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Un deja vú de terror (II)


La cultura occidental desarrolló una filosofía de la historia progresiva, es decir, una concepción de un avance cronológico lineal que implicaba un avance cualitativo hacia estadios más altos de civilización. Dentro de tal idea, el pasado podía llegar a ser inspirador, hasta mítico; pero, finalmente, sólo una etapa ha superar para la concreción de la meta debida: el progreso allá adelante en el futuro.



Desde aproximadamente el siglo XVIII, el también progresivo proyecto moderno, será monopolizado por su vertiente de derecha. Así, el Liberalismo identificará ese progreso con el ámbito económico, al tiempo que utiliza la retórica de los derechos individuales para legitimarlo y defenderlo de la intervención externa (sobretodo del estado). No obstante, desde el siglo XIX la gran burguesía —principalmente financiera— irá radicalizando la exclusión, el economicismo y la pretensión de autonomía de los agentes económicos del que fuera el proyecto liberal original representativo de la pequeña y mediana burguesía. Ese afán, para mediados del siglo XX, consolidará el Neoliberalismo aún vigente.



Irónicamente, esa actualización del Liberalismo clásico —validada por sus gestores como medio de progreso— daría lugar a una «interrupción» del avance histórico y a un «retroceso» del nivel de progreso alcanzado. Es una vuelta al siglo XIX en Occidente; y, por ser esa la época del capitalismo salvaje, es una regresión a concepciones y situaciones rechazadas desde el humanismo, la filosofía de los derechos humanos y la ideología democrática (Ä„estos últimos dos desarrollos liberales!).



Chile, como el buen pupilo que siempre ha sido de Europa y Estados Unidos, también siguió el camino antes descrito. De ese modo, a la fecha las políticas de la Concertación, por mucho que se adornen eufemísticamente como igualitarias y/o técnicas, no dejan de ser neoliberales. En la primera parte de esta columna (aparecida en mayo 25 de 2005) precisamente se expuso en base a ejemplos la coincidencia de las opiniones y políticas dominantes en el país en la actualidad, con las oligárquicas y ultraliberales del siglo XIX. En tal período, la élite no ponía en duda su derecho a manejar Chile en su provecho y no veía objeción alguna al capitalismo salvaje que sostenía, por mucho que produjera y mantuviera profundas desigualdades socioeconómicas.



Ese consenso se puede encontrar en el diario El Ferrocarril, representante de los intereses del Partido Liberal. En 1872, aunque aceptaba la desastrosa situación de vivienda de los sectores populares —con la alta mortalidad consecuente—, se opone a la intervención del estado: «La transformación de los barrios pobres por mandato de ley, sería ataque al derecho de propiedad (…) los fueros de la propiedad privada ya no son una vana palabra entre nosotros (…) La salud pública es una buena cosa, pero el respeto al derecho [de propiedad] es mucho mejor que ella».



La visión oligárquica sigue siendo homogénea si acudimos incluso al Partido Radical, el más «izquierdista» de la época. En 1874, uno de sus más conspicuos representantes, Manuel Antonio Matta, en una discusión en el Congreso aboga por disminuir la edad mínima para trabajar en las minas… Ä„a 10 años!: «en las minas existían trabajos que no alcanzaban a dañar la salud de los niños y que el salario que éstos ganaban constituía un recurso del cual no era justo privar a sus familias». Otro destacado radical, Enrique MacIver, en 1888, desde su opinión acerca de las clases populares defendía el monopolio del poder por la élite: «los obreros no tienen cultura ni preparación suficientes para comprender los problemas de gobierno; menos para formar parte de él». Y, en 1890, terminaba de aclarar su postura: «A esas oligarquías que son cimientos inconmovibles del edificio social y político, sólo las condenan los anarquistas y los improvisados».



Se puede ver que, tal como los Matta y los McIver de ayer, los «progresistas» de hoy también esconden su verdadera política bajo un discurso ad hoc: a la vez que desde el Estado le vienen dando preeminencia a los intereses de una minoría, exaltan sus medidas paliativas como ejemplos señeros de justicia social (Ä„como el bono de $16 mil en un contexto de precios continuamente en alza y sueldos continuamente bajos!). Mientras, se legitiman declarando que si dan cuantiosas facilidades a la gran empresa es porque ello favorecería a la nación toda. Y en cualquier otro caso no relacionado a los intereses empresariales —Ącomo si los años no hubieran pasado!—, estos «progresistas» imponen una política de no intervención del estado o minimizan su capacidad de regulación.



Esa preeminencia de la autonomía económica (para un pequeño grupo privilegiado, por más que se publicite como general) la expone con claridad Zorobabel Rodríguez, economista teórico liberal en 1876: «La libertad de la internación [de mercaderías extranjeras] debe ser sagrada; la protección a la internación es un error funesto y una crueldad sin nombre (…) Por eso dijimos que el primer defecto del arbitrio propuesto [protección aduanera de la industria] es su falta absoluta de equidad. Adoptarlo sería renunciar a las conquistas hechas durante siglos en el campo de la libertad del trabajo, de la industria y del comercio, despojar a unos legalmente en provecho de otros, y sustituir las admirables leyes con que Dios rige el mundo económico, por leyes que fuesen el resultado de los intereses de las preocupaciones y de los apetitos de los más poderosos». Quizás el estilo le sea extraño, también entrometer a dios en esto. Sin embargo, se aceptará que siguen en pie el fondo doctrinario de rechazo a la intervención estatal, la visión sacrosanta de la propiedad y su falaz validación apelando a la justicia y el interés general.



De hecho, al mirar esos años desde nuestros días, paradójicamente el único consenso entre conservadores, liberales, nacionales y radicales respecto a respaldar una acción del estado, se limitaba al fomento de la educación de los sectores populares. Mas, por supuesto, nunca se implementó del todo o sólo al nivel de las ideas que la oligraquía tenía sobre esas clases. Y ya McIver nos las expuso. No me alargaré aquí inútilmente detallando la similitud de esa actitud con la política de «Crecer con Igualdad» y su «fomento» de la educación.



No sé Ud., pero al menos en mi caso no quiero seguir retrocediendo. No quiero que sigan acrecentándose aún más en nuestro país las desigualdades socioeconómicas (que el exitismo y la autocompalcencia se niegan a ver). No quiero continuar viviendo en este deja vú de terror, el cual nos puede devolver a la situación descrita por un visitante extranjero en 1890: «Aparte de Inglaterra, no hay país donde la distinción de clases sea tan marcada como en Chile». Mal estamos si la segunda mitad del siglo XIX es una época de oro a la cual hay que regresar y peor si lo asumimos como un progreso. A menos que sea un empeño consciente para reeditar el socialismo utópico de aquellos años… Ä„porque vaya si es utópico este socialismo chileno!



(Todas las citas fueron extraídas del libro «Los mitos de la democracia chilena» de Felipe Portales)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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