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Un Papa intransigente


Juan Pablo II ha muerto y los medios de prensa han desplegado lo que tenían preparado para la magna ocasión. En primera plana han estado sus aciertos políticos, en especial su participación en el proceso histórico que llevó a la caída de la cortina de hierro. También ha existido consenso en cuanto a su incansable labor apostólica, reflejada en los numerosos viajes que realizó a diferentes lugares del mundo, en los cuales se reunió con multitudes de fervientes católicos, de un modo directo e impresionante.



En Chile recordamos con especial agradecimiento su intervención para apoyar un avance hacia la democracia y para evitar un conflicto armado con Argentina. La mediación fue un éxito que trajo una paz duradera a nuestras naciones, a pesar de los ánimos belicistas de los gobernantes de la época.



Sin embargo, me preocupa la veladura del lado menos admirable de este Papa. Nuestro arzobispo ha declarado en televisión que seguramente será nombrado santo. He revisado páginas de periódicos, páginas de Internet, he visto canales de televisión de todo el mundo, he escuchado a líderes de todas las índoles, entre ellos nuestro presidente y nuestros candidatos, y en ninguno de estos casos he percibido una mirada ecuánime acerca del pontificado de Juan Pablo II. La BBC ha sido quizá la única diferente, hija de una tradición que ha mirado hacia Roma con una ceja levantada desde tiempos de Enrique VIII.



Creo que nadie se ofenderá si afirmo que éste fue un Papa porfiado, como lo llamó Carlos Peña, en cuestiones de moral y tradición. Su currículum es impresionante: Se opuso a igualar la dignidad de las mujeres a la de los hombres dentro de la Iglesia Católica. Las mujeres no pueden administrar los principales sacramentos de la fe y no tienen ningún cargo de importancia en el Estado Vaticano, ni en sus relaciones internacionales, ni en sus ministerios a cargo de temas como Dogma, Familia, etc. Es decir, para Juan Pablo II, las mujeres religiosas son personas de segunda categoría y las que no son religiosas deberían, ojalá, quedarse en su casa. Dejó en claro su preferencia por una mujer doméstica pues el trabajo la alejaba de los hijos y la volvía ambiciosa.



Se opuso a cualquier reforma que apuntara al término del celibato. Los casos de pedofilia que brotaron por todo el mundo, gracias a la valentía de unas pocas víctimas en Estados Unidos, no fueron suficientes para convencerlo de terminar con la principal causa de las conductas desviadas de un no despreciable número de sus pastores.



Se opuso al divorcio con una tenacidad y una falta de realismo que revelaron en toda su magnitud su falta de sintonía con los tiempos, o mejor dicho, con los problemas reales de la feligresía. Son millones los divorciados y vueltos a casar que han sentido el rechazo de la Iglesia, y sólo los poseedores de una mente hipócrita y culposa son capaces de soportar la crítica continua e inquebrantable del papado.



Se opuso al uso del condón. La Iglesia pregona que las vías de prevención del Sida son la abstinencia y la fidelidad en matrimonio. El año pasado murieron 4 millones de personas en África a causa de esta enfermedad y treinta millones están contagiados. Me impactó ver al Obispo de Durbam, una populosa ciudad del continente asolado por el Sida, afirmando en televisión de que era necesario inculcar a la gente un cambio de conducta, a pesar de que en la mayoría de los pueblos originarios del África la poligamia no es una costumbre condenada.



La falta de sintonía con la realidad se reflejó en toda su magnitud en la reunión del Papa con los jóvenes en el Estadio Nacional. Cuando con un grito les ordenó: «Renuncien al sexo», el estadio se vino abajo en un resonante NOOOOO. A esos jóvenes que no están dispuestos a renunciar al sexo, ni siquiera ante la carismática figura del Papa, hay que enseñarles a usar condón.
Se opuso a cualquier forma de reconocimiento civil de la homosexualidad y, más aún, condenó la homosexualidad activa, dejándola inscrita en la larga lista de pecados mortales.



Esto se contradice con las conclusiones de la ciencia psiquiátrica, que a medida que avanza en sus investigaciones más se convence de que la homosexualidad no es un trastorno psicológico, sino una expresión minoritaria de la natural sexualidad del hombre.



En el último libro llegó a decir que pensaba que la intención de algunos estados de legalizar las uniones homosexuales era parte de una ideología del mal. Suena a paranoia. Con esta oposición, que sus huestes se encargan de pregonar por todo el orbe, el Papa, tan endiosado en estos días, condenó por un buen tiempo más a muchos niños y jóvenes al sufrimiento de sentirse culpables por sentir lo que naturalmente sienten y además privó a millones de la posibilidad de vivir sus relaciones íntimas dentro de un marco legal que les permitiera vivir con dignidad y el respeto de los estados.



Por último, se opuso al aborto. Y esta lucha es clave porque tiene un significado que va más allá del problema propiamente tal. Todo aquello que vaya «contra la voluntad de Dios», asumiendo que esta voluntad es una especie de verdad revelada a él o a la Iglesia, está condenado. Así, una serie de libertades individuales quedan restringidas por un Papa o un grupo de personas que se asignan la capacidad de conocer la voluntad de Dios, sin tomar en cuenta en muchos casos las revelaciones de la ciencia moderna. Me recuerda a otros dueños de la verdad, que en un momento condenaron a Galileo y a Darwin, y que este Papa tuvo la tupé de vanagloriarse por haberles levantado la condena, como un muestra de modernidad, cuatro siglos más tarde en un caso, más de un siglo en el otro.



Si todos estos problemas fueran sólo una discusión al interior de un palacio vaticano, no habría el menor problema y ni siquiera me daría el trabajo de escribir esta columna. Sin embargo, son cientos de millones los que han debido sufrir la vergüenza, el rechazo, el miedo, la desazón, la persecución e incluso la muerte, por la falta de flexibilidad de un hombre que no supo aceptar los tiempos que le tocó vivir.



Pablo Simonetti es escritor.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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