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Editorial: Rock y política


Los masivos conciertos de música rockera contra el hambre y la pobreza en África, realizados en horas previas a la reunión del Grupo de los Ocho países más industrializados del mundo (G8), son un fuerte llamado de atención de la opinión pública mundial a la ineficiencia y doble estándar de la política tradicional. Para ésta, en su visión maniquea del mundo, pareciera que los temas de la pobreza extrema o la simple sobrevivencia humana no interesan, a juzgar por las conductas de los gobernantes y los actores habituales del juego político. Apenas constituyen un dato estadístico en las cifras del crecimiento mundial, o de las políticas sociales compensatorias en sus países.



El propio Vaticano parece no escapar a la indolencia de los poderes cuando se obsesiona mucho más con los matrimonios homosexuales y los anticonceptivos que con el colosal drama humano que se vive particularmente en el África subsahariana.



De ahí que no resulte extraño que sea un canal ajeno a la política, habitualmente destinado al jolgorio y al ocio, el que asuma la convocatoria y representación de valores que deberían corresponder a aquella, para que efectivamente se movilice la solidaridad ciudadana.



Lo trascendental del Live 8, como se llamó a los conciertos simultáneos en Londres, Tokio, Berlín, Filadelfia y París, entre otras grandes ciudades, es que termina por instalar definitivamente un concepto de opinión pública mundial como un factor político relevante de las relaciones internacionales. En un proceso que se hace sinérgico con las manifestaciones ocurridas en Seattle hace unos años en contra de una globalización puramente económica y de base corporativa, las efectuadas en Europa en contra de la Guerra de Irak, e, incluso, con aquella movilización española que terminó con el gobierno de Aznar, luego de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid.



La convocatoria de Live 8 es un fenómeno político de una sociedad global, que no tiene nada de la farándula que arma la política tradicional cuando quiere incorporar rostros televisivos a sus nóminas electorales para ser moderna. En esencia, el concierto multinacional corresponde a aquellos actos que devuelven el arte popular masivo a su dimensión esencial de significación cultural, la que, en condiciones de represión o ceguera extremas de los gobiernos o la política, se revela como un potente mecanismo de los sin voz. La sociedad chilena tiene historia y sensibilidad al respecto, aunque la sociología del consumo y la antropología del éxito social los hayan relegado al baúl de las nostalgias.



Este tipo de actos, amparados en las nuevas tecnologías de la comunicación, se van a repetir a diferentes escalas y por diferentes problemas en nuestras sociedades, en la medida que la política se haga ciega, sorda o muda frente a los problemas de las personas como seres humanos. Porque uno de los problemas mal resueltos de la modernidad consiste en transformar vidas humanas en estadísticas, problemas concretos en normas de eficiencia o calidad, hacer volátiles las responsabilidades, y virtuales aquellas cosas que para la gente tenían históricamente un significado concreto. Como el derecho de propiedad y de una vivienda digna.



Ello a propósito de que por enésima vez hay gente pobre protestando por la calidad de sus viviendas en Chile. Y por enésima vez saldrán las autoridades a explicar con estadísticas la indignidad de las casas -que la gente creyó eran bienes duraderos mientras son en verdad una solución transitoria-, sin que nunca haya un responsable en el tema. Nadie puede negar que la población Dávila, o San Joaquín, o Jaime Eyzaguirre, hechas en los años cincuenta, sesenta o setenta, están ahí, paradas en su dignidad de soluciones habitacionales definitivas para sectores populares. En el desastre nacional de vivienda social que vivimos, nadie sabe quien es el culpable. A Copeva no se le ha caído una sola casa de las que le ha construido al Ejército, pero sí muchas de los pobres.



Según la Cepal y el PNUD la pobreza es relativa. La pregunta que surge es si la dignidad humana es también relativa. Si ello es así, debemos pedirle a Sol y Lluvia, a Los Prisioneros, a Schwenke y Nilo o a Los Miserables que convoquen a un gran concierto para que la política en Chile realmente despierte de su letargo.




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