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Santiago y la otra contaminación


Por estos días, las autoridades españolas han resuelto eliminar de Madrid la última estatua que celebraba al dictador Francisco Franco. De algún modo, la sociedad española va depurándose de toda la simbología que permanecía como una mancha de su propio pasado histórico. Es obvio que la historia no se puede rescribir, nadie puede borrar ni las muertes ni el dolor de aquellos años. Se puede, no obstante, evitar que se glorifique y se celebre en el espacio público hechos y personajes que más bien reclaman luto y recogimiento.



En nuestro país, tras el fin de la dictadura de Pinochet, aún persisten símbolos que aluden a aquellos años funestos. Por de pronto, existe una avenida que como una insolente daga clavada en la ciudad rememora la triste fecha de un golpe de estado. A esto habría que agregar toda una retahíla de «estatuas vivientes» que, con uniformes y sin ellos, desfilan impunes por la vida pública y ocupan altos cargos en el poder legislativo o en gobiernos locales.



El repertorio simbólico de una ciudad no es una cuestión menor y, querámoslo o no, éste nos habla del estado en que se encuentran las cosas en nuestro país. El hecho lamentable de que pervivan entre nosotros los signos de la dictadura, nos hace evidente que estamos muy lejos de haber dejado atrás dicha experiencia. Todavía hoy el manto oscuro y silencioso del régimen militar tiñe nuestro imaginario y cubre nuestras calles.



Quizás, lo más preocupante sea, precisamente, que no hablemos de ello. Pareciera que la sociedad chilena hubiese naturalizado esta presencia como un aire de cementerio que se cuela por los meandros de esta urbe que, al mismo tiempo erige imponentes torres de cristal. Así, cada vez que las retroexcavadoras hunden sus dientes para construir un nuevo rascacielos, aparecen osamentas que, como una pesadilla, vuelven una y otra vez.



Nuestra ciudad capital lleva en sí, a más de treinta años, las cicatrices que marcaron su historia reciente. Tal vez es ya hora de ir restañando estas heridas urbanas, borrando los nombres de avenidas que ofenden y humillan a las nuevas generaciones con su vetusto griterío golpista de antaño. Tal vez ha llegado ya el tiempo de que el viejo coro cómplice del dictador comience a retirarse a sus cuarteles de invierno.



La ciudad, nuestra ciudad, como un hogar común, será un lugar grato y habitable siempre y cuando aprendamos a limpiar su rostro de lágrimas y heridas. Si queremos una ciudad más amable para todos, es el momento de descontaminarla de aquellos infaustos signos. A lo mejor así logramos que nuestros muertos descansen al fin en paz. A lo mejor así logramos que vuelva a florecer la vida, siempre la vida, entre nosotros.




Álvaro Cuadra es docente e investigador de la Universidad ARCIS.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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