En 1938 el Frente Popular realizó la disputada convención que debía dirimir su candidato presidencial. Aunque yo no había nacido aún he incorporado ese episodio a mi memoria como si lo hubiera vivido. Cuentos de familia, lecturas escolares y universitarias, textos de historia política, todo ello y más contribuyó a instalar en mí la tensión y la emoción de ese importante momento. Trece votaciones hubo en aquella convención en que participaban radicales, socialistas, comunistas, democráticos y dirigentes de la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCh).
Los dos candidatos principales eran el profesor y abogado radical Pedro Aguirre Cerda, que obtenía una mayoría insuficiente para ser proclamado, y el Comodoro del Aire Marmaduke Grove, socialista. Grove se había constituido en la década anterior en un líder popular de dimensiones casi míticas. Había encabezado los doce días de la República Socialista en 1932 y, al impulso de su popularidad, crecía aluvionalmente el Partido Socialista, nutrido por sectores populares heterogéneos que adquirían creciente conciencia de sus derechos. Grove tenía un fuerte arrastre y los socialistas pagarían un alto costo si retiraban su legítima postulación.
No obstante, cuando la prensa de derecha ya celebraba el fracaso de la convención del Frente Popular, los socialistas, de madrugada, ingresaron al salón del Congreso luego de un debate interno y Grove anunció su apoyo a Aguirre Cerda. Meses más tarde, gracias a la unidad del Frente Popular, a la postura crítica de la Falange -la naciente Democracia Cristiana- frente al candidato del Partido Conservador, y al apoyo del populista Ibáñez a la candidatura frentista, se consumó la primera gran victoria electoral de las fuerzas populares.
Hace algunos días el Partido Radical Social Demócrata proclamó unánimemente a Michelle Bachelet como su candidata en las próximas primarias presidenciales. Vi fragmentos de la proclamación en los noticieros televisivos y el hecho me trajo ecos de esas otras jornadas de la historia de la izquierda.
El radicalismo y el socialismo vivieron, en los decenios siguientes al triunfo de Aguirre Cerda, historias azarosas y su relación fue muchas veces de abierta disputa. El laicismo, un principio doctrinario compartido, fue perdiendo vigor como aglutinante político y ganaron en cambio fuerza las cuestiones sociales, económicas e internacionales sobre las que hubo puntos de vista no siempre conciliables.
En los tiempos de Allende, el radicalismo realizó aportes crecientes a sus campañas presidenciales, pero siempre atravesado por discrepancias y divisiones. Había radicales «de izquierda» y radicales «de derecha». El triunfo de la Unidad Popular en 1970, la derrota posterior y el período oscuro de la dictadura fueron compartidos por los radicales con el conjunto de las fuerzas progresistas.
Hoy hay un solo Partido Radical y exhibe una consistencia política ejemplar: su lucha antidictatorial sin transacciones, su digna y sólida participación en la Concertación. El radicalismo ha desarrollado una sistemática reivindicación de los valores laicos y libertarios que lo orientaron desde su fundación y ha agregado a ellos una definición social que, enriquecida, responde plenamente a la herencia doctrinaria socialista que Valentín Letelier le legara a fines del siglo XIX.
Hay un sólido fundamento histórico para que, en el mismo sitio donde ocurrieron los hechos que rememoro, ocurridos hace 67 años, los radicales hayan proclamado a Michelle Bachelet.
(*) Jorge Arrate fue Presidente del Partido Socialista. Actualmente preside el Directorio de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS).