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El último crucero del Esmeralda


Una mañana de julio de 1976, en Baltimore, Maryland, me subí al Esmeralda. No andaba solo, sino con un amigo chileno a quien voy a llamar Juan Carlos, para proteger su inocencia, por si todavía la conserva. Andábamos recorriendo el puerto con unos gringos cuando vimos la silueta inconfundible del buque-escuela. La Dama Blanca se veía espléndida, y eso que estaba con su velamen a medio desplegar. Me sentí emocionado al ver los colores de la bandera ondeando en la brisa tibia de un puerto extranjero. Era una mañana luminosa, y al divisar la estrella solitaria en su campo de azul intenso, mi compadre Juan Carlos y yo caímos en un espasmo de patrioterismo tan intenso, que casi se convierte en un episodio vascular.



Declaro como atenuantes que teníamos apenas 18 años y que no habíamos dormido en tres o cuatro días, de fiesta en fiesta de despedida, al final de un año como estudiantes de intercambio de AFS. Además, yo andaba con la cabeza en las nubes por culpa de una francesa que la noche anterior me había rescatado de una piscina y me había hecho una memorable respiración artificial. (Nunca supe cómo fui a dar al agua, pero baste decir que había sido una de esas trasnochadas con las que los becarios chilenos nos queríamos desquitar por adelantado de los años de toque de queda que nos esperaban de vuelta en la patria).



Esa mañana en Baltimore, mientras admiraba las bellas líneas del Esmeralda, no se me pasaba por la mente que algún día iba a pensar que sería una buena cosa que le barrenaran los fondos para hundirla frente a Valparaíso, y que miles de chilenos la despidieran desde los muelles y los cerros con pañuelos blancos, en una gran ceremonia de purificación.



Ése sería el mejor homenaje a los que sufrieron en ese barco: un sacrificio ritual que no se quedara solamente en lo simbólico sino que fuera tan material y concreto como la tortura, tan inapelable y definitivo como la humillación y la muerte que se dispensaron allí. Si viviéramos en un país en que las instituciones atendieran a sus responsabilidades históricas, en lugar de hacer gárgaras con ellas, no resultaría tan descabellada la propuesta, pero la realidad es que estamos lejos de vivir en un país como ése. No es lo único que se podría hacer, pero reservo la otra propuesta que tengo para más adelante. Por ahora sigo con el episodio en Baltimore.



El verano de 1976 Estados Unidos celebraba el bicentenario de su independencia. Se organizó con ese motivo la llamada Operation Sail, una regata de grandes veleros que recorrió toda la costa este del país, desde Miami a Nueva York. Ese mismo verano, en los suburbios de Maryland, a pocos kilómetros desde donde estaba anclada el Esmeralda, avanzadas de la DINA echaban a andar su propia operación para asesinar a Orlando Letelier. Sin saberlo, en ese puerto norteamericano mi compadre Juan Carlos y yo estábamos más cerca de Chile de lo que pensábamos.



Llegamos al muelle del Esmeralda justo en el momento en que empezaban los tours del barco. Decidimos subir, para aprovechar que todavía no había mucha gente. Ya a bordo, mi compinche y yo nos separamos del grupo y nos pusimos a recorrer el Esmeralda por nuestra cuenta, como si fuera territorio propio. El personal de vigilancia se había distraído con una aglomeración de gente que se estaba formando en el muelle. Porque justo detrás de nosotros se formó de repente un choclón aperado de pancartas, banderas y altavoces. El alboroto no era de extrañar en un puerto donde miles de curiosos se apiñaban para ver de cerca los grandes veleros, pero igual la guardia del buque-escuela se inquietó. Aprovechamos la situación para explorar a nuestra pinta toda la cubierta principal, mientras a los pobres gringos que habían subido con nosotros les contaban el tétrico y glorioso cuento del combate naval de Iquique y su calvo héroe.



Recuerdo que el brillo del sol y la blancura del barco me encandilaron. Todos los metales fulguraban, especialmente la campana, que era un verdadero espejo dorado donde se reflejaban, distorsionados, los cuatro mástiles y el cielo azul de Maryland. Las letras metálicas del nombre del barco, encima del portalón, estaban pulidas y remachadas como para resistir cualquier tormenta. Cada detalle del navío revelaba ese cuidado minucioso por la limpieza que caracteriza a la disciplina militar y a ciertos desórdenes de la psiquis.



Descubrimos que por unas escotillas redondas se podía ver lo que había bajo cubierta. Metimos la cabeza por un ventanuco que encontramos y vimos que daba a una cocina donde estaba dispuesta, encima del mesón, una ponchera de cristal. Un rayo de sol que se filtraba por la claraboya alumbraba el líquido ámbar: era nada menos que mote con huesillos. No era un mote con huesillos común y corriente, de ése que se servía en la calle con cuchara de plástico y potrillo de vidrio barato. A su alrededor había fuentes llenas de hielo picado, bandejas de cristalería, cubiertos de plata y servilletas blancas bordadas con la letra «E».



No sé a quién de los dos se le ocurrió bajar a robarnos un vaso de mote con huesillo para aliviar el calor. Era un atrevimiento, pero con la falta de sueño, con el arrebato de la juventud y con el hecho de haber pasado casi doce meses lejos de Chile, a lo mejor habíamos perdido el miedo y la cordura. Seguía aumentando el griterío en el muelle y nadie se fijaba en nosotros. Así que nos dimos ánimo y decidimos bajar a tomarnos ese vaso de mote heladito para matar la sed y la nostalgia.



«Qué tanta hueá, si nos pescan decimos que somos chilenos», me dijo mi compañero de aventuras. «Qué tanta hueá» era la frase favorita de Juan Carlos, el corolario de todas sus reflexiones. Con esas palabras tan sabias, se metió por unas escalerillas a un nivel más abajo y yo lo seguí a medio paso de distancia. Antes de internarme bajo cubierta, me di cuenta de que la conmoción aumentaba en el muelle y que habían cerrado la pasarela; ya no estaban dejando pasar más turistas, porque ya era claro que eso no era un simple aglomeración sino una protesta organizada.



Nos internamos por los pasadizos del Esmeralda, que bajo cubierta es en realidad un laberinto en tres dimensiones. No entiendo cómo nadie nos puso atajo. Después de andar metidos en la sala de máquinas, en las cámaras y camarotes, en los comedores y en los baños (los llaman «jardines», muy poéticamente), y hasta en los pañoles de víveres preguntando dónde se podía llegar a nuestro Santo Grial de mote con huesillos, dimos con el lugar que buscábamos, que quedaba hacia la popa, a la altura del palo de mesana. No había nadie que nos impidiera calmar la extraña sed que se había posesionado de nosotros. Juan Carlos estaba con el cucharón en una mano y un vaso en el otro, listo para sacar su porción de líquido dorado de la ponchera, cuando un sargento de la custodia apareció por detrás y le puso la mano en el hombro. No nos podíamos arrancar por el pasillo estrecho; el sargento nos tenía acorralados en el repostero.



«Los voy a tener que meter en un calabozo, esto es recinto militar, jóvenes», dijo, sin revelar si estaba hablando en serio o en broma. Juan Carlos se hizo el lindo, echó la talla, y se puso a hablarle muy canchero en su mejor acento cuico hasta que el sargento cambió la cara y le soltó el hombro. «¿Usted también es chileno?» me dijo, extendiendo la mano. «Chileno también», le contesté. «A mí me pareció medio mexicano por lo achinado». «Santiaguino», le aseguré. El sargento no se dio cuenta de que me puse como tomate debajo de mi bronceado chocolate azteca.



El mote con huesillos era para el capitán y para la visita oficial del alcalde de Baltimore, pero el sargento amigo nos dijo que le echáramos una probadita no más, que él nos daba permiso. Así lo hicimos, compartiendo unos sorbos de mote dulcecito en el jarro que hizo de cucharón. Cerramos los ojos, dijimos mmmm, y sentimos que el sabor nos transportaba a Chile. Me parecía un sueño raro eso de estar tomando mote con huesillos en un rincón perdido del buque-escuela Esmeralda, pero el dulzor y la frescura de la bebida eran de verdad.



Hechas las libaciones, el sargento nos dijo que teníamos que bajar del barco, altiro, porque afuera se había formado un boche. Al salir nos dejó darle una mirada rápida a la cabina del capitán. Ahí estaba el retrato de San Arturo Prat, entre paredes enchapadas en maderas nobles, con muebles finos y alfombras persas. Era una réplica de un salón de club inglés para caballeros, pero en miniatura, con instrumentos de navegación, mapas, cajas de habanos, botellas de licor de cristal cortado y una mesa de comedor bien dispuesta. Había algo de ridículo en la elegancia forzada de ese lugar que olía a desinfectante, a loción de afeitar y a huesillos cocidos con mote.



Incluso ahí, en el espacio más aislado del barco, se sentía el rumor de la protesta que crecía en el muelle. El sargento nos dijo, mientras nos guiaba hacia la salida, que a lo mejor iban a tener que mover el buque. Antes de bajarnos, mi compadre Juan Carlos tomó una foto con su Kodak Instamatic. No sé dónde habrá quedado esa fotografía donde aparezco al lado del sargento. Él posó muy serio, cuadrado a lo milico, y yo salgo con una sonrisa patética, con la peluca crespa ondeando al viento, con las manos cruzadas por delante como si estuviera en una barrera ante un tiro libre. O más bien parezco un integrante perdido del Illapu cuando se lo llevan esposado.



En la pasarela, bajando al muelle, vimos que subía en dirección contraria un carabinero. Venía con la camisa de uniforme mojada de transpiración y con la casaca en el brazo. No hay verde como ese verde inconfundible, que me volvió la sensación de estar en un sueño. Seguramente el paco andaba en el crucero de instrucción. Venía acezando, como si lo vinieran persiguiendo. Exclamó al cruzarse, sin dirigirse a nadie en particular: «Ä„Ta todo lleno de comunistas!». Juan Carlos, graciosito como siempre, le contestó, indicándome con la pera: «Éste es el más marxista de todos, todos esos hueones son amigos suyos». El paco se dio vuelta y yo le saqué la madre al Juan Carlos al saltar a tierra firme. Aunque estaba lejos del alcance del policía (y del sargento amigo, que a esas alturas miraba con cara de perro desde la cubierta) me dio miedo cuando vi cómo volteó la cabeza al oír la palabra «marxista».



En el muelle nos topamos con un mar humano que gritaba consignas en contra de la junta militar, agitando banderas y carteles. Noté que el paco se paseaba a lo largo de las barandas del barco, tomando fotos, como si estuviera en una protesta del Pedagógico. Muchos años después leí que ese día en el muelle también andaban agentes del FBI infiltrados entre los manifestantes. Tal vez el carabinero les sacaba fotos a los mismos agentes que deberían haber estado pendientes de los movimientos de Townley y Fernández Larios en vez de estar perdiendo el tiempo en protestas pacíficas. En el muelle yo seguía garabateando a Juan Carlos. «Y qué tanta hueá», me contestaba, «si es verdad que soi marxista». Después se trenzó a discutir con gente de la protesta en su inglés macarrónico. Ese día se hizo una trizadura en nuestra amistad, la que con los años se quebró sin dejar nada más que los recuerdos de las travesuras que compartimos.



Durante mucho tiempo me arrepentí de haber abordado el Esmeralda en Baltimore. Me sentía mal de haber olvidado aunque fuera por unos momentos que allí se había torturado y posiblemente matado gente. En esa época no había certezas documentadas, todo eran rumores, noticias que viajaban de boca en boca, en susurros, en papeles clandestinos, o por medio de la estática de la radio de onda corta. Sin embargo, se sabía un par de cosas con la suficiente certidumbre. Se sabía lo que había pasado en el Estadio Nacional (a pesar de los esfuerzos de colaboracionistas al estilo de Claudio Sánchez) y en el Estadio Chile, donde mataron a Víctor Jara y a muchos otros.



Asimismo, se sabía que el Esmeralda no estaba limpia, que su blancura y su belleza ocultaban una historia turbia y horrorosa. Pero se veía tan bonita, ondeaba tan hermosa la bandera de nuestra infancia, la que nos graban a fuego en el corazón. Cuando mi compadre y yo buscábamos el mote con huesillos, muertos de sed y de nostalgia, se nos hizo fácil suspender el conocimiento de que en esos vericuetos del Esmeralda se torturó y se violó, que en esos camarotes, jardines, cabinas y pasillos se privó de la libertad y de la dignidad a gente inocente.



El Esmeralda se apronta a iniciar su crucero anual de instrucción. Seguro que entre los víveres va una buena provisión de descarozados y de mote de primera calidad para ofrecer a los invitados. Pero este año es diferente, porque el país que representa cambió después del informe Valech. Ya nadie, ni mi ex-amigo Juan Carlos ni el capitán del Esmeralda, está en condiciones de negar lo que se hizo en ese barco ni de acusar a los que protestan de estar mal informados. Cualquier autoridad extranjera va a pensarlo dos veces antes de subirse al barco de la tortura y antes de aceptar un traguito de mote con huesillos. Cualquier ciudadano informado en otros países va a sentir repulsa antes que admiración por esa bella presencia chilena. Las protestas van a arreciar, no nos engañemos.



Como dije antes, sería un acto de justicia material y de reparación profunda que el Esmeralda fuera hundida en ceremonia, en la mejor tradición del honor naval. Como esto no va a suceder, propongo que se la transforme. Que se la convierta en una muestra navegante de lo que mejor nos representa como país: nuestra voluntad expresa y consensuada, aprendida con grandes sufrimientos, acerca de la inviolabilidad de los derechos humanos. Exportemos con el Esmeralda el fruto de nuestra historia reciente, que el buque-escuela haga un peregrinaje de instrucción promoviendo la causa de los derechos humanos, viajando a los puertos del mundo donde más necesaria se haga su presencia. Que esas velas blancas en el horizonte simbolicen la esperanza y la justicia, en lugar de evocar, como ahora, un rastro imborrable de violencia y muerte. Que el Esmeralda vuelva a ser de todos los chilenos y deje de ser un siniestro Caleuche condenado a recibir el escarnio del mundo. Ésa, señor ministro de Defensa, es la materialidad que importa, una materialidad de la cual podríamos enorgullecernos de verdad, en cualquier puerto del planeta.



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Roberto Castillo, escritor chileno radicado en Estados Unidos

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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