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Editorial: Benedicto XVI y Chile


Como es bien sabido, el Vaticano de Juan Pablo II mantuvo una gravitante influencia sobre la sociedad e incluso sobre la política contingente chilena. En trazo grueso, se puede decir que el Chile oficial se ha comportado durante estos últimos años como un alumno modelo ante las directrices pontificias. Más aún, en los foros internacionales se ha alineado de modo crónico con las tesis y prédicas del Vaticano. Sólo otros cuatro o cinco Estados (de ínfima proyección mundial, por cierto) gozan de este dudoso prestigio.



La dictadura de Pinochet capitalizó para sí, en gran medida, el éxito de los dos acontecimientos papales más relevantes para el Chile moderno: la mediación para lograr la paz con Argentina, por una parte, y la visita al país de Juan Pablo II, por otra. El agradecimiento popular, en el primer caso, y un entusiasmo verdaderamente polaco, en el segundo, captó la benevolente atención y gratitud de Roma. Además, la decisión autocráticamente adoptada por el gobierno de Pinochet de declarar feriado el 29 de junio (día de San Pedro y San Pablo) remató la faena. Un acentuado neoconfesionalismo se infiltró en el Estado chileno, tan orgulloso hasta entonces de su anticipadora y pacífica separación de la Iglesia, realizada en 1925. Y esto, naturalmente, con el enorme beneplácito de la curia romana.



Lo insólito es que ese mismo neoconfesionalismo se ratificó y casi se agudizó con los gobiernos democráticos de la Concertación. Un episcopado que se había hecho fuerte en su espíritu conservador gracias a los nombramientos de Juan Pablo II, se sintió legitimado para oficiar de árbitro pretendidamente neutral de la transición política. Su actitud tolerante respecto al régimen militar se contradijo con su intransigencia ante algunas de las propuestas de la democracia.



Es ya historia conocida, pero es preciso no olvidar. La expulsión de niñas embarazadas de los colegios; la condena sumaria de los preservativos y de los anticonceptivos, con campañas para el uso del condón «neutralizadas»; los reparos y sospechas ante la educación sexual; la negación del divorcio y de las relaciones prematrimoniales; han sido asuntos morales resueltos a través de silogismos tan perfectos como aquellos que demostraban que el sol giraba evidentemente en torno a la tierra y no al revés. Lo malo es que los poderes públicos se han mostrado tímidos, cuando no sumisos.



Con este telón de fondo, la relación de Benedicto XVI con Chile no puede cambiar sustancialmente. Su plena confianza en el cardenal Angelo Sodano, viejo adversario de los sectores católicos más abiertos y progresistas del país, su amistad con el cardenal Jorge Medina, que concentra todo el integrismo del anterior pontificado, prometen más de lo mismo. A esto hay que añadir la pasividad crítica de la mayor parte del Episcopado, víctima de papolatría.



El triunfo de la tendencia conservadora del último cuarto de siglo en la totalidad de la iglesia Católica ha configurado un notable fenómeno sólo comparable con la victoriosa ascensión del neoliberalismo económico. En el firmamento del final de los setenta confluyeron las figuras de Margaret Thatcher, Ronald Reagan y el propio Karol Wojtyla. Chile, en su tradicional condición de laboratorio de nuevas doctrinas y tendencias, se adelantó en la adopción, en plena dictadura militar, del modelo económico neoliberal y se adaptó al modelo espiritualista y conservador que venía impuesto desde el Vaticano.



Las minorías progresistas y conciliares que quedan todavía en nuestro país, esperaban la elección de un Papa abierto, como Carlo María Martini, o al menos que fuese de compromiso, como Dionigio Tettamanzi. Quizás un latinoamericano que entendiese mejor los problemas extraeuropeos. Pero la mano ha venido dura para ellos. Por el contrario, la gente en torno a los movimientos neoapostólicos, como el Opus Dei, Comunión y Liberación y los Legionarios de Cristo, han respirado hondo. Ahora, con Benedicto XVI, un Papa a su medida, esperan culminar la tarea de una iglesia Católica monolítica, jerárquica, espiritualista e integrista.



Sin duda la iglesia chilena es un importante referente para el actual pontífice católico y para sus planes evangelizadores. El terceto compuesto por Sodano, Medina y el propio Ratzinger tuvo un especialísimo cuidado en la selección de la jerarquía de este remoto país. Una iglesia Católica como la de Chile, respetada y mimada en lo político por el oficialismo y la oposición; aglutinadora de los segmentos pudientes y los sectores populares; con una influencia sobre la prensa que la hace casi intocable, resulta, según el establishment romano, un modelo a consolidar y a exportar.



Pero parece que la iglesia de Benedicto XVl vivirá en nuestro país una etapa de decadencia porque se le está acabando la influencia casi omnímoda que ha ejercido en los temas de moral y de valores sobre la sociedad chilena. Sin duda, su voz seguirá siendo importante. Pero existen síntomas de una mayor autonomía política y mediática en los temas religiosos y también indicios de un catolicismo que no está en sus mejores momentos.



El descenso sostenido de las vocaciones sacerdotales en los últimos años, la disminución del número de matrimonios y de hijos, el aumento de las parejas de hecho y de la ilegitimidad, la plaga dolorosa de los abortos realizados a espaldas de la sociedad, la caída de la cantidad de personas que se declaran católicas hablan de un enorme fracaso de la contrarrevolución integrista con el sello Wojtyla-Ratzinger.



El optimismo conservador, su victoria en las grandes explanadas, están ya chocando con la terquedad de los números, con la frustración de los colectivos condenados, con un cierto sentido común ante el cual no sirven los anatemas. La iglesia Católica chilena, que tradicionalmente ha buscado una pastoral inclusiva y moderadora, tiene en este momento una difícil prueba ante sí misma y ante la sociedad civil.

Viene en pocos meses el test más decisivo del gobierno eclesástico: el nombramiento de obispos. Del perfil e historia de los nuevos monseñores se podrá deducir el talante de la iglesia Católica que viene.








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