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Sobre la Primera República de Chile (llamada por unos portaliana) I


La historia oficial enseña, en las aulas públicas y privadas, que el país se organizó, a partir del triunfo militar de Lircay (1830), hito histórico de los pelucones (conservadores) del siglo XIX, de la manera que se conociera entre la dictación de la constitución de 1833 y la solución militar a la crisis de 1891, período estimado fundacional de lo republicano en Chile.



En esa versión, una vez sometidos los caudillos militares que habían mantenido el país en estado de guerra, se dicta finalmente la constitución del ’33 que da origen a un status con gobierno fuerte y sumisión de todos al principio de legalidad.



Portales figura en el centro de la versión oficial, al punto que resulta, hasta hoy, un lugar común referirse al «principio portaliano» en la Administración de la res pública. Se dan básicamente dos argumentos para resaltar la obra de Portales: 1.- que a diferencia de otras experiencias sudamericanas, gracias a la reducción del caudillismo, especialmente militar, se pudo lograr «un Estado en forma» y 2.- que permitió a las instituciones fundamentales darle eficacia a las normas jurídicas y a la población tranquilidad y orden público, sin perjuicio, de los conatos de subversión de 1851 y 1859 así como de las severas restricciones de las constitucionalmente proclamadas libertades públicas.



Quienes más duramente contestan la versión oficial, sostienen que Portales: 1.- instaló un régimen político que buscó, con éxito, reemplazar la figura del monarca por la del presidente, instalando en la cultura cívica nacional, una suerte de aceptación y conformidad con el cesarismo presidencial que pervive, mutatis mutandi, hasta nuestros días, y 2.- tuvo y explicitó una nula adscripción a los valores y principios democráticos.



Los presidentes conservadores y liberales del período, en definitiva, también adhirieron a la noción que la democracia era una utopía irrealizable. Sostuvieron que la nación chilena no estaba preparada para un sistema democrático, perdurable y sostenible en el tiempo, que sólo una vez alcanzados ciertos niveles, nunca definidos, de moralidad, del que carecía la población, en algún «futuro» se podría pensar en ese ideal de gobierno. En abono al argumento suele citarse a Domingo Amunátegui: «la nueva Constitución consagró bases de un gobierno verdaderamente monárquico» y a Ricardo Donoso: «el presidenteÂ…era un verdadero monarca con título republicano».



Respecto del rechazo de Portales al sistema democrático de gobierno, se cita entre muchas de sus cartas, una que dirige a José Cea: «La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República».



Nuestro primer orden político institucional fue republicano y autoritario. El régimen de gobierno fue una democracia severamente limitada, de allí la naturaleza oligárquica del conjunto del sistema político, a lo que cabe agregar la profunda y extensa práctica del cohecho y el fraude electoral implementado desde la cúpula del estado central.



Si la I República fue una suerte de reinterpretación de la monarquía no es un debate relevante. La homologación presidente-rey, en esa conversación tiene poco sustento, sobre todo cuando el nuevo orden autoritario se consolida a más de tres lustros de la independencia.



Más sustancia tiene el debate, que se sostiene hasta nuestros días, sobre la existencia (o inexistencia) de una nación chilena al momento de emerger dicho orden. Algunos, llegan a sostener que es la obra que lega Portales la que forja la nación chilena.



El status que se crea a partir de 1830 y que se lleva a la categoría de orden constitucional en 1833, suponía la existencia de la nación chilena. No resulta comprensible una conversación sobre unidad de la sociedad en un idioma y una fe dominantes, en sus formas básicas de hacer y pensar, en las maneras de accesibilidad al saber y el conocimiento, en su asentamiento y dominio territorial, en la capacidad de darse gobierno, etc., sin que estemos en presencia, aun cuando incipiente, de un joven estado-nación.



Se pueden discutir, y qué duda cabe que hasta hoy se conversa, sobre las características identitarias de lo chileno, especialmente sobre de la disociación de la chilenidad, entre lo que se es y lo que se proclama ser. Por ejemplo: la naturaleza mestiza, multi-racial y multi-cultural de la nación es negada con obcecación y contumacia; la vigencia de la ley y su ineficacia deliberada que nos viene desde la colonia misma (la orden del rey se acata pero no se cumple) fue y es una práctica extendida; la declaración de propósitos democráticos e instituciones políticas que la reducen al mínimo, unen nuestra historia desde la I a la IV república, sea por la vía de determinar el universo de los electorales, sea por la vía del sistema de elecciones de los representante populares.



Con todo, la conversación misma sobre nuestras señas de identidad en el siglo XIX, es precisamente una prueba de la existencia de un ethos nacional singular.



En aquella sociedad y su naciente estado-nación, resultaban incontrarrestables las influencias, intereses, necesidades y privilegios de los hacendados y demás sectores pudientes, tanto como los de la clerecía de la religión oficial. Las relaciones de poder en aquel orden institucional republicano, sea que se le llame portaliano, sea que lo llamen autoritario, daban estricta cuenta de la irresistible fuerza política, social, económica y de acceso al saber de los propietarios de la tierra y del clero, respecto de todo otro segmento social.



El seguro jurídico-institucional de esas relaciones notoriamente asimétricas de poder, resultó ser la tan impersonal como cesarista institución de la Presidencia de la República, cuyo titular circunstancial tenía prácticamente la plenitud del poder político y las herramientas de mantenimiento del orden público ordinarias y de emergencia, de las que se hizo uso durante un tercio del todo el período.



Guillermo Arenas Escudero es abogado y miembro de la Comisión Política del PPD.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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