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Exposición de la parcialidad de la justicia


Han pasado tres semanas desde la inauguración del año judicial 2005. En los quince días transcurridos, se detuvo a Paul Schafer, se descubrieron nuevas cuentas bancarias de Pinochet, se solicitó el desafuero del senador Sergio Fernández y el discurso inaugural del Presidente de la Corte Suprema quedó sepultado en un pasado intrascendente y lejano. La ley de la actualidad es así; episódica, escandalosa, deshilvanada y amorfa. El espectáculo despoja a los acontecimientos de su densidad y de su capacidad de arraigo en la experiencia de la comunidad. El ritmo mediático iguala los sucesos según una tabla rasa del asombro, la inocencia, la popularidad y la indiferencia.



En ese juego, los hechos noticiosos se suceden y se imponen naturalmente sobre los discursos institucionales, ocultándose el hecho de que hay discursos que son actos graves y envolventes, que aportan su sentido y su contexto, su certeza o su incertidumbre, a los eventos singulares. Lo anterior, para afirmar la vigencia del comentario que escribí hace siglos – diez días atrás-, sobre esta antigua pieza de la retórica judicial. Si este comentario permitiera hacer algo más previsible – o contribuyera a demarcar la imprevisibilidad- de las actuaciones del poder judicial, entonces estará justificada su extemporaneidad y su insistencia.



El derecho a la crítica de la institución judicial



Dice el Presidente de la Corte Suprema :



El año pasado, señales equívocas, derivadas de casos complejos, dieron lugar a que muchos se sintieran autorizados a criticar y desvalorizar nuestro sistema normativo y judicial, sin medir las consecuencias que un desprestigio de esa clase significa al sembrar en la ciudadanía desconfianza y dudas respecto de uno de los Poderes del Estado, cuya trayectoria ha demostrado largamente ser por si una garantía de probidad indiscutible y vital para la armónica convivencia nacional.



Destaco por el momento solo la alusión a los «muchos que se sintieron autorizados a criticar» y lo hago porque me cuento entre esos muchos a los que se quiere paralizar. Recojo el desafío tal cual, como cualquiera. Sin más calificación y títulos que los de reclamar mi derecho ciudadano ante la justicia. Como muchos o como cualquiera, me autorizo -no me «siento autorizado», tengo la autoridad que me otorga la ciudadanía-, y decido ejercer mi capacidad de juicio -mi libertad- ante la ley. Después de todo, la ley no es más que lo que yo haga con ella (Kant + Kafka o cualquiera).



Los jueces deberían estar agradecidos. Su promesa de «a cada cual lo suyo» supone que lo que cada cual quiera se manifieste. En estricto rigor, la autoridad judicial tiene el deber de responderme, porque cada cual y cualquiera representan a la comunidad a la que dice servir. Si mi crítica es deficiente en las formas o adolece de ignorancia ese es un problema de la autoridad y no es un problema cualquiera. Tiene que ver con la repartición del conocimiento de la ley. Uno diría que el conocimiento de la ley es de esos bienes que si escasean pierden su valor. Pero cualquiera podría decir que es de esos bienes que se esconden y se acaparan porque en la privación multiplican su impacto y su intangibilidad.



Despejada, espero, la objeción de mi autoridad, sigamos con las palabras del juez.



Señales equívocas; capacidades e incapacidades de la justicia



En primer lugar, sus omisiones y lagunas. En esta cuenta anual del Presidente de la Corte Suprema no hay ninguna mención al Informe de la Comisión de Prisión Política y Tortura. El mayor reclamo de justicia en la historia de este país -junto al informe Rettig-, sucedido durante el año que informa, no merece más que una alusión indirecta en el discurso del juez: El año pasado, señales equívocas, derivadas de casos complejos, dieron lugar a que muchos se sintieran autorizados a criticar y desvalorizar nuestro sistema normativo y judicial… Asumo que habla del informe Valech y de su crítica a las actuaciones del poder judicial en la época de la dictadura. Aunque puede tratarse del caso Mop, lo que ratificaría mi falta de entendimiento y confirmaría mi extrañeza respecto a las prioridades del poder judicial. En cualquier caso, la manera de dirigirse al asunto está marcada por la autorreferencialidad que parece ser el espíritu característico de la Corte Suprema. Los casos se valoran y se miden según afecten al prestigio y a la marcha administrativa de la institución. Treinta mil testimonios de tortura no constituyen más que el riesgo de un rasguño en la pintura del carro judicial.



Sin embargo, el discurso aborda el tema de los Derechos Humanos. No exactamente desde el punto de vista de las víctimas, ni de la comunidad dañada, ni del aprendizaje de justicia que la revelación de los casos debería haber desencadenado, pero lo toca. El asunto se aborda desde el punto de vista de la defensa de la institución judicial injustamente criticada.



En segundo lugar, se insiste en la incapacidad de la justicia en el período de la dictadura y en refuerzo del argumento se relata una experiencia personal del ministro. La secuencia de esta narración se inicia así:



Â…en la época en que ocurrieron los hechos constitutivos de violaciones a estos derechos, resultaba imposible pesquisarlos a fondo desde el momento en que involucraban, como se ha esclarecido posteriormente, a organismos de seguridad, a sus jefes e integrantes y que su efectiva investigación solo fue posible a partir del retorno de la democracia a nuestro país.



Uno puede dudar sobre si el sentido de este párrafo es afirmar la discontinuidad de la justicia según el régimen político en que está inserta -definida como el paso de la imposibilidad a la posibilidad de aplicarse-, o si busca afirmar, como un hecho esclarecido, la identidad de los responsables de las violaciones a los derechos humanos. Ambas cosas son afirmadas, aunque, como veremos, con distinto peso. Al parecer, las identidades «esclarecidas» están allí solo para apoyar el argumento de la imposibilidad de la justicia.



Los actos fallidos de la justicia



No puede desconocerse tampoco que en la época en que se cometieron las aludidas violaciones a los derechos humanos existieron intentos de hacer justicia a pesar de las condiciones imperantes pero, con todo, esos intentos resultaron fallidos. Al efecto, deseo darles a conocer una experiencia personal.



Este reconocimiento de los intentos realizados durante la dictadura no está presente en la declaración de la Corte sobre el informe Valech. Podemos suponer que esa omisión responde a dos motivos esenciales. La Corte fue tajante en la imposibilidad del ejercicio de la justicia y, este testimonio, aunque minoritario, desmiente esa incapacidad. De haber dado cuenta de estas manifestaciones, la Corte habría debido entrar en una engorrosa explicación de las excepciones y, derrumbado el argumento de la incapacidad, no le habría quedado más recurso que refugiarse en la segunda parte de su argumento: «de todos modos esos gestos no habrían servido de nada». En ese escenario, en el que ya no es posible sostener la incapacidad, los tribunales tendrían entonces que responder irremediablemente de su responsabilidad.



En su discurso, el ministro enfatiza el carácter fallido de esos intentos y relata su experiencia:



El 31 de Enero de 1977, formando Sala con el ex ministro Adolfo Bañados Cuadra, acogimos un recurso de amparo interpuesto a favor de Carlos Humberto Contreras Maluje y, en consecuencia, declaramos «que el señor Ministro del Interior, a fin de restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del amparado, deberá disponer su inmediata libertad».
En un libro escrito por dos periodistas que se refiere a este caso se dice: «La resolución de la Quinta Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago, sorprendió a todos. «Aceptaron un recurso de amparo», se decían unos a otros los abogados al comentar lo que parecía un milagro, después de las reiteradas negativas de la justicia para todos los habeas corpus presentados después del golpe militar».
«Esa calurosa tarde del 31 de enero de 1977, una familia chilena lloró de alegría. Y empezaron a contar los minutos para estrechar entre sus brazos a Carlos Humberto Contreras Maluje, 30 años, de profesión químico-farmacéutico, casado y con dos pequeños hijos…»
«Ese día, 31 de Enero, la familia Contreras Maluje volvió a sonreír. Imaginaron que podrían ver a Carlos en las próximas horas. Pero la pesadilla no había terminado. Y las sonrisas desaparecieron con el correr de los días».




Las amarguras y los logros de la justicia



Luego de un paréntesis, en el que transcribe la respuesta del Ministro del Interior que niega la detención del recurrido Sr. Contreras Maluje, el juez retoma el hilo y concluye el relato.



Tengo entendido que, actualmente, todavía se tramita un proceso en el que se investigaría el homicidio o secuestro de Carlos Contreras Maluje. En definitiva este asunto, en lo personal, me dejó, por una parte, sentimientos de profunda amargura y, por otra, dos satisfacciones. La amargura, es la de haber contribuido a despertar, por un breve lapso, las esperanzas de la familia de Contreras Maluje en el sentido de que éste recobraría su libertad. Las satisfacciones: son que María Adriana Pablos de Contreras Maluje dijo, en su oportunidad, «reconozco que guardo especial cariño para dos jueces, Adolfo Bañados y Marcos Libedinsky, que no tuvieron temor y acogieron el recurso de amparo de Carlos. Ellos no tienen la culpa de que su sentencia haya quedado sin cumplirse».
La segunda satisfacción es la de que Luis Egidio Contreras Aburto, padre de Carlos Contreras Maluje, y abogado que alegó en su oportunidad el recurso de amparo que fuere acogido en resolución no cumplida, concurrió bastante tiempo después, el año 1982, a mi despacho en la Corte de Apelaciones a obsequiarme un libro que yo ya tenía pero, sin decirle nada, lo acepté conmovido y orgulloso. Ä„Era la obra de Piero Calamandrei «El elogio de los jueces escrito por un abogado»!




Estos párrafos que cierran la narración están tensados por dos inclinaciones en pugna. Por una parte, suponemos que el relato está aquí, dando la cara, en apoyo del argumento de la incapacidad de los tribunales. Pero, al mismo tiempo, trasunta una cierta satisfacción -atribuible a la moderada vanidad del personaje-, pero que va más allá, dejando traslucir en el reconocimiento de los familiares, no solo una marca de orgullo por el esfuerzo realizado, sino un logro de la justicia.



En este punto, en que el testimonio desmiente el argumento y en que el ejemplo destituye a la norma, dos precisiones importan. En primer lugar, que el juez de los resultados y del gesto realizado no es el ministro de Corte sino las víctimas. Mientras el ministro valora su gestión desde un distante «todo o nada», los familiares valoran la acogida, la esperanza y la rectitud del intento. Una segunda precisión, que puede ser redundante, pero que no sobra, es que en su relato, el ministro invalida los dos argumentos tradicionales del poder judicial: el de la incapacidad y el de la inutilidad de su acción en defensa de los derechos humanos durante el período militar.



Transferencias de la legitimidad y transformaciones de la autoridad



A mayor abundamiento, y como resultado manifiesto del caso, hay que contabilizar el prestigio y la autoridad ganados por el ministro señor Libedinsky. Esto no es menor; habla del modo en que el poder judicial construye o desbarata su legitimidad y su autoridad ante la comunidad. En algún momento el ministro Libedinsky señaló que había aceptado el cargo de presidente del máximo tribunal, con la esperanza de transferirle su prestigio personal, aportando su autoridad y su legitimidad a la Corte Suprema.



El recurso de amparo acogido sirvió al poder judicial al punto de permitirle salvar la cara. Sirvió a los familiares de las víctimas de un modo que solo ellos pueden valorar. Sirvió también para contener la violencia de la dictadura. Cada recurso acogido, cada pequeña presión, todo interés manifestado en el destino de los detenidos, cada gesto de curiosidad del poder judicial, tuvo efectos importantes que, en algunos casos, salvaron vidas, y, en otros, mejoraron las condiciones de detención de las víctimas -tal vez, levemente, y por un breve instante que ellas, sin duda agradecieron-.



Pero el desmentido más paradójico y brutal a la incapacidad alegada del poder judicial fue la ley de amnistía. Esa ley fue probablemente un intento de ordenar la casa, pero fue también, una evaluación de las capacidades latentes del poder judicial. La ley de amnistía, dictada al finalizar el primer tercio del período militar, no se explica por el temor a perder el poder político, sino por la necesidad de garantizar la impunidad, en prevención a cualquier despertar del letargo del poder judicial. Como vemos, el diagnóstico de impotencia de la justicia, no lo comparten ni las víctimas, ni los criminales, ni la comunidad nacional, a pesar de la insistencia de la institución judicial.



En el paso siguiente, el ministro da cuenta de la manera en que operan las investiduras sobre los sujetos. De la transferencia del prestigio de un juez valiente, culto, impulsado por convicciones de justicia y de democracia, pasamos a la figura de un vocero institucional, amable y algo tartamudo en la incomodidad de su papel. Vacilante entre los derechos de las personas y del caso particular, por una parte, y los derechos supuestos de la institución y de la regla, por otro. Finalmente, atrapado y cautivado por la lógica administrativa y autocentrada del poder judicial, hasta el borde del autismo. En el balance de la transferencia, tenemos el prestigio y la disposición a la justicia del ministro, transformados en rehenes de la administración de una imperturbable continuidad de la institución.



La justicia que tarda no llega



En la parte final de su capítulo dedicado a los derechos humanos, el ministro realiza una fuerte defensa del acuerdo que puso plazo a las investigaciones que llevan los jueces especiales designados para estos casos. El ministro no acepta que se trate de una ley de punto final, cuestión que le concedo, simplemente porque en materias de justicia la última palabra no la tiene el poder judicial sino la comunidad.



No acepta tampoco que haya aquí una interferencia en la libertad de los jueces, puesto que se trata de una instrucción administrativa, que sería usual cuando se advierten negligencias u omisiones durante la sustanciación de un sumario. Situación que no viene al caso. Tanto así que, en el inicio del capítulo, reconoce a los diversos Ministros de Cortes de Apelaciones, trabajando en forma seria, silenciosa y abnegada… Hubiera bastado que se aceptarán los plazos propuestos por los propios ministros -que según informa la prensa, rara vez sobrepasaban los seis meses y todos se comprometían a cerrar los sumarios antes de un año-. Entonces, la causal administrativa invocada no se cumple y la restricción a los jueces es real y permanece inexplicada.



Como las objeciones son pocas, el ministro propone otra: la medida perentoria del plazo razonable debería aplicarse a todos los casos y no solo a algunos. Pero, se disculpa de inmediato, diciendo que una tal extensión excedería las atribuciones de esta Corte. Entendería si dijera que excede las capacidades de los tribunales y supongo que a eso se debe que a nadie se le haya ocurrido tal objeción. Pero si la generalización excede sus atribuciones, es probable que la instrucción, incluso en su alcance limitado, las exceda también.



No existiendo un tribunal que pueda dirimir (aquí no intervienen ni el tribunal de la razón ni el sentido de comunidad), permítanme agregar un par de objeciones a este intercambio sin consecuencias. En primer lugar, queda anotado que existe una interferencia injustificada en la libertad de los jueces. En segundo lugar, las consideraciones en que se basa el acuerdo parecen unilaterales y parciales.



Basta con imaginarse la situación psíquica y física de aquellos que a través de varios años fueron expuestos a la sospecha de haber cometido un hecho punible. Es fácil introducir una sospecha que tenga como consecuencia la iniciación del procedimiento de instrucción. Erradicarla lleva, por experiencia, bastante más tiempo. Mientras la maquinaria de la justicia -casi siempre lenta, raramente rápida y por períodos inmóvil- realiza su proceso, sufren familias, se quiebran emocionalmente personas ante la exigencia impuesta, se pierden vidas. La incertidumbre acerca de cuando culminará un proceso penal es una circunstancia de la cual emerge un efecto de «semipenalización».



Es tan certera y conmovedora esta descripción que cualquiera diría que se refiere a lo que debieron soportar las víctimas de la violencia, en estos treinta años de espera de la justicia. Parece hablar de gente sencilla, víctimas de prejuicios y sospechas infundadas. Pero se refiere a hechos que involucraban, como se ha esclarecido posteriormente, a organismos de seguridad, a sus jefes e integrantes y que su efectiva investigación sólo fue posible a partir del retorno de la democracia a nuestro país. En otras palabras, se refiere a gente respecto de la cual se ha determinado, «esclarecidamente», una presunción legal -y una certeza de hecho- respecto a su culpabilidad. Por cierto, hay que ir caso a caso y también paso a paso.



Lo que aquí sucede, y que se lee como una indecencia, es que se transfiere a los presuntos culpables las consideraciones que se deben y no se tuvieron con las víctimas . Se me concederá que la narración citada es al menos unilateral e intencionada y, en esa medida, parcial e injusta. Es injusta, porque el juez abandona su neutralidad y se suma como abogado a una de las partes. Es injusta además, porque a la desconsideración del punto de vista de las víctimas, se agrega el defecto de no hacerse cargo ni de convicciones de justicia, ni de los requisitos de imparcialidad del derecho, ni del sentido de comunidad.



Los casos particulares y sus contextos particulares



Una última objeción -primera en rango de importancia- se refiere al concepto de justicia implícito en este acuerdo. En ella se ahogan los casos particulares que se dice servir, en la generalidad de tópicos y reglas vaciadas de sentido, por la omisión de sus contextos particulares. La tortura fue posible en Chile por una consideración unilateral y paranoica del orden, de la cohesión y de la «paz social». Por el privilegio de una razón de Estado mesiánica por sobre toda otra razón. Por el sometimiento y la subordinación de las instituciones a las necesidades de autorización de una violencia que buscaba quebrantar y eliminar a sus enemigos supuestos. De ese sometimiento de la justicia a la policía, los tribunales aún no han rendido cuentas y, en la continuidad de ese lapsus, la tortura permanece enredada como una deuda pendiente de justicia y como una irresolución de fondo en nuestro derecho.



¿Con qué derecho?



¿Cuál es el deber de justicia con un individuo que cometió sus crímenes con premeditación, en una serie interminable, haciendo gala de imaginación en la crueldad, que disponía de todo el poder y era amparado por la autoridad? Un individuo que dispuso de la fuerza violenta del Estado para sus propósitos privados y que usó las instituciones, defraudándolas con eficacia para obstruir todo intento de justicia. Un individuo que cometidos sus crímenes, continuó usando una red de protección que le permitió borrar las huellas de sus delitos y que, en la culminación de su poder, dictó las leyes y los reglamentos que asegurarían su impunidad. Esta descripción es tímida y es corta. Dudo que la figura de este delincuente este tipificada en toda su amplitud.



¿Cuál es la deferencia debida a quienes fueron partícipes de un sistema de ensañamiento en la represión? Una represión implacable que, en los innumerables casos de detenciones, se complementó con despido laboral, violencia desmedida, robo de especies, acoso a los familiares, desaparición temporal, torturas reiteradas y variadas, despojo de identidad, suplantación, nuevas detenciones, listas negras, exilio, desaparición permanente, entierros ilegales, desentierro, destrucción de los cuerpos, destrucción de las pruebas, borradura de las huellas y el silenciamiento forzoso de los sobrevivientes.



¿Qué es lo que se le debe, en justicia, a los agentes que participaron en esas atrocidades?



Estamos hablando de una práctica delictual singular, infinitamente ramificada, particularizada e institucionalizada, difícil de tipificar y de perseguir. Los jueces lo saben y uno se siente torpe recordándoselo. Hablamos de gente que no ha colaborado con la justicia, que no se arrepiente y que, desafiante, confía en torcerle la mano hasta el final.



Ese es el contexto particular de los casos particulares de derechos humanos.



Es una situación inédita en nuestra historia y que exige una particularización inédita de las normas y los procedimientos de la justicia Un esfuerzo de imaginación productiva que no se basta con la regla, porque su desmesura rompe con toda regla anterior y exige el acto inaugural de una norma nueva y un juicio que reinvente el derecho.



¿Cuáles son entonces las reglas debidas en estos procesos? Inexcusablemente, las que posibiliten la condena de los delincuentes de acuerdo a la ley.



La igualdad ante la ley no es una simetría aritmética, es un principio que exige la corrección de los desequilibrios de poder entre las partes. Proteger al más débil exige desproteger al más fuerte o, en todo caso, despojarlo de sus privilegios. Y en los casos que nos ocupan, esos privilegios son inmensos. Se podría decir que fueron adquiridos con el crimen y mantenidos gracias al crimen y desde entonces.



En la justicia y no solo en el derecho procesal queda radicada la interpretación específica de la equidad reclamada en cada caso; en la justicia, con el derecho a su servicio, descansa el sentido concreto de la igualdad ante la ley, la definición de la imparcialidad de la perspectiva y de lo debido a las partes en el proceso.



La diferencia entre el derecho y la justicia se produce cada vez que al permanecer en lo adecuado o lo apenas ajustado, la justicia queda en deuda; se queda, por debajo de su deber, incumple con su responsabilidad ante lo particular y con el otro -que es siempre la parte emergente y más débil de la ecuación-.



Paréntesis sobre la inocencia



El ministro no se refiere al drama de época de la institución militar, ni a las encrucijadas políticas de la paz social y de la institución judicial, ni menciona la confusión de las responsabilidades políticas y penales. Asumiré entonces, la ficción de que sus motivos no van más allá de lo expuesto. Me pregunto solamente ¿qué es lo que no saben los que no saben? ¿No saben la ubicación del cuerpo del señor Contreras Maluje, o no saben quién lo hizo desaparecer, o lo que no saben es quién dio la orden de mover el cuerpo, o lo que no saben es si ellos no eran más que marionetas de un ventrílocuo didáctico? Tal vez, es que siendo Manuel Contreras el «verdadero» Ministro del Interior, no saben a ciencia cierta cual era su función o cual era el papel de su institución en el juego de roles de la represión y de la representación. No saben, pero deben tomar una decisión; o responden de la ficción o responden de su autoridad, o reconocen haber trabajado para la CNI o reconocen que la CNI trabajaba para ellos. No hay otros lugares disponibles en el escenario.



¿O es que saben que ese no saber es la primera línea del guión prescrito de la irresponsabilidad? Esa cantinela que va del no saber al no poder y, de ahí, a la inutilidad del hacer – para concluir lo político – y reanudar, en la ausencia de obligación, en la antigüedad de los hechos, en la debilidad de las pruebas, en los procedimientos debidos, en el rango, en la edad y en la indefinición de las faltas, hasta lograr el cierre del círculo que consagra la armonía perfecta de la inocencia penal y de la irresponsabilidad política.



La secuencia retórica de la complicidad enfrentada a su cobardía, es tan vieja como el crimen y el derecho: no supe, no pude, no hice nada, no servía de nada, no debo nada.
Vale la pena recordar a los que piden que se juzgue «con los ojos del pasado», que la borradura de las fronteras de lo político y de lo penal fue una práctica buscada y producida por la dictadura y, que es gracias a la democracia que los condena que hoy es posible plantearse esa diferencia que negaron y a la que hoy se aferran.



Afortunadamente para trazar los límites, para establecer las diferencias y para desentrañar las argucias de la inocencia están los jueces. Y nada en los procedimientos de su obligación puede excusar ni puede reemplazar a la voluntad de hacer justicia, en el caso particular, de acuerdo a la ley y de cara a la comunidad.



Confianza



El señor ministro pide confianza, pero no la pide derechamente a la comunidad, sino a través de un rodeo que pasa por los funcionarios del poder judicial. En este equívoco del destinatario, aparece la reticencia a interactuar con la comunidad -tal vez, el miedo escénico- y bajo una retórica democrática sincera pero insustanciosa, se adivina la nostalgia autocrática que paraliza al poder judicial.



Debe existir el sentimiento ciudadano que los jueces imparten justicia de acuerdo con la ley. Confianza en que se juzga con neutralidad, tratando igual a las partes y no privilegiando al poderoso en desmedro del más débil. En ésto se resume la importante característica, quizás la mayor, de la imparcialidad del juez. Sin la confianza pública las autoridades judiciales estarían impedidas de funcionar. Proviene de Honorato de Balzac la frase que dice: «la falta de confianza en los jueces es el principio del fin de la sociedad».



Me atraen las citas, me gusta la idea y me gustaría agregar una del célebre Njal, jurista islandés del primer milenio que dice: «en la confianza está el peligro». Seguidamente, encontraré también a varios que aceptarán, con Montaigne, que la ley vive endeudada y de su crédito. Algún banquero impaciente hará notar que el crédito de nuestra justicia se agotó, que no hay garantías de respaldo y que es hora de ejecutar la deuda. Podríamos citar con entusiasmo y en su auxilio, al propio Sr. Libedinsky.



La confianza demanda atención y dedicación. La confianza debe renovarse permanentemente, y nunca dejarla perecer.



Lo que el ministro parece ignorar es que la confianza pública es un desaparecido más que busca justicia y que es buscado en cualquier parte menos donde se encuentra, secuestrado en las generalidades, los implícitos y los subterráneos donde la institución resguarda su intimidad.



Como bien dice el ministro, la confianza es la autorización del juez. Es la seguridad de su imparcialidad y de su obligación de acoger equitativamente a las partes en conflicto. La pérdida de la confianza se genera en las deficiencias de la acogida; no en la mala prensa sino en la incompetencia y la falta de voluntad para hacerse cargo de los conflictos que afectan a la ciudadanía. Esta pérdida no es una consecuencia adjetiva de los fallos, es el signo de un juicio injusto. En justicia, un fallo que no se hace cargo de la diversidad de los puntos de vista, además de injusto es inválido, y lo que hoy tenemos es una justicia refractaria, quejumbrosa y autoinvalidada por la insistencia en su incapacidad y la persistencia de su parcialidad.



Apelar a la confianza ciudadana es simple en general -cuando no hay compromisos de por medio-, pero no es gratis en particular, cuando genera una promesa y un deber del cual será preciso responder. Esa responsabilidad aceptada en la petición de confianza es lo que explica el rodeo del ministro y la ausencia -de la palabra y de la promesa de confianza- en la declaración de la Corte Suprema sobre el informe Valech.



La función de un juez es juzgar actos concretos. La sociedad juzga y sentencia a los jueces. Confía o no confía en ellos. Esa es una verdad que no podemos cambiar.



Cualquiera estaría de acuerdo con esta sentencia, y a la luz de esta conversación, espero que el ministro comprenda porqué ha perdido mi confianza, y que asuma que su deber es recuperarla.





Fernando Balcells D., ciudadano chileno.



1.- Los textos en cursiva son citas textuales -descontextualizadas- del discurso del Presidente de la Corte Suprema. Los textos en negrita son énfasis agregado.



2.- Interesa hacer notar que cuando el poder judicial se dirige a la comunidad, lo hace desde un deber pedagógico y desde un concepto de la educación y de la infancia, cuya domesticación, exige afirmaciones objetivas e inamovibles.



3.- Subrayé la primera frase este párrafo, porque ella parece marcar la distancia entre el juez que acogió el recurso, en el año 1977 y el desapego del juez administrador que hoy preside la Corte Suprema.



4.- En esta misma línea impúdica están los recursos de amparo del general Pinochet. No es que no tenga derecho al recurso, es simplemente antiestético.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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