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Corporativismo y modernización del Estado


Modernizar el Estado es una necesidad vital ante los desafíos de la globalización. La profundización de la democracia, el crecimiento de la economía y el desarrollo tecnológico que permite ser espectadores casi instantáneos de lo que sucede en el resto del mundo, hace que los ciudadanos tengan mayores expectativas, exijan una mejor atención y soluciones más rápidas a sus problemas. Pero es difícil cambiar hábitos y costumbres muy arraigadas, sobre todo cuando los funcionarios públicos pertenecen a instituciones poderosas, con una fuerte tradición e intereses corporativos.



Chile pudo construir tempranamente un Estado en forma, gracias al predominio incontrarrestable del grupo dirigente que dio origen al régimen portaliano, a partir de la batalla de Lircay, en 1830. Tal situación condujo al logro de condiciones básicas para la estabilidad política, tales como el respeto a la legalidad, la sucesión de gobiernos civiles legítimos, la creación de un ejército permanente que sustentara el monopolio de la fuerza y la formación de una burocracia capaz de administrar el aparato público.



A pesar de las críticas que cada uno de nosotros pueda hacer a la eficiencia de la administración estatal, no se puede negar que ésta funciona. Basta con salir un poco más allá de las fronteras nacionales para darse cuenta lo que significa la ausencia de procedimientos, reglas y estructuras, con el correlato de corrupción y arbitrariedad que por lo general tiende a llenar estos vacíos.



Por lo mismo, resulta todavía más arduo modificar algo que cumple medianamente sus objetivos primordiales, aunque con métodos anticuados y con una visión de contexto que pertenece a otra época. Se necesita voluntad y decisión para romper la inercia y transformar realidades consolidadas, asumiendo los costos de enfrentarse con la lógica del corporativismo, enraizada en los núcleos organizacionales fundamentales del Estado.



Estos sectores pretenden ser los depositarios y guardianes de una forma de conocimiento especial, que les permite sólo a ellos realizar correctamente sus actividades. Como si se tratara de un culto esotérico, tal saber se transmite en el tiempo de generación en generación y es, en lo sustancial, inmodificable, sobre todo por personas ajenas al gremio, pues la conciencia que han adquirido de si mismos emana del ejercicio continuado de la función pública, lo permanente; contrapuesta a los gobiernos de turno que representan lo pasajero.



La victoria de la oposición democrática en el plebiscito de 1988 abrió la puerta a la incertidumbre, al desatar el peligro que las nuevas autoridades trabajaran con personal de su exclusiva confianza y realizaran despidos masivos, al igual como lo había hecho la dictadura unos años antes. Por eso, las elites funcionarias de algunos servicios se unieron a una derecha con la cual se sentían identificadas y que sumaba fuerzas para una política de trinchera, levantando reivindicaciones y agitando demandas que les permitieran mantener las posiciones y privilegios adquiridos durante el régimen militar.



Sin embargo, lo que sucedió fue muy diferente. La necesidad de contar con personal calificado que asegurara el éxito de la gestión concertacionista, y la negociación permanente con diversos segmentos sociales y burocráticos que reforzaran la transición y evitaran crisis sistémicas, fortaleció la hegemonía conservadora y amplió la autonomía de los espacios que ocupaba, hasta que la inserción internacional de Chile en un mundo que se transforma aceleradamente y el progreso del país han evidenciado la urgencia de aplicar reformas sustanciales.



Es cierto que la capacitación es un requerimiento de los tiempos en que vivimos y demanda una actualización permanente que provea los insumos técnicos para desempeñar las funciones que establece la ley. Para esto se necesitan especialistas que sepan exactamente como hacer lo que dispone la voluntad ciudadana, con estabilidad, normas claras y un reconocimiento proporcional a sus capacidades.



No obstante, la óptica corporativa entiende estos preceptos de manera diferente, convirtiendo principios básicos de buen gobierno como el respeto a la carrera funcionaria y la profesionalización, en sinónimos de inamovilidad, autosuficiencia y concentración del poder en un círculo cerrado, ajeno al pueblo soberano que define el rumbo de una democracia y al pueblo contribuyente que paga los sueldos. Se trata de rechazar cualquier modernización que afecte el statu quo o, a lo menos, impulsar una especie de gatopardismo que permita adueñarse del cambio para que nada cambie.



Pero el corporativismo no es invencible. Iniciativas como la reforma a la justicia son ejemplos concretos de que cuando se quiere, se puede. Allí se rompió la resistencia de los defensores del antiguo orden, estableciendo alianzas con los sectores proclives a las nuevas prácticas, disponiendo los recursos necesarios y demostrando determinación para alcanzar las metas propuestas.



Nos encontramos en medio de un proceso que recién está comenzando y que debe llevarnos a construir el Estado chileno del siglo XXI, caracterizado por su cercanía con la gente, su capacidad para interpretar rápidamente los retos que ofrece un escenario internacional globalizado y aprovechar las oportunidades que se presentan.



Estos factores se relacionan con una democracia más participativa y una sociedad más justa, elementos íntimamente ligados con el modelo de desarrollo equilibrado y solidario que anhelamos para nuestro país, por lo que el esfuerzo modernizador es una tarea común que convoca al protagonismo de todos.



Cristián Fuentes V. es cientista político.








































  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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