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El último tango en Santiago


Boccatango, la más reciente creación del bailarín argentino Julio Bocca, estremeció al público santiaguino. Inspirado por la tradición tanguera más profunda, el espectáculo obtuvo un triunfo en Estados Unidos, España y Argentina, antes de llegar al escenario de nuestro Teatro Municipal, donde se convirtió en un verdadero evento taquillero.



A los 37 años, Julio Bocca figura entre los representantes más impactantes del ballet clásico en Sudamérica, además de haberse destacado como Primer Bailarín del American Ballet Theater desde 1986, y como artista invitado del Ballet de la Opera de París. Su técnica sin fallas le permite aventurarse en esferas desafiantes, mezclando el ballet clásico con la danza contemporánea y el tango tradicional.



Boccatango, que se estrenó en el Teatro Maipo de Buenos Aires en octubre de 2001, es el producto de esa genialidad creativa, un trabajo pasmante de noventa minutos dividido en 22 cuadros, con coreografía de Ana María Stekelman y Julio Bocca, interpretado por los integrantes del Ballet Argentino que el mismo Bocca fundó en 1990 en Mar del Plata – entre los cuales se destacan Cecilia Figadero y Hernán Piquín -, más dos cantantes, Viviana Vigil y Guillermo Fernández, y una orquesta de ocho músicos dirigida por Julián Vat. Una pócima intachable para un resultado como para quedar sin aliento que el mismo bailarín decidió promover con la frase «Apasionado como siempre e íntimo como nunca».



Boccatango incluye los mejores cortes de la tradición tanguera, tales como Pavadita, Negracha, El día que me quieras, Naranjo en Flor, Las tardecitas de Buenos Aires y La reja, y composiciones de Astor Piazzolla, como Oblivión, Invierno porteño, Romance del diablo, Michelangelo 70 y Años de Soledad. Pero sobre este telón tradicional, la coreografía de Stekelman y Bocca sacude todos los parámetros, sean éstos propios del ballet o del tango, para crear una realidad nueva con lógica completamente independiente.



Muchos tangos son interpretados por parejas de hombres y uno, en la segunda parte, por dos mujeres, sin que se borre nunca la distribución de los roles masculinos y femeninos desde el punto de vista coreográfico. Los bailarines, en la casi totalidad de los cuadros, evolucionan en zapatillas de jazz o descalzos. El vestuario se reduce en general a un pantalón y una polera traslúcida, e incluso al puro pantalón, como para no interferir con la belleza mágica del movimiento, como para no distraer de los impecables tours Å• la seconde, grand jetés y pirouettes múltiples que Bocca ejecuta con soberbia desenvoltura.



Dentro de ese delirio coreográfico, unas piezas se destacan aún más. Por un lado, Invierno porteño, donde Bocca baila no «sobre» sino «con» una mesa, y Años de soledad, donde su compañera de baile es una escalera que le permite desafiar el concepto de verticalidad y todas las leyes del equilibrio, dos cuadros en los cuales el artista establece un diálogo sensual y desesperado con los objetos.



Por otro lado, Romance del diablo, interpretado por Cecilia Figuedo y Bocca sobre una música de Piazzola, con ambos bailarines casi desnudos, moviéndose en un dúo que enloqueció a la crítica en la época de su creación, y sin embargo sigue figurando entre las joyas del arte coreográfico contemporáneo, no solamente por la técnica de los intérpretes, sino también por la belleza de esos cuerpos dibujados con cincel que llenan el espacio de sensualidad fina e ineludible.



Homenaje al tango y desmistificación del tango al mismo tiempo, el espectáculo que la compañía de Julio Bocca trajo al Teatro Municipal dejará un recuerdo fuerte en nuestras memorias. En un proceso parecido al que desarrolló Antonio Gadés con el flamenco, guarda intactas todas las bases de la tradición tanguera, música, textos, y pasos, pero las desplaza hasta el último límite factible, hasta el punto de desequilibrio, hasta el punto de no retorno.



Sylvie Moulin. Académica, cronista y coreógrafa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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