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Las mujeres y nuestra democracia


Dos terceras partes de los analfabetos del mundo -unos 876 millones- son mujeres. Y sólo un uno por ciento llega a ocupar cargos directivos en las empresas. En Chile, menos de un diez por ciento de las mujeres llega a los cargos de representación popular. Tras cincuenta años de sufragio universal otorgado a las mujeres, Éstas no logran llegar al poder político. Falla así el «principio reflejo» que sostiene que el sistema político debiera representar a todos los grupos sociales sin discriminaciones de género, étnicas ni sociales.



Sin duda, el sistema electoral binominal ayuda poco en estas materias. Pero el problema es más profundo. Si la democracia es el gobierno que se funda en la igualdad, ¿por qué tan pocas mujeres tomando decisiones en nuestras sociedades? Cada vez son más los que ponen el acento en la situación de dominación que vive la mujer contemporánea, relegada al espacio doméstico, ante los hombres que poseemos el casi monopolio en la política.

Las mujeres no irrumpen en el espacio público producto de situaciones naturales. No lo hacen a consecuencia de condiciones que son impuestas por la sociedad. Así las marcadas diferencias en trabajo, remuneraciones o participación política nada tienen que ver con desigualdades innatas o biológicas sino que se fundan en repetir cansados esquemas mentales y culturales. Las mujeres que «deciden» no dedicarse a la política lo hacen porque no conciben otra alternativa que quedarse en casa.



No es que las mujeres no quieran o sean menos aptas para participar en política. La cuestión es que los horarios, las prácticas y estilos de hacer política son tan masculinos que toda mujer entra en dicha arena en situaciones desmejoradas. Cuando deciden hacerlo, lo hacen en condiciones desmejoradas, pues entran al difícil mundo de las negociaciones políticas con un poder muy inferior al de sus contrapartes masculinas.



La forma como razonamos en el mundo masculino de la política lleva a esta segregación. La lógica de la justicia dominante plantea que todo adulto es igualmente autónomo para decidir los términos de un contrato. La ley es concebida como abstracta, universal e imparcial. Parecerá raro que un abogado como lo soy cuestione lo anterior, pero ruego al lector que piense desde la perspectiva de una ética del cuidado. En nuestros hogares sabemos que una solución puede ser justa, pero dañar la trama de relaciones humanas que constituyen una familia. Quizás es cierto que la abuela sabe más de cómo cuidar a un niño que la hija que ha sido madre por primera vez, ¿pero lo anterior le dará a la primera derecho a imponerse sobre la segunda? La lógica del cuidado rechaza aquellas relaciones en que no se respeta al débil, al vulnerable.



Por último, el afán liberal de proteger a la persona de la acción estatal niega a la mujer instrumentos estatales para romper la discriminación. La homosexualidad, el uso de drogas, determinada literatura, al ser objeto de la vida personal, no pueden ingresar a la arena de lo público y de lo estatal. El liberalismo escinde así vida privada de vida pública; lo político de lo personal. Ello no es aceptado por el feminismo pues al «blindar» así la vida privada impide que el Estado evite los abusos que sufren las mujeres justamente en la vida íntima. Violencia intramarital, abusos y privilegios escandalosos que se esconden en la oscuridad de lo íntimo suponen acción pública, por dolorosa que ella sea.



El feminismo moderado abiertamente exige del Estado y de la política una acción más decidida y positiva a favor de las mujeres. Su crítica a la democracia liberal es categórica. Un feminismo más radical busca a través de los nuevos movimientos sociales y acción directa lo que los partidos políticos y las burocracias públicas no le darán. En países con más de cien años de sufragio universal, las mujeres no llegan en más de un diez por ciento a las cámaras legislativos y a los órganos de poder ejecutivo.



Una mayor presencia femenina en nuestra democracia nos ayudaría a conocer las opiniones de las mujeres acerca de la buena sociedad y la importancia que en sus planes de vida tienen esas opiniones y valoraciones. Y así acabar con el molesto espectáculo de ver a los hombres decidiendo cuestiones vitales para las mujeres. la menor criminalidad entre las mujeres, su mayor compasión, ternura y dulzura, su cercanía a la naturaleza y su carácter maternal nutricio, su habilidad para aprender nuevos lenguajes, su mayor capacidad de resistir al dolor hablan de la fuerza de lo femenino.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo, CED.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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