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Requiem para una adolescencia perdida


Casi medio centenar de adolescentes muertos en la cordillera de la Octava Región. Una muerte brutal, delirante, espantosa, llena de frío y desesperación, de gritos para no ahuyentar el sol, probablemente del recuerdo de la madre o alguna novia que los espera, una agonía. Estos son los signos del horror de un Chile que observa atontado como cuarenta y cinco de sus jóvenes son velados con la bandera sobre sus ataúdes de madera.



¿Por qué un pelotón de reclutas marchó la mañana del 18 de mayo en plena tormenta de viento blanco?. Es algo que se deberá dilucidar con cuidado. Hasta ahora la respuesta institucional, aplaudida como si fuera un gesto extraordinario, ha sido destituir algunos oficiales menores y tolerar que el dedo acusador apunte al mayor Patricio Cereceda, un hombre cristiano -nos dicen- que aprobó la Academia de Guerra, una especie de PHD militar, me explican en un café algunos amigos entendidos en el tema.



Poco se dice que el alto mando de la zona estaba en pleno conocimiento del frente de mal tiempo que se avecinaba; nada se dice que antes de la orden de marchar a la muerte, ya se sabía de los primeros reclutas con hipotermia. ¿Estaba el mayor Cereceda al tanto de esos datos?, ¿estaba dotado del instrumental necesario para estar informado? y si lo estaba, ¿obró con descriterio?.



Si éste fuera el caso, entonces habría que pensar en que consiste la malla curricular de nuestros oficiales que aprueban este PHD, que los hace actuar con tanto desprecio por la vida humana o, ¿la crisis de la educación también comprende la Academia de Guerra y nuestras escuelas de formación de cuadros militares?.



Los muertos de Antuco no son la consecuencia de bajas militares tras la destacada participación de Chile en alguna acción de Paz, especialmente de esas en que se ha visto amenazada la paz mundial y que arrancan rápidas resoluciones de Naciones Unidas, adoptadas en una muy temperada y confortable oficina de diplomáticos en Nueva York.



La tragedia en Antuco es más brutal, más irracional y una muestra más de la miseria que sufre este país. Una miseria de orden ético. Los adolescentes muertos son los «clase» los hijos pobres de nuestro país, esos que no tienen opciones, que hacen el servicio militar obligatorio porque con alguna ingenua credulidad, sus familias apuestan a que sus hijos puedan tener la alternativa de una vida con más oportunidades, esas que están reservadas sólo para un porcentaje cada vez más reducido de chilenos y chilenas.



Los ataúdes de Antuco son inexplicables. Demasiadas invocaciones a las Sagradas Escrituras por un juez que debe investigar la comisión de delitos bastante serios. Bastaría, magistrado, que invoque la Ley, la Constitución y los Tratados Internacionales, porque estamos hablando de homicidio culposo, de infracción a los deberes militares, de trato indigno y cruel a niños de 18 años.



Pero, además, le sugiero que se encomiende al señor, si así lo desea, e investigue que pasó esa mañana de mayo, donde medio centenar de adolescentes marchó contra toda lógica hacia una muerte segura; que investigue si es parte del entrenamiento militar «aporrear a los cabros» para que se hagan hombres y le sugiero investigar si éstos marchaban con equipamiento adecuado, no sólo vestuario, sino sistemas de GPS que imagino, su señoría, se alcanzará a adquirir con el vuelto de los F 16.



La aflicción que ha provocado la muerte de estos adolescentes, se transforma en rabia e impotencia cuando se empiezan a esclarecer las circunstancias que rodearon este dramático hecho; cuando cada día que pasa se comprueba que fue una tragedia evitable, en un país que posee el gasto militar más alto de América Latina, comparado sólo con países que viven sometidos a regímenes autoritarios o aquellos francamente ricos.



Las regalías de las Fuerzas Armadas, los juguetes adquiridos para ellos, léase F 16, no sólo pueden constituir una parte de la costosa transacción de 1989 o la fantasía lúdica del alto mando.



Un oficial bautizó al regimiento de Los Ángeles como «Héroes de Antuco», yo propondría «Mártires de la idiotez y la inequidad», pues ya hace bastante rato, se viene enquistando en una práctica perversa. Los pobres no juegan, se joden.



Antuco, mayo de 2005, será recordada como la fanfarria de la imbecilidad. Tolerar que nuestros adolescentes vayan a enfrentar el frío de la cordillera con un «nylon» aportado por sus padres, es simplemente una grosería que ofende nuestras conciencias y las explicaciones dadas, nuestra inteligencia.



Luego del primer reseteo a las máquinas aceitadas para obtener el apoyo ciudadano en diciembre, se excluya todo debate y este país entre en un abrumador letargo gracias a tanta oferta, descuento y promociones a la que se nos invitará, habrá que preguntarse cuál es la conducta exigible de las autoridades encargadas de la Defensa Nacional. Serán inevitables otras interrogantes, como cuál es exactamente la razón del gasto militar chileno o sí el porcentaje de ventas netas del cobre, también cubre el equipamiento para evitar la muerte de nuestros reclutas.



Agreguemos a la lista otras: ¿Cuál es la justificación del Servicio Militar Obligatorio? ¿Chile es un país que brinda oportunidades a sus jóvenes con prescindencia de su origen de clase?



Mientras nos hacemos estas preguntas, medio centenar de familias lloran, en el crudo invierno, a sus hijos muertos.



¿El dolor de nuestras familias pobres es también nuestro dolor?



¿Qué haremos al respecto?





* Luis Correa Bluas es abogado, Master en Derechos Fundamentales de la Universidad Carlos III de Madrid.












  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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