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Las otras familias


La denuncia de Karen Atala en contra del Estado de Chile ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pone una vez más en el tapete el concepto de familia que impera en nuestro país. Hasta fines del siglo pasado, éste correspondió a lo que se denomina una familia nuclear, constituida por padre y madre en matrimonio, acompañados de sus hijos. Sin embargo, debido al creciente respaldo de la sociedad a la protección de las libertades individuales, la mayoría de las conductas íntimas entre adultos, distintas al matrimonio, se han visto progresivamente relevadas del juicio ético y penal que recaía sobre ellas.



Entre otras consecuencias, el modelo ortodoxo de familia ha comenzado a sufrir la presión de una sociedad que ya no se organiza exclusivamente según sus preceptos. Esta presión fue la génesis de la ley que igualó el derecho de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, la misma que más tarde dio sustento político a la ley de divorcio.



Las personas se unen en acuerdo a sus particularidades biográficas y a su voluntad de brindarse amor y protección, no para satisfacer un patrón social. Es el caso de la jueza Atala. Separada de su marido, quiso integrar a su amante mujer a la familia. Para éste y otros tantos ejemplos no existe una fórmula legal explícita que permita asegurar los derechos de los involucrados. Es decir, un número importante de chilenos sólo pueden aspirar a ser ciudadanos de segunda clase, al no amparar el Estado sus formas de unión. Las parejas homosexuales son quizá las más perjudicadas.



Todos los hogares deben tener la posibilidad de acceder a los mismos derechos. El Estado no debe inmiscuirse en asuntos como a quién amar y con quién compartir nuestra intimidad y nuestros bienes. Nuestras leyes se ven una vez más sobrepasadas por la realidad, como ya experimentamos en el atraso con que se aprobaron la ley de hijos y el divorcio.



En el alegato por la tuición de las hijas López-Atala, el argumento de la mayoría de supremos que acogió el recurso de queja interpuesto por el padre, apela al ideal del matrimonio frustrado a priori, negando la realidad de las cosas.



El razonamiento nos recuerda la misma ceguera de los legisladores conservadores cuando se discuten temas de familia. Los padres de las niñas se separaron y por tanto ellas no podrán vivir bajo el alero del matrimonio entre sus padres, como pareciera insinuar el fallo al defender «el derecho preferente de las menores a vivir y desarrollarse en el seno de una familia estructurada normalmente y apreciada en el medio social, según el modelo tradicional que le es propio». En oposición a dichos argumentos que tienen más de prejuicio moral que de criterio legal, existe una gran cantidad de testimonios dados por expertos en temas de familia y custodia que fueron desdeñados por la mayoría y citados de manera elocuente por la minoría (3-2).



La postura negligente del Estado de Chile guarda un alarmante paralelo con el voto de mayoría de la Corte Suprema, al no reconocer el cambio social que hemos experimentado ni el avance de las disciplinas humanistas y científicas que abordan estos temas. Visto así, el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos no sólo fijará una guía para futuros fallos de la justicia, sino que será decisivo para impulsar la discusión de una ley de uniones civiles.



Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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