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Nueve puntos y un ruego final para un país engañado


Desde hace un par de semanas, se observa un espectáculo público bastante poco edificante (por decir lo menos).



Todo parece comenzar con una resolución del ministro Guzmán en la que estima que los uniformados (r) Benavides y Montero, quienes ostentaban altos cargos en el ministerio del Interior en la época de comisión de los delitos por él investigados en la llamada Operación Colombo, no podían dada su investidura ignorar lo que sucedía en el país, y por lo tanto, corresponde someterlos a proceso en la causa en tanto encubridores.



Una persona con un mínimo de interés en este asunto -que finalmente es un asunto del interés público- podría imaginar que si un ministro del Interior en uniforme podía y debía saber lo que ocurría en el país mientras él ejercía sus funciones, por qué no uno con traje bien cortado de casimir inglés. Y entonces a través de una presentación judicial inicialmente, se llega al tema de la responsabilidad de los altos funcionarios civiles en la época militar.



Los civiles que se sienten aludidos, algunos directamente mencionados en las señaladas presentaciones judiciales, se escudan en frases erráticas, cuando no torpes: yo nunca supe; cómo se le ocurre que iba a preguntar, habría durado cinco minutos de ministro; puede ser que tenga responsabilidad política en los hechos que se investigan…



La UDI, furiosa y desorientada como anda hace un buen tiempo, responde haciendo gala de ingenio «cuesta pensar que el ministro de Obras Públicas -o el presidente de la República, no recuerdo bien y cito de memoria, pero para el caso da lo mismo- no supiera de las platas del MOP-Gate o de las condiciones del Puente Loncomilla».



Lo que cuesta es entender en qué tiene relación el caso MOP-Gate o el del puente Loncomilla con lo que se discute. Una vez más, se llega al nocivo juego de «empate moral» que, entre otras cosas, refuerza el sentimiento ambiente del tous pourris y no contribuye en nada a la redignificación de la actividad política ni al reencantamiento ciudadano que la propia UDI (re)clama a gritos.



En relación con el anterior panorama, parece útil hacer algunos comentarios.



Primero, el que todo se genere con la resolución del juez Guzmán no es más que un espejismo. El tema de las responsabilidades de civiles durante la dictadura ya estaba instalado, por decirlo así, tanto en el país como en el exterior desde bastante antes de la resolución del magistrado. Hace ya años que una buena nómina de civiles que tuvieron altas funciones durante el régimen de Pinochet no pueden trasponer la frontera, por ejemplo, ante el temor de ser aprehendidos en virtud de órdenes de capturas internacionales.



Segundo, el asunto de las responsabilidades, de hecho, comenzó hace más de tres décadas y proviene de la comisión misma de las atrocidades que hoy -finalmente- todos parecen dispuestos a reconocer existieron en el país…. Empezó con los asesinatos, raptos, desapariciones, golpizas, balas. Empezó -y se prolongó- durante cuatro lustros en los que una mitad de Chile se murió de… gracias a Dios bastante menos que la otra mitad.



Tercero, decir un ex ministro que en tanto ministro del Interior asume su responsabilidad política en lo ocurrido en el país en los años en que ejerció sus funciones, es francamente tautológico, por no decir grosero. Todos los ministros tienen responsabilidad política en relación con las materias de competencia de su cartera. En el caso del ministro civil del Interior de la época de la dictadura que con hombría, según el candidato Lavín, hace estas declaraciones, su responsabilidad política se consigna expresamente en cientos de decretos que mantenían los estados de excepción constitucional, las medidas de destierro, las deportaciones a lugares alejados del país, las incomunicaciones prolongadas, las detenciones en recintos irregulares, entre otras medidas que comprometen su responsabilidad política, según él mismo sostiene. A los tribunales de justicia les corresponde pronunciarse sobre otras eventuales responsabilidades.



En todo caso, cuando se habla de decretos firmados por el señor ministro, es de esperar que no se trate de nuevos engaños y maquinaciones a los que secretario de Estado debía hacer frente cotidianamente. Es de esperar, también, que haya leído lo que firmaba; de no ser así, el problema es aún mayor de lo que jamás se pensó. Entonces, la responsabilidad política no se le pide que la asuma, es inherente al cargo que ostentaba y se casó con ella desde que decidió jurar como ministro (lo que hizo libre y espontáneamente, hasta donde se sabe).



Cuarto ¿si hoy día se reconoce y se asume ampliamente por la sociedad chilena que hubo víctimas, no parece consecuencia lógica de lo anterior sostener que también tienen que haber existido victimarios?



Quinto, contestada afirmativamente la anterior interrogante, de inmediato surge otra inquietud ¿quiénes son estos victimarios? ¿Las instituciones castrenses, los siniestros servicios de inteligencia, las ominosas fuerzas paramilitares de patrones en el mundo rural, los comandos autoproclamados vengadores de mártires, la derecha política y económica?…



Ciertamente no, estas respuestas son improcedentes. Hoy todos los sectores parecen también haber aprendido aquello que un alumno de Derecho memoriza desde sus primeras clases: la responsabilidad penal es personal.



La anterior idea no se contrapone sino que se complementa con la distinción entre autores directos, intelectuales, cómplices y encubridores. Estas diferentes categorías de autoría están contempladas en la legislación penal chilena desde el siglo antepasado y la misma establece las sanciones correspondientes a los responsables según el delito y el tipo de autoría. No es invención del ministro Guzmán o de magistrados extranjeros con pretensiones de imponer tesis extraterritoriales en relación con la comisión de ciertos crímenes gravísimos.



La responsabilidad de las instituciones, por su parte, tema abordado por el propio general Cheyre (y en definitiva por el Estado de Chile al asumir la reparación de miles de hombres y mujeres por los actos ilícitos perpetrados por sus agentes o personas a su servicio), es de otra naturaleza y en el cotidiano de la represión en Chile significó que las personas individuales actuaron pensando que los crímenes que cometían serían impunes. Por otra parte, el potenciarse unos a otros dentro de la lógica del mando, profundizó el drama y llegó tan lejos que se habló de excesos, todos ellos cometidos por el interés superior de la patria.



Hoy lo que al juez y a la sociedad chilena ha de interesarle es saber quiénes, con nombre, alias y apellido, cometieron estos excesos y, por lo tanto, tienen responsabilidad penal en este descalabro..



Sexto, el Estado de Chile tras el golpe militar siguió funcionando a manos de uniformados, de caballeros de Chile (y del exterior) y del grupo que hizo las veces de amigables yanaconas del partido radical… (ante la inminente acusación de plagio, se reconoce con orgullo la autoría de Neruda en la terminología socio-política-poética que viene de ser utilizada). Parece normal que abogados querellantes y los jueces busquen entre estos servidores públicos de antaño a los responsables de las violaciones de derechos humanos ocurridas en el país.



Durante largos años las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos martillaron, con razón, en la conciencia nacional el «dónde están», la pregunta complementaria hoy es «quiénes son» (o quiénes fueron).



Séptimo: Conocer a los responsables con nombres, alias y apellidos, hay que reiterarlo, ese es el objetivo del presente. No es ánimo revanchista, no es oportunismo político. Es lo mínimo que puede exigir una sociedad civilizada en que el establecer responsabilidades y aplicar sanciones tras una investigación regulada por la ley, son funciones de los tribunales de justicia y no de los medios de comunicación o de los rumores sociales. Es en beneficio de Chile, empezando por los cientos de funcionarios civiles y militares que participaron con corrección del gobierno militar, el que los tribunales continúen desempeñando su rol en estos procesos.



Octavo: ministros, embajadores, jefes de servicio y otros altos funcionarios del régimen militar, dicen ignorar que en este país miles de sus compatriotas permanecían detenidos sin proceso, que eran apremiados físicamente, que se les impedía vivir en su patria o que se les privaba de su trabajo por razones políticas.



Y sin embargo, es válido hacerse la siguiente pregunta: ¿Cómo personas de tanta importancia en el gobierno militar, personas con cargos estratégicos, podían ignorar lo que pasaba en su país?



No se diga que no había manera de saber… Ahí están las miles de cartas dirigidas por mujeres a sus maridos presos en campos de concentración (las que exhiben apostado sobre las letras desesperadas y amorosas un timbre con la palabra «censurado»); ahí están los cientos de amparos presentados ante el poder judicial y rechazados por el mismo; ahí están los antecedentes consignados ante los organismos internacionales (Naciones Unidas y Cruz Roja, fundamentalmente); ahí están los certificados emitidos por las propias autoridades de la época en que se consignan las detenciones de miles de chilenos; ahí están las respuestas del propio Ministerio del Interior a cientos de cartas enviadas al despacho del ministro, pidiendo explicaciones por arrestos ilegales; ahí están los archivos guardados en el Comité Pro Paz inicialmente y en la Vicaría de la Solidaridad, después; ahí están los valientes esfuerzos periodísticos de Cauce, Análisis, Apsi, Fortín… Ahí están…



Noveno: Y si se llega a aceptar que fueron engañados ¿se podría saber quién cometió tamaño engaño? Al menos alguna idea tendrán habiendo pasado tantísimos años y teniendo hoy a disposición, una de las ventajas de la democracia, tanta información como necesiten.



Cuando un ex ministro dice «no habría durado cinco minutos en el cargo» ¿significa que algo intuía? Si así fuera, qué lo motivó entonces a mantenerse en funciones: resuelto espíritu de patriotismo, convicciones religiosas, ambición de poder y sus prebendas asociadas, temor a pasar del ministerio al paredón, todas las anteriores…



Para concluir…



Guste o no, la sociedad chilena seguirá siendo espectadora de este espectáculo.



Les guste o no, los tribunales de justicia seguirán en el ojo de la tormenta. En la inauguración del año judicial 2005, el presidente Libedinsky dice «la justicia no es viable en dictadura», otra obviedad. Por qué no plantea algo más problemático: con una justicia que no hubiera claudicado cabalmente de sus funciones la dictadura habría sido menos cruenta, habría tenido mayores limitaciones, frenos y contrapesos… Es solo ahí donde se entiende la falta de coraje moral que el presidente Aylwin, él mismo hijo de un magistrado de dilatada trayectoria que llegó a ocupar la presidencia del Poder Judicial en este país, le enrostrara a los tribunales.



Y si las cosas fueran tan mecánicas (dictadura = término del funcionamiento de la justicia) ¿por qué entonces los jueces no se fueron a sus casas? ¿Era necesario acaso que el régimen declarara el receso de los tribunales, como se hizo con el Congreso Nacional? Honor a los jueces, pocos lamentablemente, que aún a riesgo de sus proyecciones de carrera e integridad física, opusieron una valiente resistencia al poder omnímodo e ilegítimo de la dictadura.



Es en esa óptica que debe entenderse la declaración del ministro Guzmán: «prefiero un abrazo en la calle que llegar a ser ministro de la Corte Suprema». No hay en ella un asomo de superioridad, no hay en ella un desprecio por el máximo tribunal del país. Hay un profundo compromiso con la justicia y no con la ambición carrerista (legítima, finalmente, pero no a cualquier precio).



En este momento de espectáculo poco constructivo, como ya se dijo, hay que confiar en que los tribunales hoy sí estén a la altura de las circunstancias. El ciudadano no debería caer en el juego de la derecha: «no hablemos de los asuntos que están pendientes ante la justicia»… ¿Por qué no? La Constitución, siguiendo en este punto -lamentablemente no en todo su texto- la tradición republicana chilena de separación de poderes, establece la prohibición a los otros poderes del Estado para intervenir en las causas que actualmente conocen los tribunales. Los ciudadanos pueden y deben reaccionar ante lo que las cortes investigan y resuelven. Por algo los procesos son públicos; no perdamos esta conquista democrática devolviéndole un cariz de secreto a las tareas judiciales.

Finalmente, una idea para darle al menos una apariencia de seriedad a lo que viene: exijamos alto y claro que se deje de ofender la inteligencia y la sensibilidad del personal.



Que se diga la verdad … Si por razones de Estado, temores otra vez, intereses personales, vergüenza por lo que hicieron o dejaron de hacer, no se puede hoy hablar, al menos que se tenga la decencia de guardar silencio.



Claudio Herrera Jarpa es abogado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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