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Juan Pablo II e iglesia chilena, una relación en la que no todo fue idílico


Durante estos días de exaltación de la figura de Juan Pablo II, se han presentado como idílicas las relaciones del Papa Wojtyla con Chile. Las imágenes de multitudes emocionadas en el lejano viaje de 1987, cruzadas con las declaraciones actuales, ordinariamente oportunistas, de próceres de la vida pública, darían la impresión de un papado que pasó como vaselina espiritual a través de la geografía política y eclesiástica del país.



Esta beatífica apreciación se encuentra muy lejos de la realidad. Durante estos 26 años ha habido graves divergencias y choques declarados entre ciertos jerarcas y fieles chilenos, por una parte, y las cúpulas vaticanas y, en último término, su Jefe, por otra.



Estas tensiones se reflejaron al interior de las comunidades eclesiales, divididas más o menos explícitamente entre conciliares aperturistas y wojtylianas ortodoxas. Ganaron naturalmente los partidarios de Wojtyla, que no por casualidad han sido comúnmente los más comprensivos, cercanos y a veces adictos al régimen de Augusto Pinochet. Léase un personaje como Jorge Medina, por ejemplo.



El comprensible tropismo anticomunista del Papa Wojtyla explica en parte una cierta indulgencia del Vaticano hacia los regímenes dictatoriales de Latinoamérica en los años setenta y ochenta. En especial, hacia el régimen de Pinochet. El anticomunismo hormonal del viejo soldado constituía una buena tarjeta de presentación ante un Papa que venía de la otra parte de la llamada cortina de hierro.



Por supuesto que no gustaban en el Vaticano las tropelías de los organismos represivos del régimen militar, ni las salidas de tono del intemperante Pinochet. Pero la Curia romana ejercitaba una cristiana paciencia respecto a una dictadura apoyada por grupos de absoluta confianza, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y los confesionales gremialistas de la UDI.



El caso de Silva Henríquez



Fue muy sintomática la triste salida de Raúl Silva Henríquez de su sede arzobispal de Santiago. En septiembre de 1982 presentó su dimisión, al cumplir la edad canónica de 75 años. Después se produjo un doloroso vacío. Se sintió aislado del entorno pontificio y fue humillado al ser sorprendido con el nombre de su sucesor. Esta situación desembocó en un rudo encontronazo con el nuncio Angelo Sodano. Un antiprotocolar portazo del cardenal en las narices del egregio diplomático vaticano cerró dramáticamente el largo pleito Sodano-Silva Henríquez, es decir Iglesia wojtyliana-Iglesia conciliar.



No había sido muy bien evaluada la gestión del purpurado chileno por Karol Wojtyla. El Papa más político de la historia moderna consideraba que el arzobispo de Santiago se comprometía demasiado en la política, era demasiado crítico con el régimen de Pinochet y se había abierto con exceso hacia la izquierda, incluida la comunista. Juan Pablo II detestaba el ateísmo militante de los regímenes prosoviéticos. Sin embargo, apreciaba positivamente las declaraciones y prácticas catolizantes de dictadores como Pinochet y Videla, aun reprobando en líneas generales los abusos y atropellos de sus gobiernos.



Silva Henríquez, un personaje políticamente tan moderado, no daba, sin embargo, el perfil espiritual, moralista y condescendiente con los gobiernos autoritarios que buscaba entonces el Vaticano. Por eso tuvo que salir por la puerta de atrás sin oportunidad incluso de aportar nada para su sucesión.



De hecho, desde 1984, los obispos nombrados para Chile fueron cada vez más conservadores y políticamente inhibidos (cuando no próximos) respecto al régimen militar. La ingeniería seleccionadora del Vaticano fue de una parcialidad implacable.



La visita de 1987 y su efecto político



Una idea que se quiere dar ahora como sentada es la positiva influencia de la visita del Papa en 1987 en la transición pacífica hacia la democracia. La verdad es que aquel megaevento religioso tuvo la virtud de establecer un paréntesis catártico en la tensionada sociedad chilena de la época. Juan Pablo II, con una exquisita habilidad diplomática, supo elaborar discursos tan ambiguos que todos los consideraron favorables a sus contradictorias causas.



La visita del Papa logró por medio de milimétricos equilibrios y reequilibrios dejar contentos a los distintos grupos: a conservadores y progresistas dentro de la Iglesia Católica; a amigos y enemigos de Pinochet, dentro del cuadro político general; a duros y blandos, dentro de las filas mismas del régimen. Fue un ejercicio celestial de álgebra vaticana. Prácticamente todos creyeron que habían sacado una tajada un poco más grande que la prevista de las palabras, gestos, saludos y silencios pontificios.



Pero el programa y el calendario de la dictadura siguieron íntegros. En julio de 1987, tres meses después de la despedida del Papa, Pinochet colocó a Sergio Fernández, un duro entre los duros, para presidir un gobierno cuyo objetivo central era ganar el plebiscito.



En la lista de los ministros se encontraban personajes tan fanáticamente reaccionarios como Alfonso Márquez de la Plata, Patricio Carvajal y el inefable Hugo Rosende. Contra el parecer de la Conferencia Episcopal e incluso de muchos partidarios del régimen, se nombró como candidato oficialista a Pinochet, con lo cual el plebiscito derivaba hacia un radical enfrentamiento civil.



Por tanto, la visita del Papa le sirvió al dictador para ganar tiempo, para adecentar algo su imagen, para después insistir en sus planes de «proyectar la obra del régimen». Nunca para flexibilizar sus posturas o para dialogar con los opositores.



Medina, el ariete de los «valores morales»



En el Vaticano nunca existió ningún tipo de antipinochetismo. De hecho, cuando volvió la democracia con Patricio Aylwin, hubo una operación para colocar a Jorge Medina como cabeza del Arzobispado de Santiago. Esa increíble apuesta de la Santa Sede fue neutralizada por grupos de comunidades cristianas y por políticos católicos que consideraron indignante que la democracia se iniciara con el nombramiento de un entusiasta amigo de Pinochet al frente de la Iglesia de Santiago.



Son conocidas las dificultades de Medina con el gobierno de Frei y con el Presidente Lagos. Este entrometido personaje, nombrado cardenal por Juan Pablo II, no reparó en los enormes abusos contra vidas y personas del tiempo de la dictadura, sin embargo, su sensibilidad se hizo finísima respecto a la pornografía y la inmoralidad sexual presuntamente galopantes durante la democracia.



Para terminar, hay que hacer memoria del episodio en que la Santa Sede buscó la liberación de Pinochet por razones humanitarias. Ahí estaban comprometidos Medina, Sodano, hombres de la UDI y algunos de la Concertación. Tal actitud indignó a los grupos de defensores de los derechos humanos y a miles de ciudadanos anónimos.



Vistas a la distancia, las situaciones enunciadas demuestran que durante el pontificado de Juan Pablo II proliferaron los conflictos con muchos cristianos chilenos. En lugar de ejercer como árbitro, el papado se puso claramente de parte de los grupos más conservadores y más recelosos respecto al Concilio Vaticano II. Curiosamente estos grupos eran los más cercanos a la dictadura y los que con mayor empeño negaron y ocultaron los grandes crímenes y delitos que se perpetraron durante esa triste época de la historia chilena.



Rafael Otano es periodista, teólogo, escritor y profesor universitario.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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