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El pontificado de Ratzinger: un asunto de hombres


Era vox populi, Joseph Ratzinger, el amigo y fiel consejero del difunto Papa fue quien, con mano inquisidora, manejó de facto el Vaticano estos últimos años. Al consensuar a un teólogo europeo dogmático y hombre de aparato para continuar la vía conservadora trazada por Juan Pablo II, los líderes cardenalicios optaron por la facilidad, el conservadurismo y la eterna tentativa de culpabilizar las conciencias.

Impertérritos, los príncipes de la Iglesia eligieron la continuidad con lo que los medios globales llaman un «Papa de transición».



¿Estrategia equivocada la elección del más fervoroso adepto de la infalibilidad papal?



Los «funcionarios de Dios»(1) ignoraron que en América Latina se duplicó el número de protestantes fundamentalistas durante el pontificado anterior. Que cada año las iglesias de Europa y de Norteamérica se quedan escandalosamente más desiertas. Y que en África, la epidemia de sida sigue matando a miles de inocentes católicos a quienes la Iglesia podría proponer el uso del condón para protegerse y vivir una sexualidad sana.



Signo de los tiempos; un balance somero del período anterior indica que bajo la orientación conjunta del papa polaco y de Joseph Ratzinger la Iglesia Católica vivió un reforzamiento del poder pontifical a nivel planetario y una mayor visibilidad mediática.



Además, en la mitad de su pontificado la Curia Romana aumentó su influencia disminuyendo el peso y la autonomía de las iglesias locales, del clero y de su periferia laica. El legado del Concilio Vaticano II de los ’60, símbolo de una disposición de apertura a la humanidad, recibió el golpe de gracia.



De refilón, quienes ganaron definitivamente en influencia son ciertas órdenes laico-religiosas, elitistas, estructuradas, influyentes y provistas de recursos financieros como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y Comunión y Liberación.



Como si esto fuera poco el Cardenal Ratzinger en su cargo de guardián y Prefecto de la Congregación de la Doctrina y la Fe (la ex Inquisición) de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, no sólo combatió las teologías alternativas con dogma y bastón en mano sino que trató de borrar la línea de separación trazada en las sociedades laicas entre dogma religioso y política.



Aún criticando las guerras imperiales la Iglesia alimentó los credos integristas, al estilo Bush, donde el discurso político militar se tiñe de fe religiosa. O el de líderes musulmanes donde se pregona la «Guerra Santa» como respuesta a las turbulencias y frustraciones de la modernidad occidental y capitalista. O el de los ortodoxos judíos donde belicosamente se reclama la tierra del pueblo palestino en nombre del Libro.



No habría problema alguno si la religión fuera un mero asunto de la esfera privada; una opción individual de la conciencia, un rito gregario para adorar una divinidad convivial y de paso comer y beber juntos.



Pero no es el caso puesto que la Iglesia Católica ha pasado de la negación de todo debate en su seno acerca de los impactos socio-culturales del dogma religioso, a inmiscuirse abiertamente en el debate político y «valórico» (aborto, contracepción, divorcio, eutanasia, unión civil de homosexuales) de las sociedades democráticas. La misma tendencia se percibe en las tres grandes religiones monoteístas abrahámicas del Libro que operan en el mercado mundial de la fe; Cristianismos, Judaísmos e Islamismos.



Para evitar la crítica ciudadana la institución dispone de un abanico de poderosos medios bien terrenales. Confirmando así las saludables sospechas seculares de que las religiones no están para dar respuestas a la búsqueda de sentido a la existencia sino para fortalecer creencias eternas e inmutables. En el catolicismo la solución a la llamada «crisis de valores» y el monopolio del sentido de la aventura de la existencia están en manos de un puñado de hombres. Es un asunto de control y calidad de la interpretación oficial de la «sagradas escrituras». Es la especialidad de Ratzinger.



Después de la misa mediática bien terrenal acaecida en la plaza vaticana de San Pedro, un sentimiento de vacío y decepción se instaló en el alma de muchos feligreses. Dios -«esta gran palabra tenebrosa e inflada de simbología que designa a alguien que no tiene ni retrato ni estado civil»(2)- tomó forma en un hombre que representa una Iglesia que vive del simulacro, para ocultar lo arcaico. Una Iglesia que corre la misma suerte de las elites mundiales de poder; divorciarse de las polifacéticas vivencias, anhelos y derechos de las multitudes ciudadanas.



La búsqueda de sentido a la existencia comenzó cuando los hombres y mujeres procedieron a enterrar a sus muertos y a concebir un más allá. Algunos milenios más tarde, en el Egeo, otros hombres inventarían una hermosa reflexión para conversar de igual a igual sobre la vida buena y la aceptación de la muerte del «zoon politikon», este ser razonable, ni bestia ni Dios, un simple mortal dotado del «logos» que aspira a la felicidad y al gozo terrestre del cuerpo.



Para ello pondrían el poder (kratos) y la palabra para convencer al medio de la Polis. Lo harían a sabiendas que los dogmas (religiosos, económicos, políticos) disminuían las angustias y las incertidumbres de la vida. Los ciudadanos griegos le perdieron el miedo a la libertad e inventaron la democracia directa y la Filosofía. Estos dos artificios donde los individuos aprenden a vivir horizontalmente juntos, son hijos del debate, de la duda y del «demos»(3).



Siglos después, Constantino Emperador (325) comprendería, temeroso del politeísmo de valores, que el cristianismo primitivo con su manojo de verdades simples, herméticas y compasivas era un buen «médium» para «religare» un vasto Imperium en crisis y que el hombre es también un «animal de creencias»(4). Luego, otros hombres «doctos» harían entre conciliábulos la limpieza en los escritos para conservar la llamada doctrina.



Cuestión de hombres y de poder.



(1) Max Weber.



(2) Régis Debray.



(3) Con las limitaciones de la época: los hombres libres (demos) necesitaban esclavos.



(4) Cornelius Castoriadis.




*Leopoldo Lavín Mujica. Profesor del Departamento de Filosofía del Collčge de Limoilou, Québec, Canadá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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