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Cisnes muertos y bosques arrasados


Febrero es el mes en que cientos de miles de chilenos abandonamos nuestras ciudades para encontrarnos con la belleza imponente de la naturaleza chilena. Y es por ello que ha resultado especialmente doloroso nuevamente ver cómo la estamos destruyendo.



Una investigación de la Universidad de Concepción habría demostrado la directa relación entre la explotación de la celulosa en Valdivia y la muerte de la flora y fauna del Río Cruces. Miles de hectáreas de bosques son pulverizadas por incendios causados por el hombre. No se salvan siquiera las Torres del Paine. Los vecinos de Talcahuano se organizan para protestar ante los malos olores causados por la putrefacción de pescados y de sus derivados orgánicos. Al recorrer el norte de Chile pude contemplar cómo nuestros desiertos se llenan de basura y que poblados milenarios amenazan con sucumbir ante la contaminación.



El historiador Paul Kennedy cree que quizás este es el más grande desafío de la humanidad: Buscar preservar la vida, esa película de materia «extremadamente fina, tan fina que apenas puede pesar más de la mil millonésima parte del planeta que la sustenta».



En 1952, una nube de smog mató en Londres a 4.000 personas con problemas respiratorios y ya entonces sabíamos que el hombre era capaz de extinguir especies vivas. Sin embargo, de ahí en adelante el proceso se aceleró, sobre todo cuando consideramos que la economía global se cuadriplicó entre 1950 y 1980. En efecto, la revolución industrial y el deseo de los países desarrollados de vivir rodeado de bienes desechables de alto consumo genera una presión sobre el planeta imposible de sostenerse en el tiempo ni masificarse a toda la humanidad.



Producto de esta presión se ha producido un crecimiento exponencial en las emisiones industriales, el drenaje de las tierras pantanosas y los acuíferos, el ataque a los bosques tropicales y las evidencias de un Ťefecto invernadero» que puede cambiar las ecologías de muchas maneras diferentes y provocar la subida de los niveles del mar. Por otro lado, la pobreza e indigencia a la que se encuentran condenados miles de millones de personas acarrea otros efectos negativos sobre el ecosistema como lo es el pastoreo excesivo de llanuras y sabanas o la quema de bosque en procura del más elemental calor.



Paul Kennedy señala que desde mediados del siglo veinte ello ha significado que se ha perdido «casi una quinta parte del mantillo de la tierra cultivable, una quinta parte de los bosques tropicales y decenas de miles de especies vegetales y animales». Por cierto, nuestro planeta puede con nuestras necesidades, no así con nuestras codicias. Y bastaría que la población más rica del planeta -270 millones de personas- reduzca razonablemente su nivel de consumo de energía para dar una vida más digna a más de 2.500 millones de seres humanos.



Era lo que proponía un eficaz líder político que liberó a centenares de millones de personas. Gandhi sostenía que «Creo que, en cierto sentido, somos todos ladrones. Si me apodero de una cosa que no necesito inmediatamente, se la estoy robando a alguien. Diré incluso que esta es una ley fundamental de la naturaleza y que no tolera ninguna excepción: la naturaleza produce en cantidad suficiente lo que necesitamos para cada día, y si cada uno se contentara con lo que necesita, y nada más, no habría más ya pauperismo en el mundo y nadie se moriría de hambre. Si seguimos manteniendo esta es porque somos, es porque somos ladrones». Lamentablemente no lo hemos escuchado.



Sucesos como el del Río Cruces, la quema de bosques en la Patagonia y la contaminación de Talcahuano son parte de este cuadro mundial. En ellos se ha develado la debilidad de las instituciones estatales como Conaf y Conama. Sin un Estado fuerte y una sociedad política preocupada en la regulación, fiscalización, prevención y combate al daño ecológico todo está comprometido. Sin empresas responsables ecológica y socialmente, la codicia denuncia por Gandhi todo lo romperá. El daño seguirá produciéndose sin una ciudadanía consciente ambientalmente, celosa en el cumplimiento de sus deberes y guardiana de sus derechos y el de sus hijos y nietos.



Un punto central es el deber de nuestras universidades. Sin una comunidad científica honesta y competente, pesados mantos de duda seguirá recayendo sobre todo y todos. Pues los científicos son los llamados a determinar qué tipo de riegos enfrentamos, cuales son los niveles tolerables de contaminación o cuáles son el impacto ambiental y las consecuenciales sociales de determinadas tecnologías, instalación de nuevas industria o introducción en el comercio de los hombres de nuevos productos. Lamentablemente muchas veces los intelectuales empiezan también a ser parte de una desnuda lucha política y empresarial, y sus informes presuntamente científicos, es decir neutrales y objetivos, entran al mercado donde todo tiene un precio y nada valor.



Chile puede y debe seguir siendo un bello país y crecer económicamente en forma sustentable. Para ello requiere de una activa participación del Estado, las empresas, la ciudadanía y la sociedad civil en lo que los europeos llaman una economía social y ecológica de mercado. Es tiempo ya que detengamos un crecimiento bárbaro y nos abramos a la verdadera modernidad y progreso.





Sergio Micco Aguayo es abogado y cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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