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La piscina y la cortadora de pasto


Justo cuando el hombre se metía a la piscina comenzó el ruido de una cortadora de pasto. El hombre ya estaba en el agua y seguramente no sintió el sonido chirriante de la máquina. Menos que el que la usaba era un obrero indocumentado. Seguro era de México o América Central. El trabajador era joven y aunque estaba muy quemado por el sol del verano se notaba que no era de ese lugar.



El hombre emergió de las aguas de la piscina y entonces escuchó por primera vez el ruido de la cortadora de pasto. También vio al hombre detrás de las rejas que manejaba la maquina y en su espalda llevaba algo así como una mochila de metal. Luego se dio cuenta que era un estanque de gasolina para hacer funcionar la máquina. El hombre se zambulló otra vez en la piscina. Eran las tres de la tarde del 14 de junio de 2005 y había cerca de 90 grados Fahrenheit en Southbury, Connecticut.



Cuando emergió otra vez del agua vio allí a las dos muchachas salvavidas que lo miraban. Tendrían 16 o 18 años. Eran hermosas y atléticas («quizás son nadadoras profesionales», pensó el hombre que ahora nadaba de espaldas). Las dos muchachas estaban sentadas cada una en una silla, como de esas para arbitrar un partido de tenis que se ve en la TV. Estaban frente a frente, una a cada lado de la parte angosta de la piscina. Las separaba toda la parte cubierta de agua. De allí veían muy bien a los bañistas por encima de la superficie y los que se sumergían debajo de esa azulada y transparente agua. A veces alguna de ellas anotaba algo en un papel luego de poner agua en unos tubitos de laboratorio y mezclar el agua de la piscina con un liquido color rojo. Escribía los resultados. Luego miraba un termómetro para ver la temperatura del agua y volvía escribir los datos. Todo estaba perfecto y regresaba a sentarte en su silla y mirar a los bañistas.



Al otro lado de la reja el hombre seguía cortando el pasto y parece que a nadie le molestaba el ruido. A veces daba una miraba de reojo a los que estaban en la piscina. A los que nos bañábamos, o sentados en sillas blancas de plásticos, reposábamos tranquilos, recibiendo luego de una sumergida en la piscina el placer del sol. Algunos leían, otros (como yo) sólo mirabámos el cielo azulado que a veces lo cubrían nubes pasajeras.



Un hombre de 75 años, bastante bronceado, parecido a Ernest Hemingway cuando vivía en Cuba, contemplaba con los ojos entrecerrados a una de las salvavidas. Hacía rato que la miraba. Podría ser su nieta que trabajaba part-time en el verano, o quizás pensaba en algún trabajo semejante que tuvo hace 60 años quien sabe en qué piscina o playa de Estados Unidos. Luego dejó de mirar y volvió su cabeza hacia el ruido que venía de la reja. El hombre con la máquina seguía cortando el pasto y de reojo volvía a mirar a los bañistas. Parecía un ser de otro planeta con la cortadora en la mano y ese tanque metálico en la espalda. Eso pensó el hombre que antes miraba a una de las salvavidas jóvenes.



De levantó de su silla y caminó en traje de baños hacia la reja y algo le dijo al hombre de la máquina. El hombre que nadaba, que ahora apoyaba su cabeza en una parte de la piscina, y el resto de su cuerpo permanecía sumergido en esas frescas aguas, fue el único que vio caminar al hombre viejo hacia la reja. Desde lejos vio que el hombre mayor parecía hablar solo y mover las manos. El indocumentado paró la maquina y todo allí volvió a la calma bucólica de la piscina antes del ruido, rodeada por los pinos y prados bien cuidados. El hombre viejo regresó a su silla y volvió a entrecerrar sus ojos para detener la fuerte luz del sol y continuar mirando a una de las salvavidas jóvenes. El otro hombre que miraba apoyado en la piscina volvió a sumergirse en las deliciosas aguas. Las salvavidas lo miraban nadar y luego miraban a los otros. El extraterrestre había desaparecido para siempre detrás de la reja de la piscina.





Javier Campos. Escritor y poeta chileno. Reside en EE.UU, Southbury, Connecticut. Es profesor de Literatura y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Fairfield del mismo estado.




































  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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