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Un clamor de esperanza


Con emoción profunda, un enorme recogimiento, pero también con el más hermoso sentimiento de esperanza, el mundo entero vivió minuto a minuto el último adiós al Papa Juan Pablo II.
Pudimos asistir a una ceremonia impresionante en la Plaza San Pedro, el funeral del mensajero de la vida, el peregrino de la paz, a quien miles de fieles -sin poder contener su sentir- vitorearon repetidamente, alzando banderas de los más diversos países, durante la homilía presidida por el Cardenal Joseph Ratzinger.

Fue éste un acto único e irrepetible, donde se mezcló la muy cercana relación que tenía Juan Pablo II con la gente, la admiración de la juventud, con una solemnidad nunca antes vista.
El sentir de los jóvenes fue clamoroso en Roma. Una juventud llegada desde todos los rincones del mundo, con un fervor y una mezcla de congoja, pero también de sana alegría, al saber que el Papa partía al encuentro del Señor.



Uno de los momentos más vívidos en mi memoria fue el ingreso del cuerpo a la Basílica de San Pedro, cuando fue girado para que los millones de personas que acompañaban este rito, desde cerca o a miles de kilómetros de distancia, pudiéramos hacer nuestra última despedida a Karol Wojtyla.



Fueron minutos indescriptibles, muy sentidos y cargados de un espíritu especial y común a todos, más aún al observar la sencillez de su féretro de ciprés, en una muestra de su total despojo de cualquier posesión material, la misma que marcó su vida y que expresó en su testamento: «no dejo tras de mí propiedad alguna de la que sea necesario disponer».



La ceremonia ha respondido fielmente al sello que caracterizó al pontificado de Juan Pablo II, quien ha dejado una marca que el tiempo difícilmente va a borrar.



Estamos ante un Papa que ha hecho historia, incluso en rincones donde la fe católica era minoría, como pudimos comprobar con la presencia de delegaciones de países de los cinco continentes. Un Pontífice que fue líder moral para el mundo, que vivió cada día de su vida preocupado de los más pobres, consciente que las nuevas generaciones constituían el futuro de su Iglesia; luchador incansable en favor de la dignidad del hombre; defensor tenaz de la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, así como de la integridad familiar.



Y es que en estos tiempos en donde las ideas de entrega, sacrificio y generosidad resultan cada vez más distantes y ajenas a la conciencia colectiva, Juan Pablo II nos ha dado su última gran lección, dejando a la Iglesia Universal un legado espiritual que ha hecho recuperar la fe en vastos sectores de la humanidad, incluyendo a una parte del propio Clero que hoy ve recuperado con claridad el norte de su acción.



Como Presidente del Senado e integrante de la delegación oficial chilena, tuve el enorme privilegio de representar a todo nuestro país, en el que ha sido calificado como el funeral papal más grande y emotivo de la historia, teniendo a miles de compatriotas en el pensamiento y el corazón.



También lo hice convencido de que Chile está en deuda con el Papa, por su providencial mediación en el diferendo de 1978 con Argentina, por la zona del Beagle. Su intervención oportuna y decidida quedará en la historia de nuestros pueblos como un verdadero milagro de paz y hermandad entre chilenos y argentinos.
Como país debemos agradecer sus oficios para llevar a los altares a dos santos chilenos, Santa Teresa de Los Andes y el Beato Alberto Hurtado, cuya canonización será realidad en octubre próximo.



Como hombre de fe, me quedo con el recuerdo de lo dicho en su homilía por el Cardenal Ratzinger: «Tenemos el corazón lleno de tristeza, pero también lleno de alegre esperanza y de profunda gratitud».





Sergio Romero P., Presidente del Senado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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