «narcos», «paramilitares», las FARC y el Ejército tienen por objeto poblaciones indígenas, ante la ausencia de una protesta oportuna de los gobiernos democráticos del continente y por cierto, ajeno a la plataforma programática de los candidatos a Secretario General de la OEA.



Estas infracciones a la vida, la integridad y el respeto por el otro son bastante comunes en los países Latinoamericanos, algunos que, con poblaciones indígenas importantes y con conflictos internos serios, blanquean las denuncias de desapariciones forzadas en el sur de México, en diciembre del 2003. Otros, con un número bastante exiguo al menos en el discurso oficial, no tienen mayores complicaciones en expulsar a éstos de sus tierras ancestrales, como sucede en el Amazonía del Brasil.



Y en pleno gobierno democrático en Chile, aún no hay condenados por el homicidio del joven Lemun, adolescente que fue asesinado por la espalda, por efectivos de Carabineros, en la jurisdicción que, dicho sea de paso, corresponde a la Fiscal cuya remoción se ha solicitado en la Novena Región.



La diligencia del Ministerio Público para investigar presuntas infracciones a la Ley que sanciona conductas terroristas contra dirigentes mapuches, contrasta aparentemente con la desidia con que se ha obrado -según se ha expuesto públicamente- en el denominado caso Lavandero, lo que haría palidecer a quienes suponen que ciertas prácticas de racismo no se dan en esta parte del mundo.



Pretender desconocer los esfuerzos que han efectuado algunos gobiernos democráticos para, efectivamente, reconocer la diversidad cultural y étnica que enriquece a sus naciones, como el realizado en Chile desde el acuerdo de Nueva Imperial en 1989, sería una apreciación injusta sobre el proceso que hemos vivido. Sostener al mismo tiempo que, como sociedad hemos brindado a los indígenas chilenos un trato de reconocimiento, respeto y aceptación como un otro diverso y legítimo, sería autocomplacencia.



Hemos podido avanzar del clientelismo al debate de lo que significa que Chile sea una nación plural, reconozca la diversidad como valor y, asigne importancia a la riqueza cultural con que los pueblos indígenas han contribuido a nuestro acervo nacional. Pueblos cuyo reconocimiento constitucional aún se tramita por más de una década.



Un diálogo social, democrático y no excluyente requiere de la honestidad de todos sus actores y exige hacernos algunas preguntas básicas: ¿cuán cómodos están los indígenas en esta modernidad, y no hablo de usar jeans, sino aquella que supone la globalización?.



¿Nos hemos preguntado abiertamente si las grandes compañías mineras, las empresas pesqueras, el propio Estado, están dispuestos a acoger el Convenio 169 de la OIT, suscrito por Chile, y darle tutela jurisdiccional, incluso a los derechos sobre el subsuelo y aguas de tierras consideradas indígenas?.



Invocar razones de Estado en la construcción del argumento cierra el debate y genera odiosidad, no hablar claro y tener discursos populistas y fáciles, provoca profundos traumas, bastante complejos. Es el caso de aquellos países con poblaciones indígenas significativas y que en los hechos, habiendo aprobado el Convenio 169 de la OIT, han negado la propiedad a éstos, como por ejemplo a la nada despreciable riqueza gasífera en Bolivia.



La columna que da origen a ésta asume un juicio en que sí parecemos muchos estar de acuerdo: los indígenas no son algo del pasado, que podemos exhibir como souvenir y con los que amenizamos algún importante encuentro de Estado. Mantener, por ejemplo, a los mapuches en sus rucas, cuando éstos no necesariamente quieren estarlo, me parece una caricatura del debate.



La cuestión es entonces más compleja y dura y, exige integrar en el análisis de la misma una reflexión: es posible que caricaturizar la discusión nos aleje tanto del núcleo de la verdad, que olvidemos un hecho de profunda violencia cultural, consecuencia de una violación sistemática de los derechos humanos sufrida por los pueblos indígenas del extremo sur y que nos impiden hoy, y para siempre, presenciar la belleza del rito Hain de los Selk´nam y oír el aónikaish, que murió con sus hablantes.



Está en las autoridades de gobierno, en los educadores y especialmente en todos quienes integramos esta sociedad plural, que Mapuches, Aymaras, Collas o Quechuas no corran la misma suerte que los Selk´nam.





* Abogado. Master en Derechos Fundamentales por la Universidad Carlos III de Madrid y Magíster (c) en Derecho por la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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