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Institucionalidad y normas ambientales en Chile

El cierre de las dos plantas de Celulosa Arauco, sendos informes internacionales críticos sobre Chile y la quema de parte importante del parque Torres del Paine parecen haber generado un ‘punto de quiebre’ respecto del tema.



Tres episodios de diversa naturaleza -en apariencia inconexos- confluyeron en las últimas semanas para crear una imagen crítica nacional e internacional respecto de la institucionalidad y sobre todo la fiscalización del medio ambiente chilenos. Los tres generan además un nuevo desafío para el último año del actual gobierno y anticipan que el tema ambiental formará parte muy relevante del debate programático endosado a la nueva administración que asuma en 2006.



La prohibición de las comisiones regionales del Medio Ambiente (Corema) de las regiones de Valdivia y Concepción de prohibir el funcionamiento de las dos principales plantas de la empresa Celulosa Arauco y Constitución (Celco), tras constatar la existencia de múltiples irregularidades en su funcionamiento (Río Cruces) o el incumplimiento de las Resoluciones de Calificación Ambiental (Itata), representa el más serio traspié sufrido por el sector forestal chileno y tendrá repercusiones a nivel local e internacional. No sólo por la cuantía de las inversiones involucradas (más de US$ 2.200 millones), ni por el hecho inédito de una paralización que expresa la voluntad gubernamental de hacer plenamente exigible la normativa ambiental. También porque afecta a uno de los mayores montos en desarrollo en toda América Latina (AL) a nivel forestal y al segundo mayor grupo económico nacional, creando expectativas que ensombrecen al menos el ambiente de la inversión sectorial.



El segundo hecho ha sido la mala calificación ambiental otorgada a nuestro país por el Indice de Sustentabilidad Ambiental 2005 elaborado por el Foro Económico Mundial (FEM) y las universidades estadounidenses de Yale y Columbia Según esta muestra (tomada en 146 países divididos en cinco grupos según su ingreso per cápita), Chile exhibe ocho de un total de 21 indicadores críticos. Ello determinó que retrocediese en su clasificación desde el lugar 35 -en 2002- al 42, ocupando el décimo puesto a nivel latinoamericano, incluso por debajo de Bolivia y Perú. Las principales falencias constatadas fueron en calidad del aire, biodiversidad, gestión para reducir la contaminación, manejo del agua, vulnerabilidad ante desastres naturales, efecto invernadero, tratamiento de la basura y manejo de los recursos naturales.



Asimismo, en su última reunión -en París, enero pasado- el club de países industrializados y de economías emergentes aglutinado en la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) también ha cuestionado algunos aspectos del manejo medioambiental chileno, especialmente lo relativo a la fiscalización. Estos reparos habrían sido despejados tras del compromiso gubernamental de mejorar la regulación en las áreas más desprotegidas y una mejor información sobre determinadas emisiones contaminantes. Consecuencia o no de lo anterior, también ha asegurado que durante el primer semestre de 2005 sería promulgada finalmente la Ley de Bosque Nativo.



Finalmente, el incendio de unas 60 mil hectáreas del parque Torres del Paine -provocado por la irresponsabilidad de un campista checo-, la irrisoria multa que éste debió pagar y la tardanza y limitados medios con que la Conaf respondió inicialmente al fuego dan cuenta de la desproporción asignada por el Estado a la prevención de desastres como éste. No es menor el hecho de que CONAF debiese echar mano a dineros con que paga a sus proveedores para arrendar el vuelo de un avión cisterna, pero tampoco es algo nuevo: ya en episodios anteriores ha debido hacer algo parecido. Pero tampoco lo es la desidia gubernamental reflejada en la falta de recursos o la ineficacia de unas políticas y normativas que eliminen la brecha entre el discurso y la práctica de la protección ambiental.



¿MAS REGULACION O MAS MERCADO?



El dinamismo productivo durante la década pasada generó indudables tensiones al interior del esquema económico chileno, acentuando la debilidad de la normativa y de las instituciones ambientales y creando en no pocas ocasiones roces entre las políticas, las instituciones o las autoridades de uno y otro lado.



El solo hecho de que el auge exportador -y por defecto el crecimiento del conjunto de la economía- continuase marcadamente concentrado en la explotación de los recursos naturales da cuenta de una evidente falla en las políticas públicas para estimular tanto la diversificación como la agregación de valor de las exportaciones. Por ejemplo, el ex director de la Oficina de Estudios y Política Agrarias del Ministerio de Agricultura y hoy director de relaciones Económicas Internacionales de la Cancillería, Carlos Furche, ha admitido la necesidad de que un eventual nuevo gobierno de la Concertación se preocupase de más de políticas específicas de desarrollo sectorial.



La gran inestabilidad de los directores de la Comisión Nacional del Medio Ambiente (Conama) es para muchos analistas un indicador de que -al menos hasta el episodio de Celco- el dilema entre crecimiento económico y protección del medio ambiente se resolvió casi siempre a favor del primero. Apoyaría este argumento la evolución que ha experimentado el gasto ambiental versus el gasto total de la economía: mientras el primero dejó de crecer a comienzos de la presente década, el segundo continuó expandiéndose, aunque a un ritmo más moderado que en los años ’80.



La debilidad de la política ambiental develada por informes internacionales impone a ojos de diversos especialistas una profunda reflexión que revise sus fundamentos y actualice sus objetivos conforme a las exigencias y realidades existentes a nivel internacional. Una pregunta fundamental es si la protección ambiental requiere más Estado o más mercado. Según el econokmista Rodrigo Pizarro, director de la fundación ambientalista Terram, en una primera fase, y en respuesta a las evidentes fallas de mercado y a la creciente presión ciudadana, este dilema se intentó resolverlo con las políticas ‘de comando y control’. Más tarde, los problemas ambientales fueron enfrentados con más mercado: se supuso que una mayor liberalización conduciría a empresas y otros agentes contaminantes a ‘internalizar’ en sus inversiones y costos los efectos negativos de su actividad. Ahora el enfoque tendería hacia unas políticas conformes a los postulados del Banco Mundial (BM): desarrollar una visión que integra el manejo de cuencas y territorios. Esta dirección es reconocida como correcta, pero se reflejaría más en fines de corto plazo que en políticas inspiradas en metas de largo plazo. Las diferencias subsistentes entre instituciones y autoridades reafirmarían la ausencia de una visión territorial integral.



Una segunda cuestión esencial es cómo financiar -cuánto está dispuesta a pagar la comunidad- por trasladar las intenciones de protección ambiental en acciones de prevención y fiscalización efectivas. Investigaciones tanto del Banco Mundial (BM) como del Banco Interamericano de Desarrollo han detectado severas limitaciones financieras para la gestión ambiental y recomendado aplicar instrumentos económicos -cargos, tarifas e impuestos a las actividades contaminantes- que autofinancien la gestión e infraestructura ambientales. Por cierto que esta precisión invalida la explicación esgrimida frecuentemente por algunas autoridades criollas: no es congruente defender que ‘nuestros estándares ambientales deben acomodarse a los de un país de US$ 6.000 y no de US$ 20 mil per cápita, y al mismo tiempo argumentar que se suscribió Acuerdos de Libre Comercio (ALC) para ‘jugar en las ligas mayores’.



La experiencia de los países industrializados demuestra que al momento de aplicar estos cobros prevaleció en ellos el objetivo de recaudación fiscal por sobre la creación de incentivos que mejoren la calidad ambiental. Sin embargo, los casos más exitosos se han dado cuando aquéllos funcionan a través del sistema de recaudación tributaria general de un país y cuando los recursos obtenidos van a financiar la ejecución de los planes ambientales muy específicos (programas de descontaminación, acciones de saneamiento local) y al fortalecimiento de la institucionalidad respectiva.



Para el BM, ‘aumentar la aplicación de este tipo de recaudación ambiental requiere de la colaboración entre las autoridades fiscal y ambiental (pero ello) dependerá de la iniciativa y capacidad técnica demostrada por la autoridad ambiental y de la voluntad política de la autoridad fiscal para incorporar este tipo de mecanismos’. Pero tal cooperación está frecuentemente ausente, y en cambio predomina una suerte de lucha de competencia entre instituciones y jefaturas de servicios. En Chile, casos como el del ordenamiento territorial revelan que esta cooperación ha sido casi inexistente: mientras el dos por ciento del territorio nacional dispone de algún tipo de planificación, la multiplicidad de instituciones relacionadas con el tema -cada una con objetivos no siempre convergentes- ha impedido una visión de conjunto al respecto.



INCONSISTENCIAS Y FALENCIAS



También una acuciosa investigación de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) detectó múltiples factores condicionantes y falencias en la institucionalidad de los países de la región que limitan las posibilidades de éxito de la aplicación de instrumentos económicos en la gestión ambiental.



* Relación entre la autoridad fiscal y la ambiental. Hay condicionantes asociadas a las asimetrías de poder y capacidad de negociación política entre el Ministerio de Hacienda y la autoridad ambiental. Por tanto, la agenda presupuestaria de cada país debe incluir resguardos destinados a la aplicación efectiva de las metas ambientales y permitir a sus autoridades aplicar instrumentos fiscales destinados a ese fin.



En el caso chileno, son de larga data los frecuentes conflictos de interés Inter.-institucional, y de proyectos cuya Evaluación de Impacto Ambiental (EIA) es tensionada entre la satisfacción de unas necesidades del corto plazo y criterios de sustentabilidad de muy lenta maduración; esto, porque los temas ambientales se encuadran dentro de estrategias de largo plazo (dimensión política), mientras que las revisión de los EIA pasa por filtros esencialmente técnicos. Súmese a lo anterior la incongruencia de que los proyectos sean examinados y aprobados por autoridades que reconocen una doble dependencia: una técnica y otra política. Porque la verdadera institucionalidad ambiental no está depositada en la Conama, sino que en las COREMAs., integradas por los Secretarios Regionales Ministeriales y los jefes de Servicios. Y todos ellos rinden cuentas tanto a su superior directo (el Ministro del ramo o la autoridad máxima de cada Servicio), como a su superior político, el Intendente. Subyace así un doble conflicto: temporal (el corto versus el largo plazo) y ‘dimensional’ (criterios técnicos versus intereses políticos).



* Generación y disponibilidad de información para efectuar la gestión ambiental. Un claro ejemplo de información atrasada -y por tanto de regulación defectuosa- es el límite máximo permitido de monóxido de carbono vigente hoy para los vehículos de diesel liviano: los estándares nacionales permiten una emisión máxima de 6,2 gr/km, mientras las unidades que ingresan al país emiten apenas 0,5 gr/km. De hecho, uno de los principales compromisos contraídos por los representantes chilenos ante la OCDE fue precisamente mejorar la calidad de la información sobre los agentes contaminantes.



* Adecuación del marco jurídico-institucional para efectuar la gestión ambiental., lo cual requiere de un claro mandato y mecanismos ágiles de coordinación e inserción con distintas instancias gubernamentales para efectuar la gestión ambiental. Los incentivos que pueden manipular la gestión ambiental operan en un ámbito microeconómico, y las señales que los instrumentos de aquélla trasmiten a los agentes económicos pueden ser neutralizados cuando los incentivos macroeconómicos o sectoriales actúan en dirección opuesta.



La libre importación dispuesta desde 1992 para los vehículos diésel livianos con ‘sello verde’ es claramente contradictoria al objetivo declarado de reducir la emisión de partículas contaminantes y de buscar alternativas energéticas a ese consumo, presionando además de manera creciente a la importación de ese combustible. Un trabajo de la Cepal efectuado por el ingeniero Pedro Maldonado endosa a esa decisión el hecho de que el diésel siga siendo el combustible más utilizado por el trasporte, mismo que ha sido identificado como principal responsable de la emisión de material particulado. Esta contradicción resulta tanto más inconsistente, cuanto se reconoce que ‘ha sido la política ambiental la que ha incentivado a las refinerías a efectuar inversiones para mejorar la calidad de los carburantes y cumplir así normas técnicas cada vez más estrictas’.



Asimismo, la acelerada expansión del parque automotriz nacional ha sido causada básicamente por los incentivos tributarios existentes para la importación de vehículos diésel livianos. Estimaciones al año 2000 indican que este tipo de vehículos alcanzaba a las 100 mil unidades., y que están ingresando a razón de unos 20 mil por año. Aparte de la rápida conversión a diésel de una fracción creciente del parque automotriz, ello genera una pérdida de recaudación fiscal -estimada en unos US$ 8 millones anuales para 2003. El impuesto específico a las gasolina es cuatro veces superior al del diésel, lo que traducido a precios al consumidor significa que las bencinas son un 50% más caras que el diésel. Al mismo tiempo, existe una flagrante distorsión tributaria para un mismo combustible respecto de quiénes lo consumen: las industrias que utilizan diésel no pagan el impuesto específico, lo cual se ha comprobado es una fuente adicional de evasión.

Valorizando los costos económicos provocados por la emisión de material particulado en términos de tratamientos médicos, pérdidas de productividad y de bienestar, el estudio de Maldonado sugiere elevar el impuesto específico al diésel en $55 por litro. Para enfrentar todas estas distorsiones, el Gobierno propuso elevar en algo menos de esa suma el litro de diésel, compensando la diferencia con un reajuste en los permisos de circulación para los vehículos que lo utilizan. Pero la oposición legislativa impidió materializar tales ajustes. Ello, a pesar de que el entonces director de la Conama consideró ‘imperativo’ que no siguiesen ingresando nuevos vehículos diésel dentro de las aproximadamente 200 mil unidades que estimativamente se incorporarían al parque nacional en el período 2003- 2005.



* Prioridad política y fortaleza institucional de la autoridad ambiental. Esta involucra aspectos como el nivel de credibilidad y capital político de la autoridad ambiental para imponer su mandato frente a la comunidad regulada y al resto del Gobierno. Normalmente se detectan falencias institucionales, discontinuidad administrativa y poca capacidad para movilizar recursos humanos y técnicos para hacer cumplir su mandato. Un caso típico en este sentido fue la indudable presión ejercida por el grupo ENDESA para la aprobación del EIA de la central Ralco -cuya materialización aparecía indispensable para contribuir a reducir el previsto déficit de generación eléctrica.

* Una gestión ambiental enmarcada dentro de políticas macroeconómicas o sectoriales, cuyos efectos e incentivos son mucho mayores que los perseguidos por aquélla, y en que no pocas ocasiones la contrarrestan. Así, el regulador ambiental se ve forzado a adoptar ‘acciones correctoras’ de los efectos ambientalmente negativos provocados por las políticas macroeconómicas.



Ilustrativo de ello es lo sucedido con la planificación del suelo de la Región Metropolitana: el objetivo de liberalizar el mercado -lo cual requería la previa desregulación de la normativa existente- predominó por sobre una visión de conjunto, que suponía incluir los efectos ambientales y sociales de la pérdida de suelos agrícolas; la expansión incontrolada de la ciudad; el tiempo requerido para movilizarse desde los hogares a los trabajos, y la contaminación asociada a recorridos más extensos del trasporte urbano. La modificación del Plan Regulador impulsada por el Ministerio de Vivienda incorporó unas 90 mil hectáreas para nuevas construcciones, ignorando o contradiciendo las prioridades perseguidas por los planes de Descontaminación y de Trasporte impulsados por la Conama o el ministerio del ramo. Otro ejemplo ha sido el frustrado proyecto de Alumysa en la zona de Aysén, aprobado por la autoridad ambiental regional a contrapelo de los nocivos impactos ambientales y productivos expuestos por otros sectores de la zona.



VIENTOS DE CAMBIO



La ocurrencia simultánea de cuatro hechos vinculados por un común cuestionamiento a la eficacia de la normativa y la institucionalidad ambientales chilenas ha generado remezones y cuestionamientos al interior del Gobierno y de su base partidaria de apoyo. El primero ha interpretado los informes de la OCDE y del FEM como ‘una señal para que estemos atentos y para rectificar si es necesario’. En cambio, algunos parlamentarios de la coalición gobernante le han demandado señales más claras en materia medioambiental: ‘Proyectos como éste (Río Cruces), que se aprueban entre gallos y medianoche, de manera ilegal y donde se están violando todas las leyes, no pueden ser aprobados en Chile’ -dijeron los diputados del Partido Por la Democracia (PPD) Guido Girardi y Leopoldo Sánchez.



Si un nexo común global tienen las experiencias de las plantas Itata y Río Cruces, del vertedero Santa Marta, de los rellenos sanitarios, de la planta de tratamiento de aguas servidas de La Farfana, del aeródromo de Buin o la quema del parque Torres del Paine es que todos ellos se han instalado en lugares ambientalmente muy sensibles, y que las autorizaciones respectivas -cuando existieron- se hicieron en contra de una fuerte oposición ciudadana. Ello parece claro en el caso de la planta valdiviana de Celco: la existencia de 19 irregularidades en su funcionamiento era conocida desde al menos seis meses. El único factor nuevo entre entonces y ahora fue la emergente presión ciudadana.



En una visión que atraviesa trasversalmente las distintas corrientes políticas, los parlamentarios de la ‘bancada verde’ han alcanzado un diagnóstico ‘coherente y concluyente’, dicen algunos de sus integrantes: la institucionalidad ambiental adolece de graves fallas. Por su estructura simplemente coordinadora de distintos ministerios y servicios públicos y por sus limitadas facultades, la institucionalidad ambiental no ha podido cumplir cabalmente sus tareas de protección. Además, continúa sin resolverse cómo hacer converger las demandas económico-sociales con las prioridades gubernamentales; cómo equilibrar los objetivos coyunturales con las metas de largo plazo; cómo compatibilizar la defensa medioambiental con las políticas macroeconómicas.



Hacia igual dirección, aunque motivada por razones más pragmáticas, apunta la opinión de parte (no toda, es cierto) de la dirigencia empresarial. Los ALC suscritos con los EE.UU., Canadá o la Unión Europea (por citar los más relevantes) no generaron nuevos compromisos de cumplimiento ambiental ni elevaron los estándares existentes. Pero sí lo está haciendo la presión de los mercados industrializados, cuyas exigencias serán cada vez más perentorias cuanto más productos chilenos y en mayores cantidades ingresen a ellos.



Este escenario impone dos niveles de desafíos no fáciles de cumplir para el Gobierno y las entidades regulatorias locales: la necesidad de fiscalizar eficientemente el cumplimiento de la propia normativa -so pena de ser acusado de competencia desleal- y la urgencia de ‘nivelar por arriba’ (y no simplemente de someterse a los mínimos estándares internacionales), si se desea que el tema ambiental sea un factor de competitividad adicional para las exportaciones chilenas.



Quien parece haber entendido mejor este dilema en el ámbito empresarial es el chileno y representante máximo para AL de International Paper, la mayor trasnacional forestal mundial. Refiriéndose al cierre de las plantas de Celco, Máximo Pacheco ha dicho: ‘Debemos reconocer que el desarrollo de megaproyectos industriales obliga a tener especial preocupación sobre la comunidad y el medio ambiente. Debemos ser más cuidadosos en el desarrollo de nuestros grandes proyectos de inversión. Aprender a administrar los conflictos. Cada vez estamos en una sociedad más democrática, más participativa: la ciudadanía tiene un rol mucho más activo. Es un desafío tremendo administrar estos nuevos tiempos e imponerse por liderazgo antes que por autoritarismo’.



Sin embargo, 2004 llegó y se fue y con él los primeros diez años de la Ley de Bases del Medio Ambiente, y no se materializó la convocatoria gubernamental al esperado debate sobre lo efectuado y lo pendiente. Entonces, ahora, grupos de parlamentarios, organizaciones no gubernamentales y ciudadanas comenzaron un examen propio que incluye aspectos como el estudio de una nueva institucionalidad, un posible Ministerio Ambiental o el traspaso del manejo territorial a las regiones -pero no cediendo su decisión a técnicos, sino que a las comunidades ciudadanas involucradas.



Nelson Soza Montiel es periodista, economista y consultor internacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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