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La descuidada confesión de Sergio Fernández y el dilema del Poder Judicial


Cuando ronda en el aire la inquietud por la resolución que tomará el poder judicial en torno al desafuero de Sergio Fernández, por la querella que presentó el diputado socialista Sergio Aguiló -por secuestro, tortura y asociación ilícita-, una declaración hecha en medio de la presión mediática por el acusado toma especial relevancia, planteando un dilema al poder judicial.



En efecto, supongamos por un momento que aceptamos la tesis del Presidente de la Corte Suprema, Marcos Libedinsky, esbozada en su discurso de apertura del año judicial, respecto a que en dictadura no es posible hacer justicia. Es una tesis impugnable, y muchos juristas -incluida la Asociación de Magistrados- han planteado sus reparos al respecto. Pero suspendamos por un momento las objeciones y aceptémosla como hipótesis de trabajo.



En lo sustancial, esa tesis afirma que, en materia de recursos de amparo, por ejemplo, el poder judicial cumplía con el deber de solicitar información sobre los detenidos, pero el poder ejecutivo, sustentado en una situación de poder total, negaba la detención y obstaculizaba cualquier diligencia efectiva para dar con el paradero de la persona respecto de la cual se intentaba el amparo.



Es claro que, al asumir dicha tesis a cabalidad, la comunidad nacional debería aceptar que el poder judicial no podía llegar sino a la conducta ritual de formular la consulta y satisfacerse con la negativa, legitimando con ello un formalismo vacío exculpatorio de toda corresponsabilidad (lo que impugna el Informe Valech y todas las argumentaciones disidentes). Pero ya lo hemos dicho: aceptemos la tesis del señor Libedinsky y veamos las consecuencias que de ella se derivan para el caso Fernández.



Este último, hace poco tiempo, intentó trazar una línea divisoria entre responsabilidades políticas y responsabilidades penales, asumiendo sólo las primeras. Sin duda, esa línea divisoria existe, pero muchas veces ambas responsabilidades coexisten en situaciones de poder total (piénsese nada más en la doble responsabilidad de Pinochet en el caso caravana de la muerte, con el mandato firmado de su propia mano otorgado a Arellano Stark).



Ahora bien, lo importante de las declaraciones de Fernández es el intersticio que abrió en la teoría de la ignorancia o del engaño que habrían sufrido los ministros civiles de la dictadura cuando, con una sinceridad innegable, señaló literalmente: «Si hubiera investigado, no duro ni cinco minutos como Ministro del Interior». Allí está el fondo de la cuestión.



Esta afirmación implica dos cosas: en primer lugar, reconoce que ante las peticiones de los jueces que se investigara respecto de delitos tan graves como secuestros, torturas y/o desaparición de personas, el ministro en cuestión no investigó. ¿No constituye ello acaso una confesión de obstrucción a la justicia, al menos por omisión?



Ello se agrava si, como sucedió en muchos casos, a la ausencia de investigación le siguió una argumentación desinculpatoria de los servicios de seguridad (no está detenido en ningún recinto oficial, por ejemplo). En segundo lugar, reconoce que, en su fuero interno, sabía que había una realidad oscura que, de ser investigada -como era su deber, al menos en respuesta a la solicitud del poder judicial- traería consecuencias políticas y judiciales de primer orden, privándolo de paso de su cargo.



«Si hubiera investigado, no duro ni cinco minutos como Ministro del Interior». A confesión de partes, relevo de pruebas, dice un viejo adagio.



Desde luego, respondiendo al principio que las responsabilidades penales son individuales, y éstas son distinguibles analítica y pragmáticamente en sus consecuencias de las responsabilidades políticas, las querellas contra Sergio Fernández deberán enfrentar el desafío de la materialidad de las pruebas.



A ese respecto, allí están los decretos firmados de su puño y letra ordenando la detención de Aguiló; el recurso de queja intentando recusar el fallo de la Corte de Apelaciones que había concedido la libertad a Carlos Montes; los elementos que lo vinculan a la detención del actualmente detenido-desaparecido Juan Maino. Todos ellos tendrán que ser considerados en su justo mérito por los jueces que sustancian las causas respectivas.



Pero junto con ellas, ¿el lapsus de Sergio Fernández interpela o no al poder judicial y al Presidente de la Corte Suprema? Si asumiésemos que en dictadura no se pudo hacer justicia, ¿nos hacemos o no cargo de estas omisiones intencionadas como la que el otrora todopoderoso ministro del Interior tuvo la osadía de proclamar por los medios, que obstruyeron objetivamente a la justicia y la confinaron al ritualismo, el formalismo jurídico y -acaso- a un triste regusto de mala conciencia?



Fernando de Laire. Doctor en sociología. Comentarios al e-mail: fernando_delaire@yahoo.com.ar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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