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Vejez y justicia social en el Chile de hoy

Si la vida moderna es un elogio a la independencia económica y a la autonomía personal, ¿qué pasa cuándo de mayores queremos y necesitamos que otros nos cuiden y protejan?



¿Qué sentido tiene llegar a viejo en una sociedad materialista e individualista, y en la que Dios parece no tener lugar? Si la vida moderna es evitar el dolor y abrirse al placer del consumo, ¿qué pasa cuando nuestro anciano cuerpo no puede llevar esa forma de vida? Si la vida moderna es un elogio a la independencia económica y a la autonomía personal, ¿qué pasa cuándo de mayores queremos y necesitamos que otros nos cuiden y protejan? Si hemos vivimos actuando como si no creyésemos en nada trascendente, evitando prepararnos para la muerte, ¿nos podemos extrañar que la angustia y la tristeza marquen la etapa final de nuestras vidas? Estos son problemas de muchos de los que llegan trabajosamente a la tercera o cuarta edad en el occidente contemporáneo.



Según el Censo del 2002 en Chile hay un millón 700 mil chilenos mayores de sesenta años, el 11,4% de la población total del país. Más aún, casi la mitad de todas esas personas (el 47,6%) supera los 70 años de edad. En una década la población chilena creció a una tasa del 1,2% anual, en tanto los adultos mayores lo hicieron a una tasa del 2,7%. Chile avanza en ese terreno pues cada vez menos niños mueren antes de cumplir el primer año de edad y cada vez la esperanza de vida aumenta. Esos nuevos adultos mayores en un 67% son autovalentes y el 30% está en situación de riesgo. Para mejorar su vida se ha hecho un enorme esfuerzo. Entre 1981 y 1990 el gobierno de la época sólo subió las pensiones en un 4%; entre 1990 y el 2003 los gobiernos de la Concertación las aumentaron en un 53%.



Sin embargo, cuando ayer fui a una farmacia y se me preguntó si quería donar doscientos pesos para financiar un desayuno de un anciano acogido por la Fundación Las Rosas, surgió ante mi conciencia el problema prioritario de la ancianidad chilena: la injusticia. Las pensiones entregadas por el antiguo sistema, en el año 2003 alcanzaron un valor promedio de 158.416 pesos. Si descontamos las pensiones vejez de los uniformados que ascienden promedio a 382.465 pesos, la pensión promedio de los chilenos es de 117.815 pesos. Se trata de montos que siguen siendo bajísimos. Los que se afiliaron al nuevo sistema de AFP no vivirán una mejor situación. De hecho, casi un 60% declara que sólo se afiliaron al nuevo sistema porque su empleador se los exigió.



Además el 40% de los adultos mayores de los 2 quintiles de menores ingresos viven en hogares de 5 personas y más. Ello implica que existe un riesgo de que parte de los beneficios monetarios destinados a ellos filtren hacia otros integrantes de los hogares. ¿En qué gastan sus ingresos nuestros adultos mayores? La economista Adela Cerón ha calculado que un 27% de esos ingresos se va en alimentación; un 25% a vivienda; un 25% a salud y recreación; un 8% a vestuario y un 15% a transporte y comunicaciones. Este el ítem que más ha subido, de ahí la importancia de la propuesta del diputado Eduardo Saffirio quien acaba de presentar un proyecto por el cual se les subsidia en el transporte. Redondeemos diciendo que se trata de gastos para subsistir, para más no da.



Esta situación de precariedad económica fue detectada por el PNUD en 1998. Aquel año un 37% de los chilenos creía que sus ingresos durante la vejez no alcanzarían a cubrir sus necesidades básicas. Un 36% creía que sólo alcanzarían para cubrir dichas necesidades. Lejos de mejorar, esta percepción se ha deteriorado. El Informe del PNUD del 2004 demuestra que un 38% de los chilenos cree que hoy existen menos oportunidades que antes para acceder a una mejor jubilación. Sólo un 27% de los que han salido del sector activo señalan que han accedido a una mejor jubilación. La Primera Encuesta de Protección Social efectuada el 2002 demostró que sólo un 10% de los encuestados considera que sus cotizaciones son un ahorro. Para los chilenos, se ahorra en las libretas de ahorro (51%) o invirtiendo en la educación de sus hijos (29%). Es más, un 48% de los encuestados señala que si no estuviera obligado a cotizar, invertiría su cotización provisional en libretas de ahorro o depósitos a plazo. Un 22% lo gastaría.



Sin embargo, lo peor no está dicho. Al 30 de abril del año 2004 sólo el 56% de la fuerza laboral cotizaba en las AFP. Si a esa cifra se suma el 3% que permanece en el sistema antiguo tenemos que un 40% de la fuerza de trabajo no tiene una protección social efectiva. Los principales afectados son los trabajadores independientes, las mujeres y los chilenos asalariados que trabajan sin tener un contrato. Estar afiliado a una AFP no es garantía de una vejez digna, pues aparte de los bajos montos de jubilación que proveerán debemos sumar el hecho que la densidad de las cotizaciones promedio es de sólo un 52,4%. Es decir, una persona que ha trabajado durante diez años, tiene apenas cinco años cotizados.



La democracia chilena debe hacer justicia con la tercera edad. Ha realizado esfuerzos, pero estos no han sido suficientes. Nuestros adultos mayores trabajaron por la grandeza de Chile. Muchos de ellos formaron familia, educaron a sus hijos y cumplieron sus deberes. Es el momento del retorno agradecido por parte de la sociedad. Su capital político no es pequeño. De ese millón y medio de chilenos, la participación cívica es alta y más de 264.000 están asociados en clubes del adulto mayor. En consecuencia, por conciencia y por conveniencia, los gobernantes que elegiremos a fines de este año deberán hacer justicia con nuestros ancianos.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo del CED.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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