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Mujeres y poder


Si es sorprendente, no sólo en Chile, el que dos mujeres disputen una candidatura presidencial con altas probabilidades de que una de ellas encabece el Poder Ejecutivo a partir del 2006, más sorprende el que esto se produzca en una sociedad cuyos acelerados cambios no incluyen transformaciones significativas en la participación de las mujeres. Chile sigue manteniendo la tasa más baja de participación laboral femenina de América Latina y de las más bajas en el espacio público, especialmente en cargos de representación popular.



Como nos muestran las últimas cifras de ocupación, las mujeres han alcanzado las más altas tasas de participación laboral de su historia, con un 38%. Sin embargo, estos números están por debajo de todos los países latinoamericanos, cuyo promedio es del orden del 45%.



Estar fuera del mercado laboral, como ocurre con la gran mayoría de mujeres chilenas, no sólo tiene impactos económicos en los hogares, sino que -y hablando particularmente de poder- es un factor de dependencia y subordinación femenina en el espacio privado, concentradas las mujeres en roles domésticos que, por lo demás, ni siquiera son valorados por sus propias familias.



La tendencia a la mayor participación laboral que se está dando, especialmente con las mujeres más jóvenes y más educadas, no sólo provocará importantes efectos económicos en los hogares, sino que probablemente podrá ayudar a relaciones intrafamiliares más equilibradas, alterando el modelo femenino dependiente, horizontalizando las relaciones de poder que se dan en las parejas y revalorizando las funciones domésticas, esta vez obligadamente compartidas por hombres y mujeres.



Pero si la situación laboral de las mujeres sigue siendo deficitaria, más lo es todavía en el acceso a las esferas de toma de decisiones en los espacios de poder público, hecho que contrasta con el cambio cultural que se ha producido en el electorado, disponible a votar por mujeres con tanto o más entusiasmo que por varones, como lo revelan resultados en las últimas elecciones parlamentarias, en las recientes elecciones municipales y las encuestas de opinión que consultan intención de voto para las próximas presidenciales.



No cabe duda que la participación política de las mujeres ha mejorado respecto de la que existía al inicio de la recuperación democrática, en 1990, pero dista de ser una situación medianamente justa o equilibrada respecto de la participación masculina.



Si consideramos el número de mujeres en los más altos cargos del Poder Ejecutivo (ministras, subsecretarias, jefas de servicio, secretarias regionales ministeriales), del Poder Legislativo (senadoras y diputadas), de los gobiernos regionales y locales (intendentas, gobernadoras, alcaldesas y concejalas) y de los partidos políticos (dirigentas de mesas directivas nacionales), en 1990 no sumaban más de 283 mujeres en todo el país.



Quince años después se han más que duplicado, con 620 mujeres, siendo el salto cuantitativo más importante el que se produce a partir del año 2000, con el acto deliberado del Presidente Lagos de nombrar mujeres en todas las áreas del Ejecutivo, cuestión que dio una señal para otras esferas del poder y abrió puertas a una mayor participación femenina. Sin embargo, claramente insuficiente si lo medimos en relación al total de cargos en ejercicio en esos espacios de poder.



En el año 1990, cuando eran 283 mujeres las que participaban en las más altas esferas del poder, los cargos totales en ejercicio en esos mismos espacios eran 2.643. En el año 2005, las mujeres que participan en los espacios de poder suman 620 de un total de 3.116 cargos disponibles. En otras palabras, en el año 1990 las mujeres ocupaban el 10.7% de los espacios de poder y, quince años después, el 19.9%.



Pero, además, existe una participación desigual según el tipo y calidad del espacio de poder que se ocupe: a menor poder mayor participación femenina, como lo revela la mayor proporción de mujeres en las concejalías a niveles locales, en las gobernaciones a niveles regionales y en las subsecretarías a nivel del Poder Ejecutivo, por contrate con la menor proporción de mujeres, respectivamente, como alcaldesas, intendentas y ministras.



Por otra parte, el crecimiento de la participación política de las mujeres es mayor en el Poder Ejecutivo, que en el Legislativo y en otros cargos de representación popular. Mientras el rango de participación de mujeres en el Ejecutivo fluctúa, al año 2005, entre el 17% a nivel del gabinete ministerial y del 27% en las subsecretarías (con una clara deficiencia en las intendencias en las que, de las 13 regiones, sólo hay una mujer), en el Parlamento las mujeres representan el 5% en el Senado y el 13% en la Cámara de Diputados. Levemente mejor es el desempeño en los gobiernos locales, con un 12% de mujeres en las alcaldías y 21% en las concejalías.



Y ello se explica por el hecho de que en el Poder Ejecutivo la presencia de mujeres es el resultado de una decisión política deliberada, en este caso, del Presidente de la República. En cambio, la presencia de mujeres es proporcionalmente menor en los cargos de representación popular, allí donde intervienen decisiones de los partidos políticos para la designación o selección de candidaturas, partidos cuyas mesas directivas, por lo demás, son esencialmente masculinas, a pesar de los esfuerzos por imponer mayor paridad con normas de discriminación positiva (en 1990 el 11% de los cargos directivos de partidos estaba en manos de mujeres y, en el año 2005, el 20%).



Considerando las veloces transformaciones ocurridas en otras esferas de nuestra sociedad, la mayor escolaridad femenina y los cambios culturales asociados a una mayor aceptación de la transversalidad de roles entre hombres y mujeres, el rezago de participación de las mujeres en el poder sólo puede ser explicado por la resistencia del propio sistema político a su inclusión, cuestión que habrá de exigir una mayor intencionalidad que permita acelerar el proceso y ponerlo a la altura de los cambios modernizadores de la sociedad chilena. Y para ello, una mujer Presidenta puede ser el elemento dinamizador.



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Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21. . (La información empírica analizada en esta columna forma parte de una investigación en curso en la Fundación Chile 21 sobre Participación Laboral y Política de las Mujeres en Chile)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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