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El origen de la discriminación


Una polémica en que estoy participando en la sección Cartas del diario El Mercurio, me ha llevado a meditar acerca del origen de la discriminación en nuestro país. El ataque de mi contradictor a la condición homosexual me lleva a preguntarme qué lo motivará, cuál es la génesis de tanta odiosidad y miedo a la diferencia.
En estos días he estado leyendo el segundo tomo de la Historia General de Chile que ensaya Alfredo Jocelyn-Holt, quizá el único historiador que ha buscado claves originales para entender las fundaciones del edificio cultural de nuestro país.



Entre las fuentes que cita, las más importantes son dos: La Araucana de Alonso de Ercilla, y El cautiverio feliz de Pineda y Bascuñán. Uno guerrero y el otro clérigo, en sus obras literarias hacen brillar su capacidad de ver al otro, entender al otro, no sólo según sus propios valores hispánicos, europeos e imperiales, sino también haciendo el intento de comprender una cosmogonía nueva, la mapuche, cuyo valor es realzado por la bravura del indio y su resistencia a entregarse al dominio del español y las creencias de la Iglesia Católica.



Esas buenas costumbres, las de quien se muestra abierto a conocer un mundo diferente, se perdieron en Chile durante mucho tiempo, tanto en el debate público como en las costumbres privadas. Últimamente hay signos de una renovación de ese espíritu emprendedor y generoso, dispuesto a encontrar en el otro nuevas luces para la propia contemplación del mundo, en oposición a sentirlo como una amenaza mortal.



Entre las conclusiones del estudio de ese siglo -Chile era un quebradero de cabeza para la corona y peor todavía para los conquistadores, privados de las ilusiones que traían desde España, sometidos a la guerra interminable y la pobreza- surge la idea de que en el hasta entrado el siglo dieciocho, Chile fue un país fallido, un país sin oro, un lugar no-lugar, un país de náufragos que sueñan con volver a la patria original pero que se quedan varados para siempre en estas costas.



Y todo este pesimismo es compensado mediante la utopía, la creencia en un futuro mejor que nunca llega, la esperanza de que más al sur se encontrarán con la Ciudad de los Césares, mezcla de indio y blanco, que vive rodeado de la más suntuosa riqueza. En otras palabras, somos un país donde no se agota la esperanza, pero que se funda sobre la constatación de lo que no fue, de lo que no ocurrió, de lo que no alcanzamos a ser.



Ante la pobreza reinante y la falta de poder de la corona, los grupos privilegiados, los encomenderos, es decir, los hacendados, se vuelven fuertes en sus lugares, no al punto de volverse unos señores feudales, pero a menudo con el poder suficiente para tomar justicia por su propia mano. La Quintrala es el mejor ejemplo.



Una mujer que se sentía dueña de La Colonia al estar emparentada por el lado Lisperguer con gobernadores y oidores de la Real Audiencia y a su vez heredera por parte de su padre -de los Ríos- de una inmensa extensión de tierras. A pesar de ser una destacada representante de lo que en Chile podía llamarse La Aristocracia, la leyenda la convirtió en nuestra bruja más ilustre, apasionada devota de Dios y el Diablo. Fue el pueblo, sus súbditos, quienes la condenaron a la hoguera histórica, una venganza sutil pero duradera.



Ustedes se preguntarán qué tiene que ver esto con la discriminación homofóbica. Soy de la creencia que la peor forma de discriminación en Chile, la más extendida, solapada y dañina, es la de clases. Como un gas insidioso se cuela en nuestras conversaciones, en nuestros actos, en nuestros juicios. Si bien, por lo que he podido observar, está en decadencia entre las generaciones más jóvenes, es la inspiradora de nuevas formas de discriminación, como la regla del dinero, que está en alza, y la que existe en contra de las minorías tanto étnicas como sexuales.



Nadie dudará que la matriz del clasismo se halla en el campo chileno, especialmente en el valle central, cuya feracidad agrícola trajo la única fuente de riqueza de esos primeros tiempos. Y que fueron descendientes de los mismos hacendados, salvo contadas excepciones, quienes se enseñorearon más tarde en las riquezas mineras del norte. Es decir, tal como en el caso de la Quintrala, la unión del poder político y una relativa riqueza en pocas manos, conformó una oligarquía que se sintió superior al resto de sus semejantes, especialmente en la aplicación de justicia.



Hasta entrado el siglo XX, el Estado fue un enclave más de dicha oligarquía. Tanto el poder ejecutivo, como el legislativo y el judicial, actuaban bajo sus mandamientos. Es cosa de ver el miedo que provocaba en la prensa oligárquica la llegada a la presidencia de Pedro Aguirre Cerda o el pánico que produjo en las clases acomodadas el ascenso de Allende al poder.



Al día de hoy, el Estado, aunque exhibe claras mejorías, no es indiferente a este marcador social, en especial cuando se trata de administrar justicia. El dinero se apunta como un aliado odioso de las posibilidades de acceder a juicios justos por parte de un ciudadano clase media frente a un oligarca, y qué decir de un ciudadano pobre frente a cualquiera de los dos.



En el caso de las minorías étnicas y sexuales, es aún peor, porque no sólo deben luchar contra la falta de influencia y dinero, sino también contra los prejuicios de políticos, agentes públicos y jueces.



Todas estas formas de discriminación contribuyen a exacerbar el odio social y a profundizar la diferencia de oportunidades. La tan mentada desigualdad tiene uno de sus orígenes en este conservadurismo congénito de las clases acomodadas, que le tienen miedo al alzamiento indígena (que los amenazó durante trescientos años), a la poblada que viene a privarlos de sus bienes.



Recuerdo que mi padre se reía de los vecinos que pretendían organizar una milicia para defender el barrio de las hordas marxistas: «Si llegaran a venir, saldrían arrancando al primer disparo. Parece que les faltó jugar más a los soldaditos de plomo cuando niños».



Lo mismo ocurre, en otra esfera, con respecto a las minorías sexuales. Se trata de la indignación paranoica de un grupo social reticente al cambio, que ve en el desembarco de nuevos actores en la vida ciudadana, una amenaza personal, un ataque corsario que intenta quitarle sus blasones y relegarlo a una condición de iguales que no está dispuesto a aceptar.



Mientras en Chile no se condene la discriminación de la forma más enérgica, tanto en la privacidad de nuestras conversaciones como en los estamentos del Estado y la aplicación de políticas públicas, no habrá verdadera igualdad de oportunidades.



Por esta razón defiendo la idea de crear una ley contra la discriminación que combata fieramente cualquiera de sus expresiones, social, monetaria, étnica, de género, sexual, al punto de establecer penas de cárcel a los inculpados de incurrir en prácticas discriminatorias, especialmente si se trata de un agente del Estado. Asociada a ella, deberían existir programas estatales de apoyo a las minorías, inspiradas en el ejemplo americano de la Affirmative Action. Subsidios, cuotas mínimas, etc.



No esperemos la condena internacional para avanzar en estos temas, como ya ocurrió con el tema ambiental o el de las etnias originales. Es el sufrimiento y la postergación de millones de chilenos lo que debe impulsarnos a entender la diversidad, y por ende la igualdad de oportunidades y ante la ley, como un factor primordial para el desarrollo de Chile y el bienestar de sus ciudadanos. Creamos por una vez en nuestra esperanza y no dejemos que una vez más confirmemos que no hicimos lo que debimos hacer.





Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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