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Todo es traducible, salvo para los economistas


Siempre me da temor leer a un economista latinoamericano cuando baja del Olimpo, no sólo de sus ecuaciones, como sus congéneres de otras latitudes, sino también del gobierno, e incursiona en otras disciplinas humanistas. Mi inquietud es mayor cuando opinan acerca del español, el segundo idioma internacional, que, por desgracia, parecen querer destruir. En Chile ya lograron imponer numerosos anglicismos, entre otros (su traducción va entre paréntesis), spread (sobretasa), commodities (productos primarios), retail (comercio al por menor o al menudeo), marketing (mercadotecnia), y barbarismos, como puntos de base en vez de centésimos de punto porcentual o «lobyista» en sustitución de cabildero.



Algunos anglicismos se han filtrado a todas las capas de la sociedad. Todo negocio con pretensiones tiene «sales» en vez de liquidaciones y está «open» o «close» y no abierto o cerrado. A uno de mis hijos, que vive en Estados Unidos desde 1973 y que no visitaba Chile desde 1989, hace algunas semanas, el chofer del taxi que lo trajo a casa desde el aeropuerto le explicó que había un atasco por la entrada a un «mall». Mi hijo le preguntó, como se dice «mall» en español, y la respuesta fue «shopping center».



Por ello leí con aprensión el artículo de Eduardo Engel en La Tercera con el título «Imposible de traducir». Nos informa que un amigo le recomendó que no usara ningún anglicismo en un seminario organizado por el presidente del Senado. Poco después le envió un correo electrónico en que le preguntó «el equivalente en castellano de varios anglicismos» que descubrió en su presentación. El más notable, agrega, fue «trade-off»,
cuya traducción al castellano, le dijeron, era «dilema». Sin embargo, en su opinión, sobre la base de Rovosky, quien fuera decano en Harvard, hablar de «trade-off» entre crecimiento y equidad, que abre la posibilidad de «combinar un poco más de una con un poco menos de la otra», no es lo mismo que un dilema entre ambos conceptos, porque sugiere que hay que elegir una de las opciones.



Las fuentes del autor, tanto la norteamericana como la chilena, están equivocadas. «Trade-off» es (la traducción es literal y por consiguiente no está escrita en español castizo) «un intercambio, en especial la renuncia a un beneficio, ventaja, etc. a fin de ganar otro considerado como más deseable». (Webster’s New Twentieth Century Dictionary of the English Language, Unabridged) Y no es «un poco más de esto y un poco menos de aquello» ni un «dilema». Como Engel usa conceptos contradictorios en inglés y castellano sólo me atrevo a especular que tal vez quiso decir que había que llegar a un compromiso o transacción entre crecimiento y equidad, a tratar de compatibilizarlos, o a renunciar al menos en parte a la equidad para lograr un poco más de crecimiento. Si su tesis fuera esta última, estaría en total desacuerdo,
porque todos los saltos al desarrollo, desde la Alemania bismarkiana, una de cuyas primeras medidas fue establecer los seguros sociales, han sido obras colectivas, una de cuyas condiciones necesarias es la equidad.



En el artículo Engel además hace una afirmación sorprendente, citando de nuevo a Rosovsky, habría muchos rectores (supongo que se refiere a los presidentes) de universidades norteamericanas que serían economistas en razón de que serían más flexibles que humanistas y científicos. No sé si sería así en el pasado, pero hoy me parece muy improbable. En los últimos decenios se impuso en las escuelas de economía norteamericanas la ortodoxia neoclásica, que llevó a sus críticos a la publicación
reciente de libros como «Economics as Religion: from Samuelson to
Chicago and Beyond» (La economía como religión: desde Samuelson a
Chicago y más allá), de Robert H. Nelson, o de artículos como «Market as God: Living in the New Dispensation» (El mercado como Dios: viviendo en un nuevo designio divino o plan providencial), de Harvey Cox. En EE.UU. hay una fuerte tendencia a justificar tanto el país como sus políticas, no solamente la exterior, con simbologías religiosas, basta leer sus billetes.



A lo que se suma el reciente escándalo que provocó el niño maravilla de la economía estadounidense, Larry Summers, presidente de Harvard, al hacer comentarios respecto de sus colegas mujeres en ciencias e ingeniería, y cuyo estilo de administración fue calificado como famosamente arrogante y antagónico por un editorial del Financial Times.



Recordemos que Summers también propuso, cuando trabajaba en el Banco Mundial, un «trade-off» entre países desarrollados y en desarrollo, según el cual los primeros nos pagarían para depositar en nuestros territorios sus desechos peligrosos, idea que los gobiernos desarrollados no apoyaron y los en desarrollo rechazaron. Por supuesto que en EE.UU. hay disidentes, muchos más que en nuestra región, como Stiglitz, Krugman, Sachs y Amartya Sen, y una acalorada discusión. Empero los Summers son los que predominan.



En todo caso, tengo la impresión que la gran mayoría de los presidentes de las universidades norteamericanas son administradores o abogados. Y estos últimos, sobre la base del principio «do ut des», tienen como lema, desde la época de la Roma clásica, hace ya dos mil años: «más vale un mal acuerdo que un buen juicio».



Ahora bien, para expresarse con claridad en cualquiera lengua, también en materias económicas, más vale consultar diccionarios, glosarios y traductores que a los amigos. También sería bueno que nuestras autoridades iniciaran una enérgica campaña en defensa del español castizo, antes de insistir en la enseñanza del inglés, para que a lo menos logremos comunicarnos con los hispanohablantes. Si no lo hacen, corremos el riesgo de que únicamente nos entenderán los latinos norteamericanos y nosotros los avisos del Harlem hispano, tales como «rento apartamento furnicheado y carpeteado» (alquilo apartamento amoblado y alfombrado), y no los de Madrid.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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