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El consumo que nos consume


Todos necesitamos consumir pues, en el entender del Diccionario de la Real Academia Española, utilizamos «comestibles perecederos u otros géneros de vida efímera para satisfacer necesidades o gustos pasajeros». Pero la propia definición entra al campo de batalla al hablar de necesidades y gustos. Las primeras son permanentes y limitadas; los gustos son infinitos y adolecen de la triste capacidad que cuando se satisfacen, siempre aparece uno nuevo.



Es claro que no es lo mismo consumo que consumismo, diferencia que separa las necesidades vitales de los deseos intrascendentes. La economía debiera preocuparse fundamentalmente de dar techo, educación, alimento y salud para todos garantizando un mínimo de justicia, de decencia o básico y vital. La política democrática debiera preocuparse de garantizar la dignidad de la persona humana, dándole las oportunidades y condiciones para que busque su felicidad.



Es cierto que las necesidades varían de una cultura a otra, o en distintos momentos históricos de una misma sociedad. Pero el sentido común es perfectamente capaz de distinguir entre la necesidad de comer pan y tomar agua o de participar activamente en la construcción de la vida personal y de la polis, con el deseo de maltratarnos con caviar y champaña.



Estos últimos corresponden al mundo de los deseos de autogratificarnos emulando al rico, al deportista o artista de éxito que ostenta bienes superfluos; superando a nuestro vecino que no ha renovado el auto; igualándonos a los demás pues esta sociedad dice amar la igualdad pero discrimina enojosamente; aparentando una posición social más alta para conseguir un mejor empleo; compensando ese defecto físico o esa carencia afectiva que nos daña la autoestima; gozando de nuestro afán de novedad y de experimentación de placeres siempre nuevos, en fin.



De acuerdo al Informe del PNUD «Nosotros los chilenos», un 42% de los chilenos de estrato bajo consumen para sobrevivir satisfaciendo así sus carencias vitales de pan, techo y abrigo. Pero también hay un 13% que consumen esforzadamente para estar mejor alcanzando un bienestar mejor. También existen los chilenos de clase media que consumen para ser más para obtener reconocimiento social y mejor posición. Finalmente hay un 26% que consume para gratificarse.



Como podemos apreciar, en esas 175 millones de visitas al año a los malls chilenos, nos encontramos con los más diversos tipos de consumo y consumismo. Pero lo que es claro que crecientemente un grupo no despreciable de chilenos estamos intentando copiar los estilos de vida y los hábitos de consumo de la clases medias y alta norteamericanas. Ya no se trata de consumir para vivir sino que de vivir para consumir. Sólo otra cifra más y dejo de buscar base empírica a mi alegato existencial y moral. En el Chile de 1990 las importaciones de artículos de joyería alcanzaron a poco más de dos millones de dólares. El 2000 saltaron a más de ocho millones. La importación de perfumes pasó, en igual período de casi 12 millones de dólares a 43 millones de la moneda norteamericana. Y los aparatos para cuidados estéticos saltaron de más de 22 millones de dólares a casi 44 millones de dólares, es decir, seis veces más.



¿Qué tiene de malo que los chilenos nos preocupemos más de cómo nos vemos? Nada malo, por cierto. A menos que caigamos en ese capital pecado que es la vanidad que nunca se satisface, se hace insoportable cuando se trata de afrontar nuestras enfermedades, defectos y el paso del tiempo. Vanidad que no nos deja dormir cuando se transforma en envidia porque siempre habrán más inteligentes, bellos y jóvenes que uno. ¿No es cierto que a mayor consumo, mayor necesidad de producción, acicate así al crecimiento económico y más empleo para todos? Parcialmente cierto pues se trata muchas veces de bienes suntuarios que se producen con alta tecnología y poca mano de obra; que se traen de otras latitudes y que consumimos una minoría de chilenos.



Pero el tema es otro. Adela Cortina, en su libro «Por una ética del consumo» que seguimos, se hace la pregunta central: ¿No será que estamos entrando en una nueva era en que todos hemos adorado un nuevo ídolo cuyo credo es que el consumo sin límites garantiza la felicidad? ¿Chile será mejor si tenemos más autos, refrigeradores, televisores, computadores per cápita? ¿Es mejor hablar con alguien ausente a través del celular o comunicarnos cara a cara con el que está al lado? ¿Aprenderán más nuestros hijos si cuentan con más computadores por metro cuadrado? ¿El último modelo de computador personal es mejor porque es más nuevo? ¿Todo lo antiguo es anticuado y malo? ¿Los regalos de navidad garantizan una mejor relación con nuestros hijos? ¿Nuestras fronteras son más seguras si contamos con más buques, tanques y aviones?



Son preguntas polémicas que nos deben llevar a reflexionar como personas, familia y comunidad. Pues la felicidad depende mucho más de tener un cuerpo sano, un alma alegre y vivir rodeado de afecto que de objetos. Vivir para trabajar y generar mayores ingresos para consumir bienes suntuarios más bien nos garantiza enfermedades psicosomáticas y cardiacas que otra cosa. No podemos consumir sin ton ni son bajo la consigna, «si puedo ¿por qué no?».



¿Por qué no? Pues hay algo de indecente que hagamos esto cuando hay cientos de millones de humanos que no tienen para comer. Y no podemos seguir pretendiendo que todos consuman como lo hacen las clases adineradas del mundo pues el planeta no resistirá. Los últimos cincuenta años el consumo se ha multiplicado por seis; por cinco el uso de combustibles fósiles; por cuatro las capturas marinas; por dos el consumo de agua dulce y madera y tres veces ha aumentado la emisión de desechos en los países industrializados.



Para vivir mejor, ser más justos con los demás, más responsables con nuestra hogar terrestre y solidarios con las futuras generaciones debemos detenernos un segundo a pensar antes de entrar a la tienda ésa que nos ofrece la felicidad envasada en un bello producto.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo, Centro de Estudios para el Desarrollo.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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