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Doctor Sexo


Se acaba de estrenar «Kingsey», una película biográfica del doctor Alfred C. Kingsey, conocido en su tiempo como Doctor Sexo. Una de las cosas que más me llamó la atención de la película fue la influencia que tuvo su vida privada en el curso que tomó su investigación científica (me trajo reminiscencias de la novela «Las partículas elementales» de Michel Houllebceq).



Doctor en biología, especializado en entomología, llegó a clasificar un millón de «Gall wasps», un tipo de avispas que dadas sus formas de reproducción y comportamiento permitían indagar sus orígenes cretácicos. La conclusión de esta verdadera empresa de hormigas o de dioses fue que en la diversidad está la verdadera esencia de la vida. Cada una de esas avispas era distinta a sus hermanas de generación y a cualquier otra de las avispas clasificadas.



Mientras tanto debe lidiar con los problemas que le trae la imposibilidad de consumar el acto sexual con su mujer. Cuando se ve ignorante frente a tan penoso asunto, se percata del grado de manipulación moral y ausencia de bases científicas que existen en torno a la sexualidad humana.



En una escena conmovedora, él y su mujer se ríen a carcajadas de las concepciones medievales de su padre, un estricto predicador puritano. De pronto la risa del doctor se convierte en llanto, esas diatribas llenas de supersticiones las lleva grabadas en su carne. Es un momento epifánico. Desde ahí en adelante se lanza a desvelar los misterios del sexo, no sólo para él sino para toda la humanidad.



Y recurriendo a su ya exitoso método de clasificación y estadística, que le permitió avances notables en el estudio de los insectos, crea una encuesta anónima, articulada con rigor científico, que le permitirá sacar conclusiones acerca del comportamiento sexual del pueblo americano.



En este punto, cuando comienza la encuesta masiva, la labor científica le comienza a cobrar su precio, inmiscuyéndose en su vida privada. Primero experimenta la homosexualidad larvada que lo ha acompañado a lo largo de la vida y luego, consecuente con su idea de que el sexo es un entretenimiento sano e inocente, permite y en cierto modo alienta a su mujer a tener relaciones con otros hombres y a su grupo de ayudantes y sus esposas a permitirse las más diversas formas de asociación sexual.



Los sentimientos de posesión y engaño surgen a pesar de todas las convicciones alimentadas por el equipo de investigadores.
El científico traicionado por su propia creación, Frankestein una vez más, o bien Don Giovanni. Y en este punto la película alcanza un nivel de honestidad difícil de encontrar en las producciones de Hollywood.



Cuando salimos del cine no sabemos si Kingsey es una buena o una mala persona: a pesar de haber contribuido enormemente a desterrar los miles de invenciones puritanas que rodeaban el comportamiento sexual de hombre y mujer, también fue causa de sufrimiento para sus más queridos y para él.



Las escenas finales con su padre y su mujer -una vez más la vida privada colándose en los intersticios de la ciencia- le devuelven el sentido a su esfuerzo y de un modo sutil nos muestran y le enrostran dónde estuvo su error.



El cine y la literatura se empeñan en recordarnos que no existe un genio sin una vida privada, y ue ésta es una pródiga fuente de inspiración. Incluso en la ciencia, donde pareciera no tener cabida por su carácter en teoría superfluo y rutinario, puede llegar a convertirse en el germen de un descubrimiento fundamental para toda la humanidad. Toda originalidad está en nosotros mismos. La vida, entendida como diversidad, también.



Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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