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Lo sagrado y el misterio


Es viernes primero de abril. El Papa se está muriendo. Voy con Pamela, mi esposa, en el auto. Me cuenta que Fernanda, nuestra hija de doce años, le ha dicho que el Papa morirá querido de todos. – «¿Por qué?», la pregunta Pamela. – «Porque todo el mundo sabe que es un hombre bueno que está muriendo como lo predicó. Sufriendo como un viejito enfermo, pero dignificando la vida hasta el final», responde Fernanda. Mientras echamos bencina al auto, el señor que nos atiende entabla abiertamente una conversación no pedida. Es casi un monólogo que me dirige a través de la ventanilla. Es evidente que quiere desahogarse. «Ojalá que se muera el Papa. Ha sufrido mucho sirviendo a Dios. Es tiempo ya que descanse». Trato de consolarlo. Inútil. Una honda molestia empieza a embargarme.



Estúpido de mí. En octubre del 2003, a través de esta columna de El Mostrador, molesto con la forma en que el Vaticano designaba nuevos cardenales protesté. En aquella ocasión escribí que «Se trató de un acto político descarnado que impulsaron quienes se encuentran detrás del Romano Pontífice. De eso no queda duda. Basta ver las imágenes de un anciano martirizado en el ejercicio de su ministerio. ¿Por voluntad de Dios? ¿Es necesario todo esto? ¿Quiénes toman las decisiones en el Vaticano? ¿Quiénes deciden por más de mil millones de católicos repartidos por todo el mundo? Juan Pablo II parece más bien víctima de un sistema que lo proclama Romano Pontífice».



Mi posición era racional si se pensaba, como lo hice, en mi calidad de politólogo. Cuando se ejerce un poder centralizado y tan vasto es vital estar en plenas condiciones mentales y físicas. Pero, mi razón me traicionaba, pues no todo lo racional es razonable, ni todo lo razonable es amable. Cuando razonamos racionalmente nos preocupamos de la lógica formal de nuestros argumentos. Ellos han de ser claros, precisos y concordantes. La razón calcula y busca la armonía entre medios y fines, costos y beneficios. Pero hay razonamientos que no son razonables, pues son éticamente reprochables. Quizás sea racional matar a tres personas para que se salven seis, pero eso no es razonable.



También hay veces que lo razonable no es amable, porque no es digno de amor por parte de nuestro corazón. Porque hay razones del corazón que la razón no entiende. Hay veces que hay que saber escuchar al corazón y dejar que gobierne nuestras emociones y decisiones. El escritor peruano José María Argüedas lo expresaba: «Lo que sabemos es mucho menos que la gran esperanza que sentimos». Por que para comprender el misterio de este mundo necesitamos creer antes que saber. Pero entender lo anterior supone salirse de los cerrados y estrechos muros de la racionalidad instrumental, esa que calcula y calcula. Esa que me traicionó en octubre del año 2003.



Vivimos en una sociedad moderna occidental que nace con el desencantamiento del mundo. Esta sociedad ha condenado como superstición todos aquellos símbolos, mitos, relatos y signos que sobrevivieron al reinado de la diosa razón, proclamada por el Renacimiento y vencedora con la Revolución Francesa. Lo sagrado y lo santo, lo divino, lo luminoso y lo celeste deben callar. ¿Por qué? Porque creímos que la luz de la razón calculadora superaría esa otra luz sobrenatural de la gracia y de la salvación eternas.



La religión surgía así condenada de múltiples maneras. Opio del pueblo y corazón de un mundo sin corazón. Proyección de nuestro inconsciente que reclama padres que nos gobiernen. Simple voluntad de poder de la clase sacerdotal para manipular a las turbas ignorantes. El templo, lugar de lo sagrado, será reemplazado por la fábrica y el laboratorio. La catedral del domingo de nuestra infancia será reemplazada por el mall de nuestra madurez. La fiesta religiosa, tiempo de lo divino y de lo santo, será reemplazado por las vacaciones seculares, profanas y mundanas. ¿No es eso lo que hicimos, hace unos días apenas, en Semana Santa?



Todo ello fue rasgado por ese anciano aquejado del Mal de Parkinson. Vamos. No caigamos tan fácil en aquello que «No hay muerto malo». Lo reconozco. No entendí a ese anciano que ya no se tenía en pie y que quería seguir viajando. No comprendí el símbolo, es decir, el signo lanzado al cielo, de ver a una hombre convertido en una verdadera plegaria viviente buscando a su Señor. No entendí la decisión de seguir gobernando, cuando lo que racionalmente había que hacer era dimitir. «Felices los que sin ver han creído». Yo viendo, no quise creer porque mi saber me decía «no» cuando el corazón afirmaba el «si».



Los niños y los ancianos fueron los primeros en comprender el último mensaje del Papa peregrino. No es raro. Son ellos los que están más cerca de los límites de este mundo terrenal y natural. Los niños vienen recién llegando de ese otro mundo del que nada sabremos si nos seguimos lanzando confiados a los brazos de la calculadora razón. Los ancianos se acercan al final de ese mundo que los vio llegar al nacer y los despedirá al morir. Ellos comprendieron porque creyeron y creyeron porque amaron primero.



No se dejaron engañar, como yo, por la razón endiosada de la modernidad que debiera callar ante lo sagrado y el misterio. Pobre de mí, tarde llegué. Pero no caigo en la desesperación, pues la esperanza volvió a gobernar nuestros corazones contemplando agradecidos la vida y muerte de un siervo consagrado totalmente a su Señor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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