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Auto meditaciones

Pude constatar, en una mirada panorámica, que la mayoría de los sujetos que descendieron de algún vehículo cuatro por cuatro no tenía ni remotamente aspecto de aventureros, esos personajes selváticos que andan punta y codo, cintillo al viento, y de mala cara recorriendo la urbe, ansiosos de retornar -con el buen servicio de la doble tracción- a sus bosques milenarios.


De paseo a control remoto por la oferta vespertina de la tele, me encontré de sopetón con la siguiente fineza expelida por uno de esos expertos en las llamadas tendencias sociales: «dime en qué auto andas y te diré quién eres», disparó a quemarropa el sociólogo aficionado, dando a entender que el prestigio de una persona sería directamente proporcional al valor del vehículo que posee. Sus interlocutores -algunos de esos insípidos y olvidables (Dios mediante) rostros de la TV chilena- lo escucharon sin contradecirlo y le celebraron su frase como si se tratara de una verdad revelada. No es la indolencia de sus contertulios lo que me ocupa, sino el alcance de la corriente de pensamiento que inauguró el susodicho especialista y que conmoverá a diversos ciudadanos, quienes podrían sentirse tentados de igualar su autoestima con las capacidades de sus respectivos vehículos (si es que han adquirido alguno pues, de no ser así, de acuerdo a esta teoría, valdrían un pepino).



Para ser precisos, me parece que, por regla general, y para apreciarlo desde la perspectiva de los carros, los medios de transporte motorizados tienen capacidades superiores que la de los sujetos que los conducen: entre otras, la velocidad y la potencialidad de enfrentarse a todo tipo de terrenos. Dejando fuera nuestras humanas peculiaridades, cualquier vehículo es en toda línea más poderoso que su dueño. Tenemos, por ejemplo, la correlación de tamaños que, en general, no nos favorece, y para probarlo basta con intentar cruzar la Costanera al trote tipo siete de la tarde.



Una de estas mañanas, sometí el hallazgo de nuestro «experto en tendencias» al rigor de un trabajo de campo: observé durante un par de horas el trajín de un aparcadero en la esquina de Antonio Varas y Providencia para comprobar si, al menos en el aspecto, tenían alguna semejanza los conductores con los autos que estacionaron (algo parecido al mimetismo que se produce a menudo, entre el ser humano y sus mascotas).



Pude constatar, en una mirada panorámica, que la mayoría de los sujetos que descendieron de algún vehículo cuatro por cuatro no tenía ni remotamente aspecto de aventureros, esos personajes selváticos que andan punta y codo, cintillo al viento, y de mala cara recorriendo la urbe, ansiosos de retornar -con el buen servicio de la doble tracción- a sus bosques milenarios. Más bien predominan los gordinflones de musculatura laxa y el caminar paquidérmico propio de los que le tienen asco a las caminatas y el pedaleo (hábitos recomendables para mantener un cuerpo con relativa dignidad), o sea, en buenas cuentas, individuos que huyen de la madre naturaleza donde si puede ser útil un automóvil todo terreno. De las señoras y señoritas que vi descender de flamantes fortalezas motorizadas, parecían varias de ellas recién salidas de la peluquería y dispuestas a realizar una operación rastrillo, tienda por tienda, en alguno de los sitios donde no es tan difícil que se nos sorprenda a todos, a cualquier hora, consumiendo algo.



Uno podría elucubrar, después de ese examen urbano, «dime en qué auto andas y te diré lo que no eres» y, por lo tanto, si el tipo sometido a inspección resulta ser un petiso que toma el sol a cuadritos en un condominio, probablemente su vehículo sea lo más parecido a un tanque que se pueda encontrar en el mercado de los automóviles.



En un espacio más interesante de la oferta televisiva, me crucé con una entrevista de Cristián Warnken -en La Belleza de Pensar- al jurista y doctor en Filosofía Carlos Peña, quien planteó, de manera soberbia y con notable capacidad de síntesis, los fundamentos del pensamiento liberal al que él adscribe. Uno puede estar o no de acuerdo con las ideas que Peña coloca en «circulación», por decirlo en términos automotrices, pero es difícil desconocer su libertad de pensamiento, su brillante oratoria, incluso, en varios pasajes, su fino humor, como cuando se refiere a la deseable neutralidad del Estado frente a los credos religiosos.



Durante aproximadamente una hora entrevistador y entrevistado demuestran que en la televisión también hay lugar para la lucidez. Al lado del impecable discurso del jurista Peña, resulta más patente la pobreza argumental de algunos sujetos que urden sus tonteras sin la más mínima misericordia por la sensibilidad del prójimo. Nadie tiene la obligación de fraguar sólo ideas memorables ni de convertir cada sílaba en una obra maestra, pero al menos se puede suplicar un margen de conciencia de los propios límites en el terreno intelectual.



¿Qué auto tendrá Peña? De seguro nuestro experto en tendencias lo debe considerar un dato imprescindible para ponderar la jerarquía del personaje. «Con el afán de metaforizar a las personas se utilizan los vehículos, se motorizan las subjetividades», como sostiene con tanta gracia un hermano especializado en estos temas.



Los lugares comunes, los eufemismos tan utilizados durante la dictadura militar, la ramplonería, las declaraciones oportunistas, tienden a multiplicarse en las bocas de muchos personajes públicos, no sólo del mundo televisivo, por cierto: se les puede encontrar ejerciendo las más diversas especialidades a lo largo y ancho del territorio sin necesidad de que haya, necesariamente, una pantalla de por medio. Son los denominados «líderes de opinión» que, suelen tener muy poco de líderes y menos de opinión. Este gremio cada vez más numeroso representa una amenaza contundente para el sistema inmunológico de los neurotransmisores, en especial cuando sus espontáneos aforismos son multiplicados por los medios.



La estrecha relación entre el hombre y sus vehículos, descubierta por el experto en tendencias, podría hallar sustento en la conducta de numerosos individuos que se mueven en Chile con la pretensión de aparecer ante los demás como representantes de una casta superior. Ciertos acentos, ciertas ropas, ciertos colegios, ciertos viajes, ciertos ademanes, ciertas casas y, por supuesto, ciertos vehículos, parecen definir el sentido de distinción, de pertenencia y de identidad de (ciertas) personas. En tales casos y en consecuencia, se podría exigir que a dichos sujetos se les aplique -cada vez que abran la boca- el rigor de los protocolos internacionales sobre gases y otras emisiones.



Vicente Parrini es periodista.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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