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Sobre la Primera República de Chile (llamada por unos portaliana) II


Una cuestión excesivamente evitada y manifestación de nuestra tendencia de disociar la realidad, es la enorme influencia que tienen las dos guerras que emprende la joven república chilena, durante su nacimiento y despliegue en el funcionamiento de las instituciones estatales.



Las guerras contra la Confederación peruano-boliviana en los años ’30 y la del Pacífico de fines de los ’70 y principio de los ’80, resolvieron de raíz cualquier disputa por la posesión de las armas en el estado chileno del siglo XIX. Más aun, resuelve el asunto del tipo de armas que se tienen, se producen o se adquieren, todo en razón que en ambas guerras, las fuerzas militares tuvieron el carácter de expedicionarias.



En el Ejército y la Marina se radica sólidamente el monopolio de las armas y la capacidad de fuego de ellas, las que superaban largamente cualquier intención de poder militar con pretensiones de disputa de ese monopolio. Lo incontestable de ese poder se manifestó precisamente en la subversión de 1859, por mucho que la mitología laica ensalce las batallas de Los Loros y Cerro Grande. Se trató de un conato subversivo que, si bien produjo conmoción, no puso en peligro sustantivamente la estabilidad del orden institucional en vigencia.



Este asunto, el del control por parte del estado-nación de las armas, es esencial para entender la I República de Chile, tanto en su estabilidad como en el reforzamiento oligárquico de su conducción.



De muchas maneras la guerra (en este caso, ambas guerras) copa la cultura de la nacionalidad y, como fueron victoriosas, refuerza el sentido de pertenencia, además y sobre todo, determina también en gran medida la economía de un país. Se derivan de la guerra consecuencias institucionales y económicas notables, que en este caso, jugaron un papel capital en el curso de la I República de Chile.



El autoritarismo, se instaló en el inconsciente colectivo tanto de la clase política civil, como de la clase política militar en Chile. La magistratura civil y la jefatura militar no sólo convivieron adecuadamente, en ocasiones, intercambiaron roles.
Así como hubo civiles que ejercieron mando militar en la guerra (Sotomayor y Vergara) hubo militares que accedieron a la magistratura civil (Bulnes).



La estabilidad del ordenamiento institucional y del andamiaje jurídico del llamado «Estado en forma», se sostiene en las relaciones de poder asimétricas que impone la dupla terrateniente-clero, por una parte y, por otra, en la solidez del estamento militar del estado, en el control que ejerce respecto de las armas y en su enorme poder de fuego en razón de las guerras llevadas adelante. Así, la permanencia en el tiempo de la constitución del ’33 y la eficacia de la legislación civil codificada, son la consecuencia y no la causa del status res pública en nuestro Chile del siglo XIX.



Así como en la base del funcionamiento de la economía el vínculo terrateniente-inquilino fue una relación de orden a subordinación, el vínculo de los conductores de las dos guerras con el «roto chileno» se estableció en el mismo tipo de relación.



La naturaleza oligárquica del ejercicio del poder político institucionalizado y la instalación del autoritarismo en todos los aspectos de la actividad nacional fue la regla general. Inclusive al momento de codificarse la legislación civil en Chile, se manifiesta una vez más esta relación asimétrica, de forma que el «bajo pueblo» es sospechado como un obstáculo de la eficacia que requiere toda ley.



Andrés Bello, constituye un personaje clave en la arquitectura del orden institucional del siglo XIX en Chile, su legado es impresionante. Nadie duda de ello, sobre todo en el actual mundo global en que el respeto por lo pactado juega un rol tan esencial. Sin embargo, don Andrés dejó registro histórico de la profunda desconfianza del legislador respecto del resto de la sociedad.



El mensaje del ejecutivo al congreso proponiendo la aprobación del Código Civil (22-11-1855), expresa precisamente la asimetría. Para la prueba de las obligaciones, redactó Andrés Bello «Â…se hace obligatoria la intervención de la escrituraÂ…Conocida es en las poblaciones inferiores la existencia de una clase infame de hombres, que se labran un medio de subsistencia en la prostitución del juramento.» y remata: «Â…más prudente aguardar otra época en que, generalizado por todas partes el uso de la escritura, se pueda sin inconveniente reducir a más estrechos límites al admisión de la prueba verbal».



Nuevamente se manifiesta nuestra tendencia a la disociación. La ley civil se dicta para cumplirse por todos, pero no todos tendrán derecho a participar de ella.



Esta disociación es más evidente aun en lo que toca a la legislación política fundamental si tomamos en consideración las opiniones de Portales sobre la Carta del ’33: «Â…esa señora que llaman Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremasÂ…».



Relaciones de poder desequilibradas, régimen político oligárquico, monopolio de las armas en el estamento militar del Estado, democracia restringida, control espurio de las elecciones de autoridades, cultura de legislación eficaz pero violable, fue una realidad enmascarada por el llamado «Estado en forma».



De todo ello, siendo relevante cada uno de los mencionados componentes, en la consolidación del joven estado-nación, el papel mayor resultó ser el sólido monopolio de las armas que se radicó en el estamento militar (ejército y marina) de ese primer status nacional.



Si dejamos de lado el debate si en el año 1891 hubo una revolución o una contrarevolución, y seguimos el argumento de un ejército y una marina con total control sobre las armas, el conflicto planteado en el gobierno de Balmaceda, se agudizó y resolvió en la profunda fractura que se produjo en las Fuerzas Armadas, mucho más que en la división política que hubo.



Sin la fractura en el estamento militar del status, todo habría quedado en el conflicto político que originó la crisis. De esta forma, para poder explicar la confrontación es más útil examinar las nuevas relaciones de poder que se venían instalando en Chile, con la emergencia de sectores sociales que ponían en entredicho la exclusividad de los terratenientes en el ejercicio del poder estatal.



Desde ya el primer aviso se produjo con la subversión de 1859, dirigida por intereses radicados en el sector minero que no veían espacios para que sus acciones de poder tuvieran un interlocutor, una contraparte razonable dispuesta a «hacer política», es decir, a interactuar relaciones de poder entre actores diversos. Terminada la guerra de 1879, otros actores como los intereses salitreros, financieros, etc., entraron a la escena de las relaciones de poder, teniendo al frente una oligarquía ligada a la riqueza de la tierra demasiado acostumbrada al ejercicio total del poder.



Sin política, es decir, sin interacciones de las fuerzas con poder, con fuerzas armadas monopólicas respecto de las armas, las tensiones larvadas terminaron fracturándolas de forma que más que revolución, contrarrevolución o guerra civil, el año 91 hubo una confrontación entre fracciones de las FFAA, resueltas en los campos de Con-Con y Placilla. En ese momento, nuevas relaciones de poder (riqueza ligada a la tierra, al salitre, a la minería, a lo financiero y la emergencia de las primeras acciones de poder del mundo popular) generaron la necesidad de un nuevo status res pública y se dio paso a la II República de Chile.



Otro asunto relevante en el decurso de la I República, fue la pugna entre el mundo laico y el mundo clerical. Ella manifestaba una tensión más profunda como lo era la libertad versus el poder. La libertad siempre contestará al poder. Para qué decir como la pugna poder-libertad ha atravesado nuestra historia completa y se expresa tan abiertamente hoy, en nuestro país, en pleno siglo XXI.



Las llamadas luchas laicas del siglo XIX, cristalizadas en la ley de matrimonio civil y en el asunto de los cementerios, fueron expresiones de conquistas de espacios de libertad, de espacios para la tolerancia de lo diverso. Preguntado, en 1888, Eduardo de la Barra sobre quiénes eran radicales, dijo que lo eran todos aquellos que estuvieran por la libertad. De esta manera se puede entender el radicalismo laico, como manifestación más extrema del pensamiento y las acciones liberales. Con todo, llegado el momento de tomar partido en la pugna de los nuevos actores con capacidad de llevar adelante acciones de poder, el radicalismo se dividió a favor y en contra de Balmaceda.



Las luchas laicas en definitiva enmascararon dos combates mayores en el plano del poder: 1.- la pugna poder-libertad y, 2.- la resistencia de los actores vinculados a la riqueza de la tierra, de relacionarse en el poder, con nuevos sujetos que surgían vinculados a otras áreas de la economía.



Guillermo Arenas Escudero es abogado y miembro de la Comisión Política del PPD.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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